martes, noviembre 30, 2004




Un publicitario contaba que en una de las visitas que hizo a uno de sus clientes, los fabricantes del licor Calisay, éstos le mostraron una especie de museo donde habían ido almacenando todas las imitaciones de que había sido objeto su producto. Decenas de botellas idénticas con nombres como Alisay, Kalisay, Calisy, etc. Ninguno de esos pretendidos competidores había conseguido vender un cinco por ciento de lo que vendía el original. La cuestión, concluía el creativo, es que casi todos habían optado por la imitación cuando lo único que te puede llevar al éxito es la diferenciación.
Me acordé de este publicitario ayer al ver a una casi todavía adolescente con piernas infinitas y ojos inenarrables luciendo unos morros siliconados que le hacían parecer una de tantas.




lunes, noviembre 29, 2004




Mi hermano siempre soñó con tener una bicicleta, pero la economía familiar no podía soportar un dispendio de ese calibre y así iban pasando los años. Un día nos visitó un hermano de mi padre que trabajaba en Madrid como portero de una finca del barrio de Salamanca, y al enterarse de que mi hermano no tenía bici le prometió traerle una de la capital en su próxima visita. Nos contó que tenía tres o cuatro nuevecitas que los vecinos habían desechado, pero que él guardaba en el cuarto de la caldera porque le daba pena deshacerse de unas máquinas en tan buen estado. Tenía una, nos comentó, que a mi hermano le iba a encantar. Es única, decía, mientras a mi hermano se le abrían los ojos como platos. Llamarás la atención con ella, insistió.
A los dos meses volvió al pueblo con el regalo prometido. Mi hermano no podía contener los nervios mientras desembalaban el que había sido objeto de deseo durante años, pero cuando se la pusieron delante no pudo ocultar su decepción. La bici en cuestión era un modelo antiguo, casi una pieza de coleccionista, de esas que tenían la rueda de delante de tamaño normal mientras la de detrás era un mísero ruedín.
Se subió en ella con los ojos brillantes del disgusto y se puso a pedalear con la desesperación del que acaban de arrebatarle un sueño. Dio unas cuentas vueltas y como se dio cuenta de que aquello iba como los ángeles empezó a sonreír y una de las veces que pasó por mi lado me dijo a gritos: "Como no me voy a bajar de ella y no voy a mirar para atrás se me olvidará lo fea que es".
Y debió olvidársele porque jamás le he oído hablar de este incidente. Cuando surge la ocasión siempre recuerda que en su infancia fue muy feliz. Y debe de ser cierto porque aún lo sigue siendo.




domingo, noviembre 28, 2004




Hay un cuento precioso de Raymond Carver que trata de la vida de una pareja muy joven que llevan poco de casados y tienen un hijo pequeño. Lo que más le apasiona al chico es ir a cazar patos. Sin embargo, hace mucho tiempo que no ha podido disfrutar de una jornada de ésas. Un amigo le anima y quedan para el día siguiente. Está ilusionado con el plan y cuando llega a su casa se lo cuenta a su chica eufórico. No sabes cómo me apetece, le dice. La chica se queda mohína, y empieza a desanimarle, no quiere quedarse sola con el niño, le dice, ahora tienen responsabilidades y no cree que sea una buena idea. No entiende que él cambie el estar junto a su mujer y a su hijo por disparar a cuatro bichos volanderos. Finalmente, se enzarzan en una discusión, la chica se pone a llorar y él llama al amigo para cancelar la cita. Carver termina diciendo algo así como que ambos volvieron a reír, se olvidaron del asunto y prescindieron de lo de afuera. Pero concluye el cuento con una frase premonitoria: "Al menos durante algún tiempo". Y es que Carver presume que al final el chico volverá a sus patos, antes o después. Porque una pareja es una pareja, un hijo es un hijo, pero los patos también son los patos.
Desde que leí ese relato, cuando conozco a una pareja de reciente creación siempre intento adivinar quién es el que ha dejado de cazar patos. O la otra alternativa: quién ha empezado a practicar el tiro al pato aunque fuera ésa una actividad que no sólo no le atrajese sino que le resultase repulsiva; quién ha dejado de ver películas románticas o quién soporta la película sensiblera de turno con tal de tener la mano de su pareja entre las suyas; quién ha dejado de ir al fútbol o quién, tras años de despotricar contra ese "deporte", ha descubierto que los espectáculos de masas también tienen su encanto.
Y es ese momento de la relación, cuando el uno empieza a echar de menos los patos que ya no caza o al otro le empiezan a pesar los patos que ve caer con las plumas quemadas, el que siempre más me ha interesado de las relaciones de pareja. Lo difícil no es encontrar a alguien que te fascine y empezar una relación, lo realmente complicado para mí es gestionar bien esos patos.




viernes, noviembre 26, 2004




Durante los meses en los que no se hablaba de otra cosa que no fuera la relación entre Clinton y la becaria hubo dos detalles que me llamaron la atención.
El primero, que la señorita Lewinsky regalara al presidente una novelita que recuerdo con sumo placer: Vox de Nicholson Baker. Me sorprendió que esa pepona, poco refinada y de maneras un tanto ordinarias tuviera un gesto de ese calibre.
El segundo, saber que sus encuentros, en ocasiones, tenían lugar entre plato y plato de una recepción oficial. El presidente se disculpaba unos minutos, se dejaba hacer y volvía a la mesa relajado y con una sonrisa de oreja a oreja. Eso es gestionar bien el tiempo y lo demás son mandangas.




jueves, noviembre 25, 2004




Siempre he sido muy cuidadosa con el tema de la puntualidad. No con los horarios establecidos, eso no, pero sí con las personas. Un retraso de cinco minutos era suficiente para que llegara pidiendo disculpas. A veces, me obligaba a tomar un taxi para no demorarme aunque intuyera, como solía ocurrir, que iba a llegar la primera.
Cuando me enteré de que Alfred Adler, el díscipulo disidente de Freud, mantenía que la puntualidad era un síntoma de neurosis estuve a punto de iniciarme en el ejercicio de la impuntualidad, pero ya era demasiado tarde. Acababan de aparecer los teléfonos móviles y las esperas habían dejado de ser lo que eran. Se acabaron las incertidumbres, los desasosiegos, los gestos nerviosos mirando el reloj, el pensar que "cuando llegue lo mato" aunque luego te tiraras en sus brazos, el miedo de que no apareciera, las dudas, el temor de que se haya olvidado de la cita, el decirte entre dientes "si es que soy gilipollas por llegar tan pronto", el creer que a la fuerza tenía que haberle pasado algo, el darle sólo cinco minutos más y si no ha venido me largo, bueno mejor diez...
Eso sí eran auténticas citas. Ahora como mucho se queda.




miércoles, noviembre 24, 2004




En cuestiones amorosas solemos ser bastante ingenuos. Daríamos la vida por el otro, no podríamos vivir sin él, nuestra vida no tendría sentido sin estar a su lado, decimos, y sin embargo no dejamos de anteponer nuestros intereses a los del otro. Cuando la enajenación del momento me lleva a ese tipo de desvaríos siempre tengo a mano una historia que me cuento.
"Mi pareja está de viaje por asuntos de trabajo. Al concluir la jornada y regresar al hotel, cansado y sintiéndose un poco solo, se entretiene en el bar tomando una copa. Una joven toma café en el otro extremo de la barra. Se sonríen, él se acerca a ella y comienzan a hablar de sus agotadoras jornadas. Sin proponérselo, surge la complicidad, los cruces de miradas, los coqueteos, las risas y finalmente se retiran juntos a la habitación a seguir charlando y a tomar la última copa. Pasan un buen rato de sexo seguro y a la mañana siguiente se despiden con un beso y una sonrisa".
Si antepusiera los intereses de mi pareja a los míos ese debería ser el final deseable para mí. Como lo que antepongo son los míos, prefiero que mi querida pareja se aburra en su habitación y se deje de historias.




martes, noviembre 23, 2004




Siempre he sentido debilidad por la lengua francesa. Mi profesora de COU, una chica delicada de cintura inverosímil, no se limitó a enseñarnos esa lengua sino que aprovechó sus clases para acercarnos a la cultura francesa. Su asignatura era una fiesta; siempre venía cargada de discos, libros, revistas, mapas y cualquier cosa que pudiera sernos útil. Al finalizar el curso había conseguido que me enamorara de Brassens, de Ionesco, de Flaubert, de Truffaut y que pudiera pasar de la rive gauche a la rive droite con los ojos cerrados.
Sin embargo, mi primer contacto con este idioma no fue como para tirar cohetes. El maestro de mi pueblo que nos preparaba para el bachillerato, nunca le dio mucha importancia a esta asignatura. Nos limitábamos a estudiar los verbos, aprender vocabulario y traducir largos textos. Cuando llegó junio habíamos dado ya dos vueltas al libro y el día que tuve que ir a examinarme a Talavera iba bastante confiada con esa materia. El examen escrito me salió muy bien, pero cuando pensaba que todo había concluido nos fueron llamando por orden alfabético para que leyéramos un texto que nos habían entregado junto con el examen. Al principio no entendía nada pero finalmente me di cuenta de que lo que leían no se parecía en nada a lo que estaba escrito en el papel. Poco antes de que llegara mi turno recogí mis cosas y me fui.
Al regresar al pueblo se lo conté al maestro. Hizo un gesto de extrañeza y me dijo que quizás es que el francés era de esas lenguas que se escriben de una manera y se pronuncian de otra. Tampoco le dieron mucha importancia en el instituto al asunto de la pronunciación, porque, a pesar de mi escaramuza, aprobé el examen.




lunes, noviembre 22, 2004




El sábado por la noche no pude contener las lágrimas en el cine. La película se titulaba Antes de atardecer y narra el reencuentro, nueve años después, de una pareja que sólo compartieron unas horas juntos en un viaje de tren. Quedaron en encontrarse meses después en Viena, pero ella no pudo acudir y nunca pudieron ponerse en contacto porque desconocían todo sobre ellos.
El domingo pasé el día en Faunia. Allí, en un anaquel, descubrí una mariposa de nombre Pavonia que no conoce la melancolía de los amores extraviados. La mariposa nocturna macho es capaz de percibir el perfume de su amada en un radio de once kilómetros. Cuando el deseo le apremia no tiene más que remontar el vuelo y reencontrarse con ella.
Lástima que el protagonista de la película de Richard Linklater no tuviera las capacidades olfativas de esa mariposa. Eso le hubiera permitido disfrutar de la risa tan cautivadora de esa chica. Al menos durante algún tiempo.




domingo, noviembre 21, 2004




Un compañero de trabajo, nacido en un pueblo de Ciudad Real, nos contaba el lunes pasado, con cierta pesadumbre, su fracasos como anfitrión de fin de semana. Había recibido la visita de unos primos suyos del pueblo y se había sentido obligado a hacer con ellos turismo cultural; como venían empeñados en visitar el Centro Reina Sofía allá que se fue con ellos. Salió con la sensación de que a sus familiares los fondos del museo les habían dejado fríos.
Como este fin de semana esperaba otra visita similar, María, otra compañera de trabajo, también manchega, le ha traído un recorte de prensa por si pudiera interesarle. Se trata de la acción que Santiago Sierra lleva a cabo en la galería Helga de Alvear. El artista ha ideado lo siguiente: poner a dos personas sentadas detrás de una mesa leyendo nombres y números de teléfono en árabe. Ha contratado a doce personas para que su puedan rotar y lean durante 120 horas seguidas. Una vez finalizada la lectura, el público puede ver una exposición de sus "restos", es decir, sobre todo, de las propias guías.
Dice María que quizás sus paisanos se atrevan a decir lo que la mayoría piensa pero todos callan: que la acción del tal Sierra es una gilipollez como una casa.




viernes, noviembre 19, 2004




A veces me he perdido en aviones y viajes interminables en busca de nuevas sensaciones sin darme cuenta de que el paraíso está a la vuelta de la esquina. El día de los Santos visité El Capricho de la duquesa de Osuna, un jardín romántico (mi marido dice que rococó) situado en el este de Madrid, y desde que crucé el acceso al parque me sentí transportada a otros tiempos. Sentí que revivía.
Unas veces parecía que estabas dentro de un cuadro de Goya, otras creías atisbar a un niño vestido con traje de época corriendo entre el laberinto y, al momento siguiente, jurarías haber visto a una pareja decimonónica saliendo del embarcadero de la casa de las cañas. No sé si sería por las mezclas de colores de las hojas en el otoño, por el sol que se colaba entre los árboles o por el olor a mojado que se respiraba después de varias días lloviendo en Madrid, pero mis sentidos agradecieron vivamente ese paseo y se despojaron de tanta miseria cotidiana que, a veces inevitablemente, nos envuelve.
Sólo eché de menos un detalle. A pesar de que los pájaros hacían lo que podían, hubiera pagado porque en el templete de Baco o en la terraza del palacio un grupo de cámara nos hubiera acariciado los oídos. Por eso cuando llegué a casa puse la segunda suite para chelo de Bach y cerré los ojos.




jueves, noviembre 18, 2004




Vengo observando a lo largo de estos meses que muchos de los que pasan por aquí sienten cierta aprensión por la Estadística. No son bien recibidas mis aportaciones en este campo y se tiende a despreciarlas alegremente. Lo entiendo. La gilipollez esa de que si tú tienes dos vacas y yo ninguna, estadísticamente, tenemos una vaca cada uno, le ha hecho mucho daño a esta disciplina. A pesar de todo vuelvo a la carga con una máxima que creo que es irrefutable:

"Por mucho que se esfuerce el mundo blogueril el cincuenta por ciento
siempre estará por debajo de la media."







En mis años de Facultad llegué a la conclusión de que había cuatro tipo de alumnos. Los que decían:

A)
-He suspendido.
-He aprobado.

B)
-Me han suspendido.
-Me han aprobado.

C)
-He aprobado.
-Me han suspendido.

D)
-Me han aprobado.
-He suspendido.

Los que despertaban mis simpatías eran los del grupo A. Eso sí, a la hora de pedir apuntes no discriminaba.




miércoles, noviembre 17, 2004




"El relato de las cosas que nos cuentan perdura más que el de las imágenes que vemos." Esa frase, pronunciada por Javier Marías el lunes pasado en la presentación de su último libro, trajo a mi memoria lo que me contó una noche de invierno Silvia, una compañera de trabajo, mientras permanecíamos atrapadas en la M-30 y la penumbra del coche nos envolvía.
Silvia, que era hija de militar, me refirió un suceso ocurrido años atrás en una de las torres de viviendas para militares que hay al principio del Pº de Extremadura. Un vecino y su hijo, ambos militares, regresaron una tarde juntos a su casa, en el octavo piso de una de esas torres, y al entrar se dieron de bruces con un ladrón. Entre los dos lograron reducirlo y avisaron a la policía. Mientras esperaban su llegada el ladrón empezó a amenazarles. Les decía que lo mejor que podían hacer era dejarle marchar, que si no lo hacían se iban a arrepentir, que como sabía donde vivían una vez que le soltaran, que sería al día siguiente, se iba a dedicar a hacerles la vida imposible. "Sé que no os gustaría encontrar a ese chucho blanco que tenéis colgado en el portal de la casa, pero me vais a obligar a hacerlo", dijo desafiante. Esperó la reacción de los hombres y como seguían en silencio continuó: "Sé que tienes una hija -le dijo al hombre mayor, señalando una foto de una joven que había sobre una mesita-, la esperaré y no respondo de lo que pueda hacer con ella como no dejéis que me marche". El padre se levantó y abrió la ventana del salón de par en par.
La versión oficial fue que se cayó al vacío al intentar huir, pero mi colega, que vivía un piso más abajo, me decía que aún resonaban en sus oídos los gritos del que pedía clemencia y las voces del militar que fuera de sí no dejaba de repetir: cabrón, hijoputa, cabrón...




martes, noviembre 16, 2004




La primera vez que fui a examinarme al instituto de Talavera tenía diez años y mucho sueño. Me había levantado a las seis de la mañana para coger el coche de línea y no estaba acostumbrada a esos madrugones, además el frío que hacía a esas horas te dejaba destemplada para el resto del día.
Esas jornadas de examen eran agotadoras. Arriesgabas el trabajo de todo un año y además lo hacías jugando en campo contrario. Te examinabas de una materia tras otra: podías empezar a las nueve con el examen de ciencias naturales, a las diez seguir con el de gimnasia, a los once con matemáticas y más tarde con el de religión. Y así durante dos días.
El primer día todo fue sobre ruedas pero el segundo tuve que lidiar con mi bestia negra: el dibujo. Al ser zurda contrariada tenía escasas habilidades para dibujar con la mano derecha, pero lo que sí tenía era ojo, algo nefasto para un mal dibujante, ya que era consciente de lo desastroso de mis resultados con el lápiz. La prueba consistía en completar la sección de un jarrón del que nos entregaban sólo la parte izquierda. Hice todo lo que pude con la boca del cacharro, con la panza, con el asa y con la base, pero el parecido con la otra mitad era nulo. Finalmente, y en vistas de que aquello no tenía solución, borré todo rastro de lápiz y tracé un semicírculo casi perfecto desde la base del jarrón hasta la boca.
Me calificaron el examen con un uno, cosa que me sorprendió. Hasta entonces nunca me habían regalado nada.







Al cumplir nueve años mis padres decidieron que dejara la escuela y estudiara el bachillerato. Me sacaron de la clase de la maestra, una gallega que se dedicaba a hacer jerseitos de punto para sus hijos en las horas de clase, y me pusieron en manos del maestro del pueblo, que preparaba a cuatro chicos más, dos o tres años mayores que yo, en los huecos que le quedaban entre sus clases, para presentarse a los exámenes libres en el instituto de Talavera. El pobre hombre, que había olvidado casi todo lo que estudió en su día, se limitaba a tomarnos la lección de memoria y a quitarse las pieles de las uñas durante las horas en que debía aguantar nuestras cantinelas.
Con las asignaturas de letras no se desenvolvía mal, pero con las matemáticas, el maestro sufría lo indecible. Nos sacaba a la pizarra por turnos a resolver los problemas que venían en el libro, rara vez nos corregía y siempre daba por válidas nuestras soluciones. El libro que utilizábamos tenía un apéndice final con los resultados de todos los ejercicios, y a veces teníamos que hacerle notar que nuestro resultado y el del libro no coincidía. En esas ocasiones se acercaba a la pizarra pensativo, repasaba las operaciones y concluía de la misma forma: "Lo habéis resuelto bien, así que será un error de imprenta". A medida que avanzábamos de curso los errores de imprenta aumentaron y ya en cuarto de bachiller adquirieron un volumen considerable. Y, claro, empezamos a sospechar de su competencia.
Eso sí, en casa nunca dijimos nada. Total, no había alternativa.




lunes, noviembre 15, 2004




Desde siempre me ha sorprendido el deseo de algunos padres de que sus hijos hereden sus nombres. En la casa donde vivo la mayoría de los amigos de mi hijo llevan el nombre de su padre; sin embargo, y eso sí que me resulta chocante, en las niñas no llega ni a una cuarta parte las que comparten el nombre con su progenitora.

Según cuentan en el libro El origen de la atracción sexual humana, un estudio de ADN realizado en un barrio obrero de Inglaterra, mostró que casi el 30% de los niños que vivían allí estaban llamando papá a la persona equivocada.

Eso quizá explique ese afán del género masculino por el nombre perpetuado. Con ello tienen la certeza de que, al menos, algo es suyo.







La familia a la que cuidé sus hijos cuando llegué a Madrid era muy conservadora en el tratamiento. Ellos me llamaban por mi nombre pero yo llamaba señora a la madre y me refería a su marido como el señor. Una mañana me levanté dispuesta a acabar con esa discriminación. Estaba tomando mi desayuno en el office cuando apareció la señora aún somnolienta y me dió los buenos días. Le contesté con un suave pero firme "Buenos días, Irene". La mujer me miró sorprendida y cerró y abrió los ojos de golpe como quién acaba de despertarse. Minutos después le pregunté si su marido había vuelto de viaje y ya quedó claro que a partir de ese momento algo había cambiado.
Años más tarde, al nacer mi hijo, tuve que contratar a una chica para que nos cuidara. Desde el primer día le pedí que nos tuteara y que nos llamara por nuestros nombres, pero tres días después me di cuenta de que no nos llamaba de forma alguna. Se lo hice notar y me contestó que no podía hacerlo, que para ella era una cuestión de respeto, que en Andalucía incluso a los padres se les llamaba de usted. Insistí haciéndole ver que para nosotros el respeto se traducía en que cuidara bien de nuestro hijo, sobre todo, en que fuera puntual y en que no nos matara de hambre. E iba a seguir cuando me di cuenta de mi error, así que le dije: "Llámanos como tú quieras, como te sientas más cómoda". Me miró con una sonrisa de oreja a oreja mientras musitaba un "Gracias, señora" apenas audible.
Tres semanas después abandonó el señora de forma natural y la que sonreí fui yo.




domingo, noviembre 14, 2004




El primer beso que me dieron en la boca fue tan largo que se me hizo eterno. De puro aburrimiento.




sábado, noviembre 13, 2004




Para peke, mi gallega preferida
He visitado Galicia en dos ocasiones. Mi primer viaje lo empecé cruzando el Eo y lo concluí en Santiago, sentada en una placita que hay detrás de la catedral.
Mi segundo viaje comenzó en Vigo y continuó Rías Bajas arriba hasta terminar también en Santiago sentada en la misma plaza.
Sin embargo, no ha sido hasta este año, al aterrizar en los blogs, cuando he sido consciente de la cantidad de gallegos que hay.




viernes, noviembre 12, 2004




La falda roja y la cámara digital

La falda roja cayó en mis manos en la sección de oportunidades de El Corte Inglés. Era una prenda relativamente cara para mis patrones austeros de gasto, pero que en ese sótano de la Castellana ya había perdido el 70% de su valor. Sólo después, cuando alguien por correo me ha preguntado por ella y he acudido a Google, he visto que Felipe Varela, homónimo de otro Felipe Varela que condujo las montoneras argentinas de la década de 1860, es un diseñador formado en París que acude regularmente a la Pasarela Cibeles, aunque con ánimo más lúdico y menos insurgente. Me encantó su tacto de seda y la compré aunque ya sabía entonces que apenas la iba a lucir en público.
Cuando en julio del año pasado compré mi primera cámara digital ambas tuvieron un flechazo a primera vista. Mi marido me hizo una serie completa de fotos, la falda daba mucho juego y permitía sacar una foto distinta con sólo un ligero movimiento. Cuando decidí abrir el blog pensé en ponerle un nombre pictórico, y barajé algunos como chica con sombrero, mujer con paraguas, chica con guantes, pero no me acababa de encontrar a gusto con ninguno hasta que de pronto me vino a la cabeza el nombre de chica con falda roja y supe que ese era mi blog.
Eso sí, lo de colgar las fotos de la falda en un principio ni me lo planteé, pero luego me dije que por qué no. Total, para una falda de seda que iba a tener en mi vida.




jueves, noviembre 11, 2004




Cuando con quince años empecé a trabajar no sabía muy bien lo que se me venía encima. El hotel que nos había contratado debía abrir al público tres semanas más tarde y nuestro trabajo consistía en limpiar todas las instalaciones de los restos de la obra y dejarlo limpio como una patena. Trabajábamos todo el día rodeados de polvo y un día sí y otro también se nos pedía que alargáramos la jornada porque la fecha de apertura se estaba echando encima. Mi padre y mi hermana se sorprendían de que aguantara ese ritmo dados mis pocos años y las pocas chichas que tenía. La gente que trabajaba con nosotros, casi todos andaluces, era muy agradable y a mi colega Isabel, que tenía catorce años, y a mí nos tenían en palmitas.
Al final de la jornada casi todos se iban a una terraza que había al lado a tomarse algo y a hacer unas risas, pero Isabel y yo solíamos derrumbarnos encima de la litera sin quitarnos el uniforme y sin fuerzas ni para cruzar el pasillo y darnos una ducha. Me molestaba ese cansancio que me impedía disfrutar de una de mis adicciones de entonces: los helados Apolo. Una tarde le encargué a mi hermana que a su vuelta del chiringuito me trajera uno. Cuando regresó me tuvo que zarandear porque me había quedado dormida, pero me desperecé rápidamente y empecé a meterle mano, primero las almendritas y el chocolate de arriba, luego los bordes del barquillo...
A la mañana siguiente al despertar sentí una sensación extraña en la espalda. Me incorporé y mis compañeras de cuarto se llevaron las manos a la cabeza, al ver que tenía todo la espalda del uniforme de un intenso amarillo vainilla y un pegote de cucurucho a la altura de omóplato.




miércoles, noviembre 10, 2004




Según Benjamin Disraeli: "Lo verdaderamente mágico del primer amor es la absoluta ignorancia de que alguna vez ha de terminar". Pues bien, a partir de ahora se rompió la magia y la máxima de Disraeli ha perdido vigencia: acaban de descubrir que nuestro sistema nervioso es incapaz de aguantar un amor de más de 30 meses. Si durara más de dos años y medio nuestro sistema hormonal y endocrino se vendría abajo. Claro que están hablando de pasión y deseo, el otro amor sí puede ser eterno.
A mí esto de que sea bioquímicamente imposible como que me tranquiliza, si es algo científico pues se acepta y ya está. Lo que me jode son las energías que hemos gastado para luchar contra la rutina, para sorprender a tu pareja cada mañana, para seguir despertando el interés del otro, para mantener viva la seducción, por no hablar del dinero gastado en lencería fina, y total para que ahora nos digan esto. ¿A quién hay que reclamar?




martes, noviembre 09, 2004




La tercera vez que mi padre se decidió a salir al extranjero no llegó ni a pasar la frontera. Había pensado que, como la vez anterior, podría conseguir un contrato en Hendaya, pero una vez allí le dijeron que hacía meses que eso se había acabado. Mi padre, que llevaba más de veinticuatro horas entre autobuses y trenes, volvió a la estación y se metió en el primer tren que pasó con destino a Madrid. Cuando al día siguiente apareció en el coche de línea que llegaba a mi pueblo, el cansancio de más de dos días sin dormir no consiguió ocultar la sensación de derrota que se había instalado en su mirada.
Mi madre procuró desdramatizar la situación y se puso a deshacer la maleta rápidamente para volver a la normalidad cuanto antes. La gente de mi pueblo, que sabía del viaje de ida y vuelta, no paraban de recordárselo y mi padre, quizá más tocado de lo que aparentaba, empezó a visitar los bares casi a diario, algo que nunca había hecho. Mi madre, preocupada, sin saber cómo romper aquella situación que le hacía temer males mayores, habló con una prima suya que había emigrado a Levante y con el taxista del pueblo. Y una semana después estábamos toda la familia cruzando La Mancha en busca del Mediterráneo.







Mi sobrina está ojeando una revista del corazón. Se detiene a mirar unas fotos de Isabel Preysler y le comenta a su abuela, mi madre, que hay que ver cómo se cuidan las mujeres que viven del cuento.
Mi madre le dice que se equivoca. Que esas mujeres no es que se cuiden mucho, es que no se estropean.




lunes, noviembre 08, 2004




La segunda salida al extranjero de mi padre fue a Francia. Se enteró de que en Hendaya podía hacerse con un contrato y cogió de nuevo su maleta. Le ofrecieron un trabajo en la fábrica de la Citroën en París y a mi padre, que en Alemania había trabajado en una fundición aguantando temperaturas casi insoportables, le pareció el trabajo de su vida.
Todo fueron sorpresas agradables para él. El trato era correcto, le pagaban las horas extras, le regalaron una cesta en Navidad y hasta le dieron vales para elegir juguetes para sus hijos. Lo único malo es que se sentía solo. Y eso hizo que dos días antes de Nochebuena, cuando ya llevaba más de diez meses en Francia, se despidiera de la empresa y regresara a mi pueblo. Volvió con una maleta llena de regalos gentileza de la Citroën y con una bolsa que se había encontrado en el Metro.
Esa bolsa contenía unas medias de cristal, un prendedor para el pelo en forma de mariposa (que todavía conservo), una revista femenina con una página con viñetas de Tintín que durante años me dediqué a traducir sin éxito y una caja de cerillas de madera en forma de zapato con el rascador en el tacón.
Hace apenas unos meses, y sin ningún motivo, pensé que quizás esa bolsa nunca se extravió en el Metro de París.




domingo, noviembre 07, 2004




La primera vez que mis padres tuvieron que separarse fue cuando mi padre emigró a Alemania. Y no estaban preparados para ello. La noche anterior les recuerdo sentados a la lumbre, uno a cada lado de la chimenea sin mirarse ni hablarse y con la cabeza gacha. Así permanecieron un tiempo que a mí se me hizo eterno y, a pesar de lo incómodo de la situación, no me atreví a interrumpirles porque la pesadumbre se podía cortar con un cuchillo.

Durante la estancia de mi padre en el extranjero (en mi pueblo no se ponían de acuerdo, unos decían que estaba en el extranjero y otros que en Alemania), mi madre nunca pudo disfrutar, como otras mujeres lo hacían, del giro postal que puntualmente le llegaba cada mes. Le dolía cada peseta que se gastaba porque el coste que estaba pagando era demasiado alto. A los ocho meses mi padre regresó sin saber una palabra de alemán y se encontró con la sorpresa de que mi madre había ahorrado casi todo el dinero que había enviado y que durante los próximos meses podían vivir de ello.

Viéndolos tan contentos me olvidé de los malos ratos que pasé mientras mis amigos merendaban chocolate y yo les miraba con ansia.




viernes, noviembre 05, 2004




Mis padres se casaron por la noche. Mi madre, que sólo tenía veinte años, se había quedado embarazada, y esto le costó tener que renunciar al vestido de novia, al banquete nupcial y, sobre todo, a los bailes que en mi pueblo siempre acompañaban a las bodas durante dos días. Tuvo, además, que soportar la felicitación en forma de ostia que su hermano mayor le estampó, en plena cara, en presencia de toda la familia, al enterarse de la buena nueva y los comentarios de sus hermanas que desde entonces siempre le han recordado, a la menor ocasión, que ellas sí se casaron vírgenes.

No tienen una foto que les recuerde ese día. Tampoco la tiene mi hermana la mayor que se casó cuando mi sobrina ya tenía cuatro años y nos lo comunicó dos semanas después. Ni mi hermano, que se fue a vivir con su novia y sus dos hijas y aún no ha tenido un momentito para cumplir ese rito. Ni mi hermana la pequeña, que hace dos años decidió acoger en su apartamento a su novio y dice que hasta que no pase la primera crisis no mueve ficha. Ni, por supuesto, la que suscribe a la que sólo le faltó acudir a casarse en el autobús 9 de la EMT, que, por cierto, nos venía fenomenal. Nos llevaba de puerta a puerta.







Cuando a alguien le nombran ministro, por ejemplo de Agricultura, muchos se asombran de que la persona elegida no tenga ni la menor idea del asunto agrario. Veamos, ese asombro es incomprensible porque de lo que deberían de preocuparse es de si tiene un buen equipo en el que apoyarse o no. Por ejemplo, alguien como Ruiz-Gallardón puede ser alcalde de Madrid y no conocer al detalle ciertos asuntos de su municipio, y no pasa nada de nada, para eso tiene una cohorte de especialistas que lo saquen de un apuro.

La semana pasada tuvimos un ejemplo de esto último cuando Gallardón anunció el ensanchamiento de las aceras de la calle Serrano. Segun el diario El País: "Ni el alcalde ni el consejero delegado de Economía, Miguel Angel Villanueva, pudieron precisar si la reforma implica reducir los actuales cinco carriles de circulación. No obstante, responsables municipales reconocieron que sería imposible ensanchar aceras si no es a costa de reducir calzada".

Hombre, Gallardón, delegar está bien, pero delegar el sentido común..., no sé, no sé.






jueves, noviembre 04, 2004




Las cosas que recordamos de nuestros viajes son, a veces, las que no aparecen en las guías, las que han pasado desapercibidas para la mayoría de los viajeros. De mi viaje a Estambul debería evocar las enormes mezquitas, recortándose en el amanecer sobre una ciudad gris y de cuento de hadas, a medida que el tren se acercaba a la estación. Sin embargo, lo que más me viene a la memoria son los pesadores.
A veces, cuando salgo de la ducha y pongo un pie en mi báscula de baño, cierro los ojos y siento cómo si me transportara a las calles de Estambul. En algunas de ellas encontré a hombres o niños que se dedicaban a pesar a los viandantes. Tenían junto a ellos una báscula de baño de esas de color azul clarito, rosa o blanco y por una moneda te pesaban. Me subí a varias de ellas y en todas, indefectiblemente, pesaba un kilo o dos menos del que realmente era mi peso. No sé si sería esa la razón, pero en ese viaje siempre estuve contenta. Muy contenta.




miércoles, noviembre 03, 2004




Cosas que no puedo evitar hacer:

-Pasar por delante de una bandeja de dulces sin detenerme.
-Encontrarme un gato siamés sin agacharme a acariciarlo.
-Ver a Tim Robbins sin pensar si realmente se parece a mi marido o no, como dicen.
-Volver a pasar por delante de la bandeja de marras sin probar otro.
-Escuchar la cantata 159 de Bach sin acordarme de que con ella mecía a mi hijo.
-Ver un cuadro de un pintor impresionista sin pensar que ellos son los culpables de que aún no haya visitado el Museo del Louvre.
-Volver al lugar del crimen y coger aunque sólo sea un cuernito de croisán.
-Ir al restaurante cubano Zara sin empezar la comida con daiquiris.
-Marcharme de un blog donde apenas nadie comenta sin poner un comentario.
-Acercarme de nuevo a la bandeja y decir a quien me acompañe "el último a medias y ni uno más".







Me proponen cambiar una cuenta Gmail de 1000 megas por una foto de mis piernas. ¿Acepto o no?




martes, noviembre 02, 2004




Mi tía Elisa nunca tuvo mucha suerte con sus novios. El primero, el que se echó en el pueblo, acabó dejándola cuando se dio cuenta de que la economía familiar era menos boyante de lo que él pensaba. Mis abuelos paternos, que gozaban de cierta prosperidad antes de la guerra, habían acabado sufriendo los inconvenientes de haber permanecido fieles al bando republicano. Aunque pudieron salvar el pellejo, en algunos casos in extremis y recurriendo a todos sus contactos, sus negocios acusaron el desastre y se vieron obligados a cerrar poco a poco las tiendas de ultramarinos que regentaban. Y varios de sus hijos no tuvieron más remedio que emigrar. Mi tía se vino a Madrid, donde con tanto trabajo por buscarse la vida no pudo dedicarle mucho tiempo a los asuntos del corazón.

Durante los primeros días de su estancia en Nueva York tuvo un enfrentamiento con la actriz decadente, para la que hacía de modista, por lo infame de las comidas en América. Mi tía le advirtió de que había ido a NY a trabajar y no a pasar hambre, y como era una excelente cocinera se ofreció a hacer la comida por el mismo sueldo. Eso le permitió conocer a un carnicero hispano que ya desde el primer día le ofrecía los mejores cortes y que a las pocas semanas acabó pidiéndole una cita. A mi tía le gustaba aquel chico pero, al final, se dio cuenta de que pasar toda su vida en una ciudad donde hacía tanto frío, y además los termómetros engañaban, no le compensaba. Así que cuando reunió unos ahorros decidió regresar a Madrid y comprarse una casa. Tenía treinta y ocho años.

Al poco de llegar, mi tía acudió a una tienda de muebles de su barrio para comprar una cama. Le dijo al dependiente que quería una de "madre e hija", de esas que también se llaman de "matrimonio cariñoso", y el muchacho intentó convencerla de que por un poco más se podía comprar una de matrimonio. "¿Y para qué quiero yo una cama tan grande si estoy soltera?", le dijo mi tía. El gerente de la tienda, que les estaba escuchando, se acercó y le dijo que nunca se sabía lo que le podía deparar el destino. Al final mi tía cambió de opinión y salió de la tienda, media hora después, con una cama de matrimonio y una cita con el gerente para la tarde siguiente.

El mismo día que cumplía cuarenta años se casaron y formaron una pareja bien avenida. Viajaron por España todo lo que no habían viajado antes y siempre estaban contentos. Se lamentaban de no poder tener hijos, pero la naturaleza no perdona y acabaron aceptándolo. Cuando iban a celebrar su noveno aniversario a mi tío le diagnosticaron un cáncer en la cabeza. Murió seis meses después.

Y así concluyó la vida amorosa de mi tía que volvió a emplearse como modista, contratada esta vez por una dama que nada tenía que ver con el mundo de la farándula.




lunes, noviembre 01, 2004




Siempre me ha encantado bailar. Cuando vivía en mi pueblo era todo un acontecimiento el hecho de que hubiera baile. Sólo traían una orquesta en las fiestas y en las bodas (todo el pueblo iba a bailar estuviera o no de boda). La mayoría de las veces más que una orquesta era un dúo, uno tocaba el acordeón y el otro la batería. Lo hacían con tan escaso virtuosismo que, a pesar de interpretar los últimos éxitos, a veces no conseguíamos saber de qué canción se trataba. Más adelante el del acordeón decidió además actuar como vocalista, y así por la letra caíamos en la cuenta de qué era lo que estaban tocando.
Cuando emigramos a Levante descubrí las discotecas y decidí recuperar el tiempo perdido. En cuanto entraba por la puerta me ponía a bailar. El hecho de que la pista estuviera vacía tanto me daba. Esta actitud sacaba de quicio a mi hermana mayor. Yo me disculpaba haciéndole ver que se bailaba mejor con toda la pista para ti. Y claro, me decía mi hermana, no te importa que te miren. Pues no, y no solamente no me importa que me miren, sino que me encanta, le contestaba.
No creo haber cambiado demasiado desde entonces.