"El relato de las cosas que nos cuentan perdura más que el de las imágenes que vemos." Esa frase, pronunciada por Javier Marías el lunes pasado en la presentación de su último libro, trajo a mi memoria lo que me contó una noche de invierno Silvia, una compañera de trabajo, mientras permanecíamos atrapadas en la M-30 y la penumbra del coche nos envolvía.
Silvia, que era hija de militar, me refirió un suceso ocurrido años atrás en una de las torres de viviendas para militares que hay al principio del Pº de Extremadura. Un vecino y su hijo, ambos militares, regresaron una tarde juntos a su casa, en el octavo piso de una de esas torres, y al entrar se dieron de bruces con un ladrón. Entre los dos lograron reducirlo y avisaron a la policía. Mientras esperaban su llegada el ladrón empezó a amenazarles. Les decía que lo mejor que podían hacer era dejarle marchar, que si no lo hacían se iban a arrepentir, que como sabía donde vivían una vez que le soltaran, que sería al día siguiente, se iba a dedicar a hacerles la vida imposible. "Sé que no os gustaría encontrar a ese chucho blanco que tenéis colgado en el portal de la casa, pero me vais a obligar a hacerlo", dijo desafiante. Esperó la reacción de los hombres y como seguían en silencio continuó: "Sé que tienes una hija -le dijo al hombre mayor, señalando una foto de una joven que había sobre una mesita-, la esperaré y no respondo de lo que pueda hacer con ella como no dejéis que me marche". El padre se levantó y abrió la ventana del salón de par en par.
La versión oficial fue que se cayó al vacío al intentar huir, pero mi colega, que vivía un piso más abajo, me decía que aún resonaban en sus oídos los gritos del que pedía clemencia y las voces del militar que fuera de sí no dejaba de repetir: cabrón, hijoputa, cabrón...