sábado, junio 01, 2013




Empecé a estudiar el Bachillerato con diez años. Eramos solo seis alumnos los que habíamos abandonado la escuela y optado por estudiar. En mi pueblo ir a la escuela no era estudiar, era simplemente ir a la escuela, estudiar era algo más serio. El grupo lo componíamos: dos chicos, dos chicas, mi hermana y yo. Todos eran mayores que yo, como mínimo dos años.Y claro que estudiábamos, lo hacíamos a todas horas, todos los días de la semana, salvo los momentos en que nos acercábamos a la escuela a que el maestro nos tomara la lección o nos corrigiera los problemas de matemáticas o de química. Era como preparar una oposición: nosotros memorizábamos en casa y luego íbamos a cantar el tema. Con la teoría no había problemas, ni siquiera con el francés porque tanto él como nosotros desconocíamos que se leía de una forma y se pronunciaba de otra, Donde el pobre hombre sudaba sangre era con los problemas porque en muchas ocasiones no sabía cómo resolverlos y daba por buena nuestra propuesta aunque el resultado no coincidiera con el que el libro informaba en las páginas finales. En esos casos él lo atribuía a un error de imprenta, pero a medida que avanzaban los cursos los errores de imprenta se fueron multiplicando y en cuarto de Bachiller hubo de admitir que hacía demasiados años que había estudiado y que apenas recordaba ya nada. Cada año en junio cogíamos el autobús y nos íbamos a Talavera de la Reina donde en dos días nos examinaban de todas las materias. A mí esos viajes me encantaban, y me gustaba hacer exámenes con dos excepciones: el dibujo porque aunque nunca tuve mano, agudizado seguramente por ser zurda contrariada, lo que sí tuve siempre fue ojo y yo era la primera en darme cuenta de los desaguisados que pertrechaba; y la gimnasia, porque hacer ejercicio con camisa, falda y bombachos siempre me pareció un despróposito y los dos ejercicios obligatorios, el pino y el puente, a pesar de mis cientos de intentos nunca fui capaz de hacerlos.
Durante esos años estuve un poco desubicada: mis amigas seguían siendo las de mi edad pero no participaba en nada con ellas porque estaba siempre estudiando y apenas las veía un rato los domingos por las tardes que eran nuestras únicas horas de asueto. Me hubiera gustado ser cantora, y cantar en la misa como hacían ellas cada domingo, pero como no podía perder el tiempo yendo a los ensayos me estaba vedado. Tampoco tenía mucho éxito con los chicos, quizás porque mi madre se gastaba el poco dinero que había en libros de texto en vez de en ropa y si no estrenabas no llamabas la atención. No existías. También me hubiera gustado bailar la jota, que era la pieza de cierre de todos los bailes del pueblo, pero aunque simulaba hacerlo yo sabía que había algo que se me escapaba y no disfrutaba con ese baile.
Los veranos, ya sin obligaciones escolares, se pasaban volando. No había piscina y todo nuestro entretenimiento era pasear por la carretera los domingos arriba y abajo. Tampoco había libros para leer solo fotonovelas que durante años devoré con la misma pasión con la que ahora leo a Alice Munro. Mis primas mayores nos las prestaban y durante el verano leíamos todas las que habían comprado a lo largo del año. Me gustaban esas historias de amores difíciles, donde las parejas pasaban por mil contrariedades para acabar siempre reconciliadas y juntas. Eso era bonito. Te embargaba una emoción y un anhelo que te llevaban fácilmente a las lágrimas, pero con el tiempo me di cuenta de que mis intereses no iban por ahí: claro que quería sentirme amada pero el casamiento era algo con lo que nunca soñé. Es más, tras esos finales que se suponían felices yo veía el tedio agazapado, y quizás por eso me satisfacieron más esos finales abiertos que encontré en mis siguientes lecturas años después, esos finales que no eran finales, que me hacían creer que a los personajes les iban a seguir pasando cosas, buenas o malas tanto daba, lo importante es que les pasaran. La felicidad y el tedio, pensaba, están a veces demasiado cerca como para no salir corriendo.
Como el maestro sólo había estudiado el Bachiller Elemental, cuando llegamos al quinto curso mi hermana y yo tuvimos que salir del pueblo. Mi madre alquiló a una prima suya la casa que tenían en Talavera y allí nos fuimos a vivir dos años para poder seguir estudiando y nos matriculamos en el instituto. Al principio no nos lo podíamos creer, que nos fueran a examinar los mismos profesores que nos daban clase era como hacer trampa, y que en clase te explicaran todos los problemas y te dieran la tarea casi hecha nos llenaba de alegría. Apenas dedicábamos tiempo al estudio y obteníamos buenos resultados. Eso era vida. En realidad vivíamos en Talavera de lunes a viernes porque casi todos los fines de semana cogíamos el correo y nos íbamos al pueblo de donde volvíamos al lunes siguiente con una maleta llena de patatas, de garbanzos, de huevos, de acelgas, de botellas de aceite. Mi hermana, que entonces tenía 18 años era la encargada de acarrear la maleta desde la estación hasta la casa donde vivíamos que estaba en el otro extremo de la ciudad, y recuerdo que teníamos que parar de vez en cuando para que recuperara el aliento.
Cuando en junio terminamos el quinto de bachiller, mis padres decidieron que nos fuéramos a hacer la temporada de verano a Benidorm, a trabajar en la hostelería. Nos fuimos mi padre, mi hermana y yo, y fue la primera vez en mi vida que vi el mar. El descubrimiento fue fascinante, nunca había pensado que fuera tan azul, ni que estuviera tan levantado en el horizonte, ya desde kilómetros antes de llegar se le veía al fondo inmenso y tranquilo. Antes de ese viaje solo había estado una vez en Madrid a los nueve años y otra en Toledo. Y tanto como el mar me asombró cruzar La Mancha, con esos pueblos dejados caer en la llanura inmensa, y sin ninguna montaña que los protegiera. Recuerdo que me pregunté donde se escondería esa pobre gente cuando necesitara hacerlo.
Mi prima Nela, que ya llevaba en Benidorm algunos meses, fue la encargada de acogernos. Habló con la gobernanta del hotel donde trabajaba y nos acomodaron en una habitación la primera noche. Al día siguiente nos fuimos los cuatro a buscar trabajo de hotel en hotel. Con mi hermana y conmigo no había ningún problema, en muchos de los que preguntamos necesitaban camareras de pisos pero para mi padre, que entonces tenía 46 años, el asunto estaba complicado. Decidimos ofrecernos en un lote, o los tres o ninguno, y a media tarde encontramos trabajo en el Hotel Helios. El edificio acababa de construirse y nuestra tarea sería limpiar todas las estancias para que al mes siguiente pudiera inaugurarse. El sueldo era de 5000 pesetas al mes, algo superior a lo que se pagaba en otros hoteles, pero con la condición de que se trabajara de lunes a domingo y no se librara ningún día. Trabajábamos diez horas diarias pero no lo llevé mal, todo el mundo estaba muy animado y nadie se quejaba, y a veces después de trabajar nos íbamos a un bar que había allí cerca y pedíamos una cocacola y un Apolo y volvíamos corriendo a acostarnos porque el cansancio nos podía. Cuando al mes siguiente abrieron el hotel fue como si nos ascendieran, dejamos de respirar polvo de yeso y nos quitamos los pañuelos con los que nos protegíamos el pelo y nos pusimos unos uniformes nuevos que nos favorecían. La verdad era que los uniformes de camarera de comedor eran los más bonitos, los de las camareras de pisos eran de color rosa, a cuadritos, pero estábamos muy guapas a pesar de todo. Tenía una amiga, Charo, que solo tenía trece años, y que a veces mientras hacía las habitaciones se tumbaba en la cama y se quedaba dormida, y pasaba todos mis ratos libres con ella. Nuestra mayor diversión era coger el ascensor y subir y bajar a los clientes o hacerlo solas, y salir corriendo cuando veíamos aparecer al director o al jefe de recepción. Nos gustaba también probar todas las colonias que encontrábamos en las habitaciones hasta que nos dimos cuenta que el olor nos delataba ante la gobernanta o comer bombones o cualquier otra chuchería que encontráramos apetecible.
A finales de agosto mi hermana y yo dejamos Benidorm, sin haber pisado la playa, y volvimos a nuestra rutina de estudio en Talavera. Mi padre siguió trabajando de jardinero en el hotel unos meses más. En noviembre de ese año nació mi hermana Nieves. A mí me disgustó enormemente ese embarazo. Me pareció un disparate tener una nueva hermana a mi edad y cuando en el instituto nos dieron el recado de la buena nueva y todas las chicas nos felicitaban yo las miraba enfurruñada y no entendía que se nos pudiera felicitar por una cosa así. En sexto de Bachiller nos relajamos tanto que por primera vez me quedó una asignatura pendiente en junio, a mi hermana dos, y en verano volvimos de nuevo a trabajar a Benidorm al mismo hotel del año anterior. En septiembre en vez de regresar al pueblo mi padre alquiló un apartamento en el Rincón de Loix y mi madre, mi hermano y mi hermana pequeña se vinieron a vivir a Benidorm.
Esos dos años vividos allí los recuerdo con alegría. Teníamos dinero, íbamos a la playa, a bailar a la discoteca del hotel, con el tiempo ascendí de camarera de pisos a camarera de comedor y las propinas aumentaron. Le dábamos el sueldo íntegro a mis padres pero las propinas nos permitían comprarnos ropa, y pagarnos las clases de francés e inglés que tomábamos por las tardes. Me enamoré del maitre del hotel, un joven llamado Felipe que me veía como a una cría y no me hacía ni caso, pero a mí eso no me importaba demasiado, yo solo quería mirarle y sentir que estaba cerca. Me gustaba cruzarme con él y sentarme a su lado a la hora de comer. Y un día nos llevó en su coche a ver las fuentes del Algar en una excursión que aún recuerdo con emoción.
Por aquel entonces mataron a Carrero Blanco y hubo tres días de luto. Preguntábamos que si era Franco que era al único al que conocíamos pero nos dijeron que no que era Blanco, Carrero Blanco, pero ese nombre no nos decía nada y no insistimos. Finalmente los tres días de luto quedaron reducidos a uno en Benidorm porque las autoridades consideraron que los turistas no tenían la culpa y cerrar las discotecas tres días era un despropçosito.
Uno de mis entretenimientos de aquella época era recoger todos las novelas en inglés que los clientes se dejaban al marchar y organizar una pequeña biblioteca en un radiador del pasillo de mi planta. Animaba a los clientes nuevos a que se sirvieran a su gusto y les pedía que después de leerlas las dejaran de nuevo allí. Al principio la gobernanta puso mala cara pero la convencí contándole lo contentos que se ponían los clientes cuando les explicaba que esos libros estaban a su disposición. La noticia se corrió por el hotel y venían clientes de otras plantas a buscar algo para leer y cuando se iban me regalaban los libros que hubieron traído por lo que en unos meses aumentaron considerablemente mis existencias. La pena es que a mí no me sirvieran, mi inglés era muy rudimentario, y aunque lo poco que hablaba lo hacía con mucha fluidez era impensable ponerme a leer en esa lengua. Así que me compraba en el quiosco libros de la colección Reno de Plaza y Janés y empecé a leer a Moravia, Gorki, Pearl S. Buck o Vicky Baum.
El trabajo de camarera de comedor resultó más animado que el de trabajar en los pisos aunque tenía el inconveniente de que el ritmo era más frenético y había que pelearse con la gente de la cocina que nunca te ponían las patatas fritas que les pedías o no tenían los platos limpios a tiempo para montar las mesas. Además como los ingleses comían muy pronto, a la una y a las ocho de la tarde cuando abría el comedor se sentaban todos a la vez a comer y de pronto te encontrabas con doce mesas llenas de gente a las que atender al mismo tiempo. En los años setenta aún no había servicio de buffet y la comida se sacaba de la cocina emplatada o en grandes bandejas. Como era la más cría y, además, rápida como una comadreja, mis mesas siempre estaban al final del inmenso comedor, con lo que tenía que recorrer interminables distancias desde la cocina hasta mis clientes. Eso no era un inconveniente para mí pero con tantos desplazamientos y a la velocidad a la que trabajábamos el riesgo de resbalones aumentaba. La primera caída fue antológica: aplausos de unos comensales, risas de otros, chanzas de los camareros, felicitaciones del pasavinos... Me juré, mientras me levantaba, que aquello no se iba a repetir. Unas semanas después, al perder el equilibrio de nuevo, mientras la bandeja volaba por los aires, cerré los ojos, me dejé caer sin resistencia y me hice la muerta. Oí ruidos de sillas que se movían y pasos acelerados de compañeros que se acercaban. Me incorporaron, me dieron aire con el abanico de una turista, me sentaron en la silla del cliente más cercano y me acercaron un vaso de agua mientras yo volvía en mí y disfrutaba del protagonismo. Y salí del comedor del brazo del maître como una princesa.
Durante esos tres años de estancia en la costa volvimos en alguna ocasión al pueblo y curiosamente mi situación cambió como por arte de magia, de pronto todos los chicos querían bailar conmigo y pasé de no existir a ser una de las más exitosas, y hasta tuve por primera vez un pretendiente.
Sin embargo mi madre no estaba muy conforme con nuestra situación. Se lamentaba de que después de todo el esfuerzo que habíamos hecho al final hubiéramos acabado en un trabajo para el que no se necesitaba ninguna cualificación y que no tenía ningún futuro. Visto ahora lo más lógico hubiera sido que estudiando idiomas y con el Bachiller hecho hubiéramos intentado buscarnos un trabajo en una recepción o algo similar pero a ninguno de nosotros se nos ocurrió y pusimos todas nuestras esperanzas en Madrid. Todos los hermanos de mi padre vivían en Madrid y aunque apenas los tratábamos siempre asociamos esa ciudad con la prosperidad. Así que hicimos la maletas y mi hermana que tenía entonces veintiún años y yo con dieciocho dejamos la luz de Benidorm y nos dispusimos a hacer carrera en la capital.
A primeros de febrero mi hermana y yo aterrizamos en Madrid. Nada más bajarnos del autobús dejamos las maletas en la consigna de la estación y nos compramos el diario Ya. Había salido el sol pero el frío que hacía me trajo a la memoria los largos inviernos de Buenasbodas y me hizo añorar los cálidos inviernos de Benidorm y, sobre todo, esa luz que cuarenta años después aún sigo echando de menos. Las manos se me quedaban frías y la chaqueta que llevaba, que para Benidorm era suficiente, se quedaba corta para los rigores de Madrid. Nos sentamos en un banco del paseo de la Florida y marcamos todos los anuncios de trabajo doméstico en los que necesitaran una persona interna. Cada tanto íbamos a una cabina telefónica cercana y llamábamos preguntando por las condiciones de la oferta de trabajo y exponiendo las nuestras: necesitábamos la tardes o las mañanas libres para seguir estudiando. Esto último desconcertaba a la mayoría de las señoras: la libranza era la tarde del jueves y del domingo, nos decían, y lo que nosotros planteábamos no les cuadraba.
A mediodía empezamos a desesperarnos. No era tan fácil conseguir un trabajo con tanta urgencia y temimos gastarnos las doscientas pesetas que habíamos traído en pagar una pensión para pasar la noche. Además, ya habíamos ido varias veces del banco a la cabina y los hombres de un bar cercano nos hacían señas y nos miraban, y a nosotras eso nos violentaba. De repente me parecíó que no sólo esos hombres, sino todo el mundo que pasaba por la calle nos miraba. Creí que se notaba demasiado que no éramos de Madrid, que éramos unas recién llegadas, unas extrañas vulnerables y fuera de sitio. Un blanco fácil.Yo miraba a las chicas jóvenes que pasaban por delante de nosotros y quería ser como ellas: quería tener prisa, quería tener un sitio a donde ir, quería ser normal y dejar de una vez ese banco frío que se había convertido en nuestra primera residencia en Madrid. Lo que nunca se me pasó por la cabeza fue renegar de haber emprendido ese viaje y mucho menos responsabilizar a mi madre o a mi hermana por embarcarme en ello.
A primera hora de la tarde conseguimos una cita y esa misma noche empezamos a trabajar. Nos cogieron a las dos. Era un matrimonio con cuatro hijos varones. Vivían en un piso enorme en la calle Diego de León a dos pasos de donde dos años antes habían asesinado a Carrero Blanco. Era una casa muy tradicional: a la señora se le llamaba señora, al señor de don. A los cuatro hijos, de entre nueve y quince años, los llamábamos por sus nombres de pila. Mi hermana y yo nos ocupábamos de la limpieza y de los niños y la señora cocinaba para todos. Era una mujer seca y antipática que nos anotaba detallada y minuciosamente las tareas que teníamos que hacer al día siguiente, qué recipientes utilizar, qué cantidad de limpiador echar y cuántas pasadas había que dar. Era una relación casi exclusivamente epistolar, rara vez nos decía algo de viva voz, todo se resolvía por escrito. Estaba más interesada en las cuestiones domésticas que en sus cuatro hijos y ellos mostraban cierto desapego hacia ella. A los pocos días después ya nos habían puesto al tanto de que su padre tenía una amante, cuestión que parecía no importarles en exceso. El trato con los niños fue estupendo desde el principio y aún hoy en día recuerdo a los Cansino con mucho cariño.
Sin embargo, vivir en una casa ajena era lo que peor llevaba. Había pasado los dos últimos años en un hotel y podría pensarse que estaba acostumbrada a vivir en sitios ajenos, pero la vida en el hotel era como estar en familia, de hecho así se llamaba a toda la gente que trabajaba allí: la familia, y se hablaba del comedor de la familia y de las habitaciones de la familia. Ahora todo era muy distinto. La única familia aquí eran ellos seis. Nosotras éramos un apéndice útil pero incómodo. Tenía la sensación de trabajar durante todo el día y toda la noche, me sentía siempre expuesta, no tenía intimidad alguna y estaba rodeada de objetos que me eran extraños: nada me pertenecía, ni las sábanas en las que dormía ni el uniforme que vestía, ni mucho menos el vaso que accidentalmente rompía. Cuando años después he oído a alguien decir que lo peor de que se caiga algo y se rompa es que luego hay que recoger los añicos, siempre me he quedado con las ganas de decir que no, que lo peor es tener que dar cuenta a alguien de que ese vaso se ha roto. Y soportar su mirada.
Tenía libres las mañanas y mi hermanas las tardes de lunes a viernes. El sábado trabajábamos todo el día y el domingo teníamos libre de cinco a diez de la noche. Me matriculé en una academia para recuperar la asignatura de Física de sexto que tenía pendiente y en septiembre empecé a estudiar COU en el instituto Emilia Pardo Bazán que estaba en la calle de Santa Brígida. Como el padre de los niños era director general de un banco se nos ocurrió que podríamos trabajar en un banco y mi hermana se matriculó en la academia VOX que estaba en la Gran Vía para prepararse las oposiciones a banca. Al año siguiente mi hermana se matriculó en el instituto y yo me fui a VOX a estudiar contabilidad, cálculo, mecanografía y operaciones bancarias. Pero a esas alturas ya habíamos dejado atrás a los Cansino y nos habíamos cambiado a otra casa y luego a otra, buscando hogares con señoras más asequibles y con menos niños que atender. En la última casa en la que trabajé solo había un niño, Eduardo, y mi horario era de cinco a nueve de la tarde aunque después de esa hora debía permanecer en la casa porque los padres salían casi todas las noches. Además el domingo lo tenía entero libre y podía hacer senderismo en la sierra de Madrid o salir con un novio que tenía entonces. Y además trabajaba sola en la casa, la relación con mi hermana Pilar se había ido deteriorando, de alguna manera yo necesitaba independizarme de ella y cada vez llevaba peor que mi hermana tuviera la última palabra en todo, me mangoneaba y yo me revolvía. Ya tenía veinte años y me consideraba una persona adulta. Justo cuando terminé el curso de banca me presenté a las pruebas que una banca catalana, que se iba a establecer en Madrid, estaba haciendo para seleccionar un auxiliar administrativo. Pasé más de tres horas en un piso de la calle Montesa haciendo un examen psicotécnico que mé dejó desfondada pero del que salí muy contenta, sobre todo de la entrevista con el psicólogo al que tuve la certeza de haber sosprendido favorablemente. Cuando más tarde y todavía eufórica se lo conté a mi hermana, ella me hizo ver lo difícil que sería conseguir ese trabajo: había una sola plaza y muchos candidatos. Pero yo le insistía diciéndole que yo solo necesitaba una plaza y que iba a ser para mí. Me habían dicho que en caso de pasar esa primera ronda me convocarían a una segunda prueba de conocimientos bancarios pero esa prueba nunca llegó. Cuatro días después me llamó el director del banco y me citó al día siguiente en su despacho, al terminar la entrevista me dijo que el puesto era mío y que si sabía todo lo que decía estupendo y que si no era así me enseñarían, que se arriesgaban. Salí a la calle Velázquez como en una nube todavía sin creerme que aquello me estuviera ocurriendo a mí y los únicos veinte duros que llevaba en el bolsillo se los di a un hombre que pedía a la puerta del Metro para que participara de mi alegría. Era un veinticinco de julio de 1977 y tenía veintiún años recién cumplidos.
Cambié mi habitación ajena en una casa de la zona de Azca con todas las comodidades por un piso en la avenida de la Albufera, frente al campo del Rayo Vallecano, cutre y frío, pero que fue un espacio querido porque fue mi primera casa propia. Solo tenia una habitación con una cama de matrimonio y en ella dormíamos ambas. El trabajo en el banco era estupendo, era como no trabajar: se pasaban las horas volando. El director, el interventor y el jefe de riesgos me adoptaron y me llevaban a comer con ellos y me reprendían cuando me apoyaba con los codos en la barra porque decían que eso no era de señoritas. En una de esas salidas a comer, y cuando estábamos en un diminuto comedor de un restaurante muy discreto de la calle Caballero de Gracia, me di cuenta de que justo a nuestro lado comía el padre de los Cansino con una mujer que supuse era la amante de la que hablaban sus hijos. Lo saludé y él se alegró de verme o al menos eso me dijo. Mis compañeros se metieron conmigo por que me había levantado como un resorte pero yo francamente no sabía cómo se actuaba en esas circunstancias y me acerqué a su mesa sin pensarlo. Con el paso de los días cada vez me sentía más atraída por el director, un tipo muy carismático de treinta y seis años, casado y con hijos. El interés era mutuo, aunque lo mío era solo un interés platónico, por eso cuando me propuso la posibilidad de encontrarnos fuera del trabajo y con discrección le dije que a eso no podía jugar, que en realidad yo le veía más como un padre que otra cosa y nunca insistió, ni cambió la relación que teníamos. Le agradecí su franqueza y que me lo hubiera planteado con tanta claridad. También intentaron convencerme de que ser secretaria sería una buena oportunidad para mí pero rehusé porque tampoco eso entraba en mis planes. Lo que más me interesaba era aprender todo lo que se hacía en esa oficina y me ofrecí voluntaria como correturnos, una ocupación que nadie quería porque cuando ya sabías abrir cuentas corrientes con soltura tenías que dejarlo y pasar a ocuparte de la cartera o aún peor de la caja, algo a lo que la mayoría le tenía pavor. Gracias a eso cuando al año siguiente abrieron una segunda oficina en Madrid me propusieron como interventora pero las altas esferas de Barcelona consideraron que para ese puesto era mejor un hombre y por primera vez en mi vida me enfrenté a un hecho que desconocía: se me discriminaba por ser mujer, cuestión que jamás se me había pasado por la cabeza. El cabreo no me duró mucho porque ese mismo año me matriculé en la Facultad de Económicas y cumplí uno de mis sueños más queridos: ser universitaria.
En los años setenta la universidad por la tarde era un mundo muy distinto al de las mañanas. Todos los que asistíamos a ese turno trabajábamos, había funcionarios, empleados de banca o de otros sectores y más de un ingeniero haciendo su segunda carrera. El bar no era el lugar de encuentro, de hecho no lo pisábamos nunca, asistíamos a las clases y no perdíamos el tiempo, como mucho entre clase y clase hacíamos unas risas. Recuerdo que casi siempre era de noche y que las aulas siempre estaban llenas de humo. Teníamos clase de cuatro de la tarde a nueve de la noche y tardaba una hora y media en volver desde Cantoblanco a mi casa de Vallecas.
Mi hermana, harta de no encontrar trabajo y animada por la presencia de un novio que acababa de echarse en Semana Santa decidió volverse a Benidorm. Por una parte me alegré porque ya no tendría que verme obligada a mentir sobre el precio del bolso que me acababa de comprar pero por otra esa soledad me empezó a pesar ya desde los primeros días. Viví más de un año sola entregada al trabajo y al estudio y sin tiempo para más. Poco antes de Navidad acepté la propuesta de una compañera del banco, Guadalupe, que quería salir de casa de sus padres y alquilamos un piso en la calle de la Luna y a solo unos minutos de la oficina donde trabajábamos. Esta nueva casa era un ático con una terraza enorme desde la que se veía el skyline de la Gran Via, era muy fría en invierno y muy calurosa en verano, pero por lo demás era perfecta y además tenía teléfono y portero físico y automático. Lo que para mí fue un cambio a mejor para mi compañera de piso fue todo lo contrario: dejó un piso inmenso en el paseo de la Castellana lleno de comodidades y de hermanas y se encontró en una casa donde tenía que ocuparse de la limpieza, de la comida y de la ropa, algo a lo que no estaba acostumbrada y con unos gastos que mermaban considerablemente un sueldo del que hasta ese momento había dispuesto por entero para sus caprichos. Cuatro meses después decidió desandar el camino y volvió a casa de sus padres y yo me encontré con una casa que podía pagar a duras penas. Eso sí tardaba diez minutos andando en ir a trabajar y como casualmente uno de mis compañeros de Facultad vivía justo al lado volvía en coche con él todos los días y ganaba un tiempo de oro. Además vivir en el centro de Madrid era maravilloso, ya desde el primer momento me sentí como en casa, la soledad en una ciudad se siente mucho menos si se vive en el centro, allí todos parecen recién llegados y la ciudad te acoge de otra manera, como si te estuviera esperando. Los más de doce años que viví en la calle de la Luna fueron una etapa definitoria y vivida con mucha intensidad. Por entonces tenía un novio que había conocido haciendo la mili en Madrid y que al terminar había vuelto a su ciudad, a Antequera, pero que cada tanto venía a verme. Era como tener novio a medias pero como estaba volcada en la Facultad y en el trabajo me resultaba muy útil, recuerdo que fue a él al primero que llamé cuando nos desalojaron de la Facultad la tarde del 23F y nos mandaron a casa, aunque ya para entonces sus visitas eran cada vez más espaciadas en el tiempo y la relación se estaba diluyendo.
En junio al terminar los exámenes de tercero de carrera al volver del trabajo por la Gran Vía me compré en un quiosco El País, como hacía a diario, y la Guía del Ocio. No podía saber que ese gesto tan trivial me cambiaría la vida. Cuando terminé de comer leí el periódico de punta a punta y después eché mano de esa revistilla que iba a ponerme al día de todas las películas que había que ver, de todos los montajes que no debía perderme y de todas las exposiciones que era obligatorio visitar. al llegar a la última página descubrí unos anuncios de contactos que leí con el mismo interés con el que leía las esquelas funerarias en El País. Siempre he sido de leer todo. Todos los textos eran previsibles y no decían mucho de quien los había escrito. Sin embargo uno de ellos llamó poderosamente mi atención. Decía así:



Si te gusta el blues, Visconti, los colores cálidos y divagar sobre casi todo, si eres universitaria (o parecido), carente de dogmas (o casi) y tienes una sonrisa bonita (o equivalente) te pido que me escribas porque me gustaría conocerte. Universitario, veintiseis años, alto, delgado, independiente.


No sé si lo que más me sedujo fue lo de los colores cálidos o esas acotaciones entre paréntesis pero tuve la certeza de que iba a escribirle. No recuerdo casi nada del contenido de esa carta, solo de que era muy entusiasta, como yo era o queria hacerme creer a mí misma que era entonces, y de que le decía que también era independiente aunque solo económicamente. Días más tarde me llamó por teléfono, me dijo que se llamaba S. y quedamos en mi casa. Lo prudente hubiera sido quedar en un café pero la conversación teléfonica había sido tan cálida, tenía una bonita voz, que le propuse venir a casa, quizás pensando que como en el fútbol siempre se juega con ventaja cuando se está en propio campo, fue probablemente la única ventaja que tuve en mucho tiempo porque ya desde que le abrí la puerta y vi esa figura alta, desgarbada y de gesto huidizo me sedujo. Era un tipo muy interesante con una biografía parecida a la mía: había empezado a trabajar a los trece años y no fue hasta los 21 cuando se sacó el graduado escolar. Estudiaba cuarto de Historia contemporánea y trabajaba de recepcionista en un hotel. Vivía solo en un semisótano que se había comprado en la calle Alberto Aguilera, a un paso de mi casa.
Hablamos durante horas y más tarde me llevó a conocer su casa. Era una casa preciosa, llena de detalles, parecía la casa de un artista, Tenía montones de elepés y de libros, un poster enorme de Lindsay Kemp y las paredes llenas de los cuadros que pintaba. Durante ese verano nos vimos a menudo pero siempre de vez en cuando, nunca dos días seguidos. Yo estaba entregada pero él mantenía las distancias. Mi dependencia del teléfono era brutal solo vivía para esperar sus llamadas, si me iba al cine dejaba el casete grabando con una cinta virgen y cuando volvía lo conectaba para ver si en mi ausencia había sonado el teléfono.
Al llegar el otoño me di cuenta de que no iba a ningún sitio con esa relación, volví a mi rutina de trabajo y Facultad, las citas se fueron espaciando y a veces pasaban más de diez días sin que ninguno llamara. Para contenerme apuntaba en una agenda las fechas de sus llamadas y de las mías y procuraba que estuvieran equilibradas. Si le tocaba a él yo no podía llamar. Y S. cada vez llamaba menos. En noviembre solo nos vimos una vez
En diciembre, aunque debería estar preparando los exámenes parciales me fui una tarde sola a los cines Alphaville a ver una película de Eric Rohmer. Empezaba a estar cansada de que mi vida fuera solo trabajo y Facultad. Era la sesión de las seis de la tarde y la película era La mujer del aviador. Cuando se hizo la luz en la sala al acabar la proyección me fijé en un joven alto y de ojos verdes que estaba sentado delante y que salía ensimismado de ver la película. Bajé por Martín de los Heros, él iba delante de mí, y se me ocurrió hacer lo que hacía la chica de la película: seguirlo. Subimos hasta Princesa y cruzamos la plaza de España en dirección a la Gran Vía mientras yo pensaba cómo abordarle. No tuve tiempo de pensar nada porque de pronto vi que iba a coger el metro y me acerqué a él y le hice la pregunta más tonta, le pregunté que si sabía qué hora era, me dijo que no, que no llevaba reloj, y entonces le dije que yo sí, y que eran las ocho y cuarto. Y que le había visto salir del cine. Nos fuimos de cañas y me habló de él. Era un tipo encantador y entrañable, dibujante y amante de los comics. Tenía veintitrés años y se llamaba A. Y empezamos a vernos muy a menudo. Ibamos a exposiciones, a conciertos, salíamos a comer o a cenar fuera, visitábamos librerías. En enero cuando terminaron las vacaciones de Navidad decidí dejar la Facultad. No puede decirse que tuviera muchos apoyos, todos pensaron que era un disparate dejar la carrera en cuarto curso: mi familia, mis compañeros de la Facultad, los del banco, mis profesores, pero yo lo tenía muy claro. Quería viajar, salir, empaparme de cosas que desconocía, dedicar mi tiempo a todas las cosas que me interesaban y que siempre había tenido que postergar por mi falta de tiempo. Quería vivir.
En primavera A. se vino a vivir conmigo y fue una etapa de mi vida muy grata, me sentía muy querida por A. y por su familia, y tenía tiempo y dinero para hacer todo lo que quisiera. Viajé a París, a Roma y Florencia, a Venecia, a Ibiza y a las Canarias en invierno en busca de sol. Disfrutaba por primera vez de mi casa, de mi terraza, me compré mi primer televisor y el diccionario de María Moliner. Escuchaba música en casa, leía libros de arte y hasta tenía tiempo para pintarme las uñas si me apetecía.

Dos años más tarde en el mes de agosto quedé a comer con S. y le dejé una carpeta con lo que había escrito el verano que nos conocimos. Al día siguiente me llamó para devolvérmela. Me pasé por su casa y como ya lo teníamos todo hablado del día anterior dedicamos el tiempo a cuestiones menos intelectuales. A la semana siguiente me iba de vacaciones y me dijo que le telefoneara a mi vuelta. No me dio tiempo a llamarle porque me llamó él antes y volvimos a vernos.
Empezó una época muy animada. Yo le presenté a Antonio y S. me presentó a sus amigos: Marisa, una pintora con la que tomaba clases, María, una ex medio parisina y Javier, un amigo de esta última y compañero de la Facultad. Salíamos todos juntos o quedábamos de a dos. Viajamos a Lisboa y a la vuelta le confesé a Antonio lo que sentía por S. Decidimos sin embargo seguir viviendo juntos. nuestra relación había sido siempre más afectiva que erótica y ninguno de los dos quería prescindir de ella.
La relación con S. estaba no obstante en el aire, teníamos encuentros a solas, pero no éramos oficialmente pareja. El no quería comprometerse más y yo pensé que en ese momento sí que me podía permitir esa cierta indefinición. Con el paso del tiempo, no obstante, la relación se fue estrechando, viajamos solos durante todo un mes con un interrail por Europa y llegamos hasta Estambul. Al verano siguiente nos fuimos en una furgoneta a pasar cuatro semanas a Marruecos pero S. de vez en cuando tenía algún escarceo que a mí me sacaba de quicio. Me hubiera gustado pagarle con la misma moneda pero por desgracia solo tenía ojos para él, aunque confieso que tonteé un poco con el guía en nuestro viaje a Marruecos.
Hasta que un día apareció el arquitecto. Que tuviera esa profesión fue estupendo porque a S la arquitectura siempre le había parecido una ocupación interesante (por esa mezcla de técnica y arte que, al menos en teoría, se les supone a los arquitectos). Mi “arquitecto” era de Barcelona, pero vivía temporalmente en Madrid, en un ático precioso en la calle de la Bola. Por entonces el sueño de S, que vivía en un piso interior, era tener una casa con mucha luz, y ya me ocupé yo de señalarle el ático de mi enamorado un día que paseábamos por el barrio de los Austrias.
La relación con el arquitecto era perfecta para mis fines: que S se tomaba una caña con su ex, pues el arquitecto me llevaba a cenar; que, más tarde, S y yo nos reconciliábamos y estábamos diez días seguidos sin despegarnos el uno del otro, pues el arquitecto siempre tenía algo que hacer y no me molestaba. Además era muy obsequioso y, providencialmente, siempre me mandaba flores el día en que S iba a mi casa, y no unas flores corrientes, qué va, era de gustos muy refinados. Siempre solía llamarme en el momento oportuno. Yo disfrutaba haciendo risas con él por teléfono mientras S disimulaba su enojo. El arquitecto viajaba mucho, pero casi siempre sus viajes coincidían con periodos en los que S y yo estábamos bien. Y se fue a vivir a Nueva York casualmente cuando mi relacion se estabilizó.
Años después le confesé a S lo mal que había llevado esos coqueteos.
Tampoco tú perdiste el tiempo”, me contestó. “Lo perdí a mi manera -le dije-, el arquitecto sólo existió en mi imaginación”. “ソY las flores?” “Las flores me las enviaba yo, me dejé una pasta en el Bourguignon de Alonso Martínez”. “ソY el ático del barrio de los Austrias?” “Ni idea de quién sería, pero me gustaba porque estaba lleno de plantas”. “ソY las llamadas telefónicas?” “Eso se lo encomendé al despertador automático de Telefónica. Eso sí, me dolía la oreja de tanto apretar el auricular para que no oyeras decir a la operadora: dieciocho horas cinco minutos veinte segundos, dieciocho horas cinco minutos cuarenta segundos...”
No sólo no se sintió molesto sino que le halagó que me hubiera tomado tanto trabajo.
Y la verdad es que no había perdido el tiempo porque al arquitecto me lo inventé, pero no así al ingeniero, ni al guía de A años luz con el que finalmente tuve una cita años después, ni mucho menos al médico que me presentó mi amigo Javier y con el que viví una preciosa historia durante los cuatro meses que duró su estancia en Madrid.
Durante esos años asistí a clases de expresión corporal y de teatro y allí conocí a gente muy interesante y algunas de mis mejores amigas salieron de ese grupo. Sin embargo el trabajo en el banco empezaba a hastiarme. Había cambiado de dueños y el nuevo equipo era un grupo de patanes que me sacaban de quicio. Ya llevaba once años y decidí cambiar de trabajo. Como no quería seguir haciendo un trabajo rutinario como el que hacía hasta entonces me matriculé de nuevo en la Facultad para acabar la carrera. Tenía treinta y dos años y me encontré una universidad muy cambiada. España había entrado en el Mercado Común y mi especialidad Estructura económica era ahora una de las más deseadas por aquellos que querían hacer carrera en Bruselas. Ninguno de mis compañeros trabajaba y pasé de ser una de las primeras a una del montón, pero me adapté con facilidad y me encantaba cuando los profesores me saludaban en los pasillos como si fuera uno de ellos.
En el mes de marzo, tres meses antes de acabar la carrera, ojeé las páginas salmón de El País y recorté tres anuncios. Quería empezar a hacer entrevistas, algo que no había hecho en los trece años anteriores.
El más interesante era de una consultoría de un banco. Buscaban un economista, con experiencia en Banca y en formación. Les conté que pretendía licenciarme tres meses después y les escribí medio folio diciéndoles que aunque no tenía experiencia en formación si tenía experiencia actoral y si había conseguido mantener la atención de un público esperaba que no se me resistieran un grupo de alumnos. Además les decía que como era una gran lectora tenía bastante fluidez verbal y escrita.
Me llamaron, me entrevistaron y en diez días estaba trabajando en las instalaciones de Banesto cerca de Arturo Soria. Entonces su presidente era Mario Conde y Banesto era la segunda empresa preferida por los universitarios después de Andersen Consulting.
El cambio fue brutal, de estar muy controlada en cuanto a horarios y tratamientos pasé a trabajar de una forma absolutamente distinta. Me costó Dios y ayuda llamar de tú al consejero delegado, era algo superior a mis fuerzas, al final me justifiqué diciéndole que en esas cosas era muy francesa y el hombre desistió de su empeño. Disfruté muchísimo impartiendo cursos a los directores de las oficinas de toda España y explicándoles la diferencia entre un swap y un contrato de futuros.
El cambio de trabajo no agradó a S. El seguía trabajando de recepcionista en el hotel, además daba clases de historia del traje en una escuela de diseño y hacía correcciones de estilo para una editorial, estas dos últimas ocupaciones solo por diversión. Nunca había pensado en dejar el hotel pero mi nueva deriva laboral en cierta medida era como si le obligara a dar el paso a él también. Fuera lo que fuese, ocho meses después concluyó veinticuatro años de trabajo en el sector de la hostelería y empezó a trabajar en una editorial del grupo Planeta.
Nuestra relación era cada vez más estrecha, ya hacía más de diez años que nos conocíamos y seguíamos sin saber lo que era el aburrimiento. Ninguno de los dos quería tener hijos y aunque seguíamos manteniendo las dos casas dormíamos todas las noches juntos.
En octubre empecé a leer las páginas de contactos de una revista literaria y me entraron deseos de poner un anuncio, me atraía la posibilidad de mantener correspondencia. Contraté un apartado de correos, redacté un anuncio del que solo recuerdo que decía que estaba interesada en la seducción intelectual y lo remití a la revista. Al día siguiente se lo conté a mi pareja, al principio se mostró sorprendido pero le tranquilicé diciéndole que le leería todas las cartas interesantes que recibiera.
A la semana de salir el anuncio fui al apartado y recogí más de una veintena de cartas. Una de ellas llamó poderosamente mi atención. La leí tantas veces que me la aprendí de memoria. Decía lo siguiente:

No he podido resistir la tentación. Siempre he deseado ser seducido, observar las maniobras que se despliegan frente a mí en ese asedio sutil e incruento que es la seducción, y premiar con mi rendición una estrategia acertada.
Te voy a contar algo de mí: soy sociólogo, 33 años, 175, delgado y con bastante aceptación. Trabajo en el Ministerio de Sanidad.
No te voy a dar muchas pistas acerca de las imágenes que me turban, es tu labor descubrirlas; pero si mi carta te despierta el instinto depredador, podrías empezar por contestarme describiéndote; doy por hecho que tienes las cualidades obvias, pero a mí me interesan las otras, las más oscuras. Por ejemplo, qué piensas cuando te vistes para una cita, al ajustarte las medias delante del espejo, al abotonarte la blusa, al pintarte los labios. ソPiensas en la mirada que te recorrerá, en lo que dejarás ver y en lo que ocultarás? No tengo demasiado urgencia por quedar contigo, prefiero esperar tu respuesta y que el deseo surja de las imágenes que crees.
Creo que debo decirte que tengo pareja desde hace tiempo. Confío en que no te importe, porque presumo y deseo que no sea ese el territorio de juego. De momento, por razones que comprenderás no puedo darte dirección o teléfono. Puedes escribirme a este apartado de correos.
Un beso,

Quería contestarle cuanto antes así que fui a mi caja de postales, elegí una reproducción de un cuadro de Nicolas de Staël y escribí en el dorso lo siguiente:

Esta no es la respuesta que esperas, lo sé. Te prometo una carta larga y sugerente.
Pero quería decirte, sin más dilaciones, que me ha encantado tu carta. Es, increíblemente, la carta que yo me hubiera escrito: el mismo tono, el mismo lenguaje, las mismas imágenes... También yo tengo pareja estable desde hace años, una excelente relación, por otra parte.
La referencia del apartado me parece perfecta, no necesitabas disculparte. Adoro las demoras.
Besos,

Por la noche mientras cenábamos en un restaurante le hablé a mi pareja de las cartas que había recibido y sobre todo de la que tanta impresión me había causado. No se me iba de la cabeza, procuraba contenerme para no resultar pesada ni parecer excesivamente interesada pero no podía disimularlo: esa carta había llegado en el momento preciso y no paraba de hacer conjeturas sobre el remitente.
Dos días después escribí la larga carta prometida y me dispuse a esperar su respuesta. Iba casi a diario a la oficina de correos y aunque siempre había alguna carta, de los rezagados que habían leído mi anuncio tarde, ninguna era la que yo esperaba.
En mi casa a menudo leía de nuevo la carta, y también mis respuestas, tenía copia porque siempre paso las cartas a limpio, preguntándome el porqué de su silencio. No lo podía entender, habían pasado casi dos semanas y seguía sin recibir noticias.
El fin de semana siguiente lo pasé en casa de mi pareja y como siempre hacía me preguntó si había recibido más cartas, si había recibido respuesta de aquel tipo tan interesante. Le dije que sí, que seguía recibiendo cartas de vez en cuando pero que la que yo esperaba nunca llegaba. Entonces se acercó a mí y me dijo que dejara de esperar, que nunca recibiría esa carta porque todo lo que tuviera que decirme prefería decírmelo de viva voz, la carta la había escrito él. No me lo podía creer, no me lo quería creer, pensaba que me estaba tomando el pelo y no me convencí hasta que sacó de su cartera un recibo del apartado de correos que había contratado para escribirme.
No suelo llorar con facilidad pero en ese momento sentí que algo se rompía dentro de mí y empecé a llorar con ganas, con ruido, mientras le recriminaba su actitud, nunca le podría perdonar que me hubiera desilusionado de esa forma. El intentaba consolarme diciéndome que lo viera de otra manera, diciéndome que no necesitaba seducirle, que le tenía ya seducido, pero yo seguía llorando y entre hipos levanté dos dedos de una mano y le dije que sí, pero que yo quería dos."
Al año siguiente acompañé a S. a Nueva York en un viaje de trabajo. Era el mes de diciembre y hacía muchísimo frío. Tenía treinta y siete años y fue durante ese viaje cuando empecé a barajar la posibilidad de tener un hijo.
Nunca habíamos contemplado la posibilidad de tener descendencia. Mejor dicho sí lo habíamos hablado y ninguno de los dos teníamos el más mínimo interés en perpetuarnos. No sé con certeza lo que me hizo cambiar de idea, quizás ver a mi sobrina Ruth con quince años me hizo envidiar por primera vez a mi hermana Pilar y darme cuenta de que eso que siempre había desechado podría hacerme más feliz. Tal vez fue la muerte de Juan Benet: recuerdo ver las fotos de los cuatro hijos acompañando a la joven viuda. Hasta entonces tener hijos se me había representado como algo secundario, apto solo para personas de poca imaginación. Cuando me cruzaba con una embarazada sentía lástima por ella porque tenía la impresión de que su embarazo seguro que era no deseado.
Convencer a S. no fue fácil pero al final claudicó diciéndome un piropo: "como todas las decisiones que te he visto tomar han sido siempre correctas, vamos a pensar que esta también lo es, aunque no esté en absoluto convencido". Eso sí una vez tomada la decisión se le hizo muy larga la espera. Deseaba que el embarazo se presentara cuanto antes y cada mes esperaba ansioso la noticia.
Muy poco a poco fui dejando mi casa de soltera de la calle de la Luna y me fui a vivir a la casa de S. en la calle Jardines. Tardé casi unos meses en trasladarme definitivamernte porque me daba miedo perder mi nido, así que seguí pagando el alquiler durante un tiempo aunque apenas pisara la casa.
En el trabajo las cosas iban solo regular, la intervención de Banesto por el Banco de España y la caída de Mario Conde supuso el cierre de todo un entramado de empresas creadas con dudosos fines. Una de ellas era la consultora en la que yo trabajaba. En seis meses pasamos de ser 300 empleados a una docena. A ninguno de mis cinco compañeros del área de formación se les renovó el contrato y me quedé sola, primero porque era la única con contrato indefinido y segundo porque tenía un proyecto en marcha y, más tarde, porque además estaba embarazada.
Eso sí, tenía la certeza de que a la vuelta de mi baja maternal mis días estaban contados en la empresa, pero curiosamente esta circunstancia no me hizo perder nunca el sueño porque siempre supe que saldría adelante. Me limité a hacer una lista de las personas a las que podía recurrir y pensé que mi prioridad era en ese momento mi embarazo y el tema del trabajo era secundario. Ya por entonces tenía medianamente claras mis prioridades: lo primero yo, lo segundo mi pareja y lo tercero mi hijo.
Por entonces, S. estaba haciendo un MBA-Executive en el Instituto de Empresa y decidimos casarnos el día 22 de diciembre, no porque fuera el día de la lotería sino porque justo ese día acababa el máster y podíamos disfrutar de nuestros quince días de permiso. La boda para ambos era un mero formalismo, ni trajes ni familia. Incluso pensamos ir a Pradillo en el autobús de la línea 9 pero convencí a S. de que la ocasión pedía taxi. Solo nos acompañaron los dos testigos: mi ex Antonio y su novia, y mi amiga Carmen. A la salida nos fuimos los cinco a comer a un restaurante del Barrio de Salamanca cuyo nombre no recuerdo. Por la tarde S. se fue a cerrar su máster y por la noche nos fuimos ambos a cenar a Paradis, un restaurante precioso cerca del Congreso.
El embarazo fue estupendo: ni vómitos, ni antojos, ni más molestias que las normales. Caminaba mucho: por El Retiro o de vuelta del trabajo cada día, desde la Prosperidad hasta el Centro. En abril, un mes antes de cumplir treinta y nueve años nació Eduardo. El parto fue bastante complicado, con forceps y tardé en recuperarme más de lo habitual. Creo que esa experiencia tan negativa me hizo olvidarme de tener a continuación un segundo hijo como en principio había previsto. Estaba encantada con mi bebé y ya no necesitaba más. Ya en el hospital en brazos de su padre mientras me daban interminables puntos de sutura y a pesar de estar recién nacido, levantaba la cabeza y me buscaba con los ojos. Era un niño muy tranquilo, siempre de buen humor, y muy grande (había pesado cuatro kilos y medio al nacer). Recuerdo como lo mecía con la cantata 149 de Bach moviendo el cochecito por todo el salón y como disfrutaba su padre teniéndole dormido sobre su pecho como una ranita. Como no pude darle el pecho por un problema dermatológico, S. y yo nos turnábamos con los biberones y yo podía dormir siete horas de un tirón por las noches. Cuando llevaba tres meses de baja maternal me llamaron de mi empresa para decirme que en el departamente de formación de Banesto necesitaban una persona para llevar la formación de riesgos, y que el director general, que me conocía por haber trabajado con él en mi último proyecto, quería que fuera yo. No me podía creer que eso me pasara a mí. En vez de despedirme me iba a trabajar a Banesto y con mejores condiciones de las que tenía en la consultora.
Como no teníamos a quien dejar a Eduardo en caso de ponerse enfermo descartamos la guardería y decidimos contratar a una mujer para que lo cuidara. No fue fácil encontrar la persona adecuada pero finalmente lo conseguimos y hoy dieciocho años después sigue con nosotros.
Todo lo relativo a la crianza fue muy positivo aunque reconozco que acabé harta de padres y de cumpleaños de niños. Esos padres no son tus amigos, son los padres de los amigos de tu hijo y hay que soportarlos en algunos casos. No suelen tener vida propia y se vuelcan en los hijos de una forma enfermiza que los hace poco interesantes. Y son muy competitivos. Si alguien ha asistido con su hijo a un partido de fútbol los sábados por la mañana sabrá de qué estoy hablando. Se lo toman como algo personal y visto desde fuera resulta lamentable.
Desde que nació Eduardo nos dimos cuenta de que vivir al lado de la Puerta del Sol no era una buena idea para criar un hijo. El piso de Jardines era una casa muy grande pero solo tenía un dormitorio, primero pensamos en hacer reforma pero luego desistimos y lo pusimos a la venta. Además las aceras de la calle Jardines eran tan estrechas que impedían el paso del cochecito y en el centro apenas había colegios y zonas verdes. Decidimos irnos a vivir a Arturo Soria. Elegimos esa zona porque allí estaban los servicios centrales de Banesto, y buscamos una casa que me permitiera ir andando a trabajar. Encontramos un piso estupendo justo al lado del metro, en una urbanización llena de niños y con unas zonas comunes espléndidas.
En esa época tuvimos dos muertes muy cercanas: el único hermano de S. murió con solo 32 años y dos años después murió su madre con 69 años. Fue un duro trance para él y para su padre. Poder compartir con él esas circunstancias nos unió aún más.
S. no solo fue un padre estupendo sino que desde un principio asumió que la crianza era algo de los dos. Recuerdo que el primer día que nos falló la chica por una gripe hablamos de tirar una moneda al aire para ver quien de los dos se quedaba en casa ese día y faltaba al trabajo. El se ofreció voluntariamente a quedarse en un gesto que le engrandeció.
Profesionalmente nos fue muy bien a ambos esos años. Mi trabajo en el departamento de formación era muy interesante y tenía un jefe que me asignaba siempre los proyectos más apetecibles. Teníamos una relación estupenda y cuando le dije que era la primera vez en mi vida que tenía un jefe más inteligente que yo le arranqué una carcajada. Cuando alguna vez me decía que había esperado más de mí, le contestaba parafraseando a Julian Barnes. Decía este escritor inglés que cada uno tiene la pareja que se merece y yo le decía que en el trabajo ocurre lo mismo: que cada jefe tiene el equipo que se merece.
También le contaba que Juan José Millás decía que a los jefes tontos les gusta rodearse de tontos, y que no era como podía pensarse porque tuvieran miedo a perder su silla, sino por algo mucho más simple: porque a los tontos les pasa lo que a todo el mundo: que les gusta estar con su gente.
S. recibió una oferta para dirigir el sello Aguilar del grupo Santillana, dejó Planeta y empezó a trabajar a solo diez minutos andando de nuestra casa. Esa cercanía nos posibilitaba el que ambos pudiéramos comer en casa y disfrutar ese tiempo juntos.
Uno de los libros que encargó por entonces era el de una bloguera que escribía regularmente en su web. S. me animó a leer ese y otros blogs y en quince días abrí mi propia página a la que puse el nombre de Chica con falda roja. Era totalmente anónimo y solo S. supo de su existencia durante años. Elaborar esa página me sirvió de vía de escape y disfruté escribiendo casi diariamente de todo lo que se me ocurría. Curiosamente, y aunque el grueso de los blogueros tenía entre diez y quince años menos que yo, los que más éxito tuvieron fueron aquellos en los que hablaba de mi experiencia en el pueblo.
Me hicieron una reseña en el diario El País y el número de mis lectores aumentó de manera exponencial. Y lo que era más importante disfrutaba cada vez más escribiendo.
Por entonces Banesto empezó a ofrecer la prejubilación a los empleados de más de 50 años y yo que me estaba acercando a esa edad me cambié a un departamente más anodino pero en el que era más probable poder acogerme a esa opción. Regalé mis libros del mundo de la empresa y empecé a recoger la mesa. Cinco meses después de cumplir 50 años abandoné mi vida laboral y como la protagonista de Lo que el viento se llevó me juré que nunca más volvería a trabajar por dinero.