martes, junio 28, 2016




Me engendraron el mismo año en que Rosa Parks fue encarcelada en el sur de Estados Unidos por no ceder su asiento en un autobús a una persona de raza blanca. Mis padres ya tenían una hija de dos años y aunque no tenían ninguna prisa en aumentar la familia, el embarazo fue bien recibido. 
Mi madre estaba de tres meses cuando nos llegó un recado a Buenasbodas anunciando que mi abuelo paterno, Luciano, que vivía en un pueblo a unos treinta kilómetros campo a través, acababa de fallecer. Mi padre andaba por los pueblos de la zona vendiendo sus telas y hubo que enviar a un pariente en bicicleta para que fuera a buscarlo de pueblo en pueblo para darle la noticia. Mi madre y uno de sus hermanos salieron a lomos de dos mulas y pasaron toda una noche de viaje por caminos de tierra y atravesando campos. Cruzaron un río que iba tan crecido que el agua casi alcanzaba la tripa de los animales, y sufrieron un percance que podría haber resultado fatal dado su embarazo: la mula en la que iba mi madre tropezó y la tiró al suelo. Por fortuna para mí, el azaroso viaje terminó bien. 

En el pueblo de mis abuelos las mujeres no iban al cementerio con el cortejo fúnebre, sólo los hombres, ellas se quedaban en casa del difunto.A mi madre le resultó muy chocante esta costumbre. Por la noche, a la hora de acostarse, a mis padres les prepararon la misma cama donde se había velado el cadáver. Y allí hubieron de dormir. Mi madre no se lo podía creer. Estaba aterrada y pasó la noche abrazada a mi padre. Para ella entonces la muerte era algo lejano. No sabía aún que en pocos años se iba a adueñar de su familia sin compasión. Al día siguiente volvieron a Buenasbodas sin decirles nada del embarazo a sus familiares. Mi madre dice que de esas cosas entonces no se hablaba, "no era como ahora". Tampoco se lo había dicho a su madre ni a sus hermanas.Tenían la certeza de que sería un niño lo que vendría y tras la muerte de mi abuelo decidieron que el bebé se llamaría Luciano. No pensaron nombres de niña porque no era necesario.
Llegó la primavera. En Montecarlo Grace Kelly se casaba con Rainiero de Mónaco. Mi madre cuidaba sus azucenas sembradas en un solar anexo a la casa. Esperaba con ansia ese momento en el que casi por sorpresa se abren todas de golpe y te fascinan con su belleza y olor. Pero el parto llegó antes de eso y mi madre dio a luz en casa, como era la costumbre, atendida por dos primas y por el médico del pueblo. El bebé era enorme y precioso. Pero era niña. Mi padre le preguntó a mi madre que qué nombre me ponía y mi madre que no estaba para nombres le dijo que lo dejaba en sus manos. A la mañana siguiente mi padre fue al pueblo de al lado a inscribirme. Le dio vueltas a lo del nombre durante todo el viaje en mula. Dudaba entre Carmen y Priscila, que era como se llamaban dos de sus hermanas, y finalmente se decidió por el primero, Carmen, ya que era más afín a ella que a Priscila.
Mi madre guardó cama dos o tres días porque mi abuela había sido muy dada a sufrir hemorragias tras los partos y recomendaba a sus hijas que reposaran y que no tuvieran prisa en levantarse. Lo primero que hizo al abandonar la cama fue ir a ver cómo estaban sus azucenas. No dio crédito a lo que se encontró. No había rastro de las flores: alguna desaprensiva las había cortado todas para hacerse un ramo y no había dejado ni una de muestra. Se indignó, pero volvió a entrar en la casa con una sonrisa porque si había algo que a mi madre le gustaba más que las flores eran los bebés. Y ahora tenía uno.




martes, junio 14, 2016




"Le sentaba muy bien la camisa cuando bailaba", dice mi madre al preguntarle qué la atrajo de mi padre. Pero creo que lo que despertó su interés fue ese aire que Pepe tiene en las fotos de venir de otro mundo. Mi padre muestra el aspecto despreocupado de quien se siente a gusto con su piel, sonríe a la cámara sin chulería pero con seguridad, no tiene ese gesto torvo de algunos campesinos, sino la mirada confiada del que espera lo mejor de la vida.
En la adolescencia, mi madre llevó muy mal que la hubieran sacado de la escuela de pequeña y la privaran de la posibilidad de instruirse y de demostrar que tenía capacidades por encima de las otras chicas de su edad. A la hora de emparejarse, se decidió por mi padre, que la ponía en contacto con gentes y sitios nuevos, y rechazó a un pretendiente que tenía en el pueblo. Los Colino eran más letrados, todos los hermanos escribían con una bonita letra, sabían mucho de cuentas y vestían unas gabardinas que recordaban a las de los artistas de cine. Además, al casarse con mi padre sus hijos no serían García, Martínez o Fernández, sino Colino, un apellido que no había en el pueblo y que debió resultarle atractivo.
El papel que le habían asignado a mi madre en su familia nunca le gustó. Para ellos era la "buena" de las hijas, la que más callaba, la que se adaptaba a todo, la más resignada, cuando en realidad le hubiera gustado ser la que destacase y la protagonista. Pero ese lugar no estaba vacante. El hecho de que mi padre no fuera bien aceptado por la familia de mi madre fue quizás su primer acto de rebeldía, una forma de quitarse de encima ese apelativo que sin embargo la acompañó durante toda su vida.
La familia de mi madre era más apegada a la tierra que los Colino. Aunque los Martínez también tenían pequeños negocios -un tejar y una posada- y eran emprendedores, todo lo que ganaban lo invertían en comprar tierras y casas. Quizá ese arraigo sedujo a mi padre. Los Colino habían perdido casi todo tras la guerra e intentaban recuperarse con mucho esfuerzo. Pagaron su condición de rojos con años de cárcel y con notables pérdidas económicas. El dinero republicano que llevaron al banco para su canje, una cantidad importante para la época, nunca les fue devuelto.
Setenta años después aún conservan el resguardo de esa entrega.