La familia a la que cuidé sus hijos cuando llegué a Madrid era muy conservadora en el tratamiento. Ellos me llamaban por mi nombre pero yo llamaba señora a la madre y me refería a su marido como el señor. Una mañana me levanté dispuesta a acabar con esa discriminación. Estaba tomando mi desayuno en el office cuando apareció la señora aún somnolienta y me dió los buenos días. Le contesté con un suave pero firme "Buenos días, Irene". La mujer me miró sorprendida y cerró y abrió los ojos de golpe como quién acaba de despertarse. Minutos después le pregunté si su marido había vuelto de viaje y ya quedó claro que a partir de ese momento algo había cambiado.
Años más tarde, al nacer mi hijo, tuve que contratar a una chica para que nos cuidara. Desde el primer día le pedí que nos tuteara y que nos llamara por nuestros nombres, pero tres días después me di cuenta de que no nos llamaba de forma alguna. Se lo hice notar y me contestó que no podía hacerlo, que para ella era una cuestión de respeto, que en Andalucía incluso a los padres se les llamaba de usted. Insistí haciéndole ver que para nosotros el respeto se traducía en que cuidara bien de nuestro hijo, sobre todo, en que fuera puntual y en que no nos matara de hambre. E iba a seguir cuando me di cuenta de mi error, así que le dije: "Llámanos como tú quieras, como te sientas más cómoda". Me miró con una sonrisa de oreja a oreja mientras musitaba un "Gracias, señora" apenas audible.
Tres semanas después abandonó el señora de forma natural y la que sonreí fui yo.