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viernes, enero 27, 2017
De
todas las historias que me han contado a lo largo de mi vida esta es,
probablemente, la que más me ha sobrecogido. Me la contó una
desconocida en un viaje en autobús de Madrid a Alicante. Por
entonces yo aún no había cumplido los treinta y ella no creo que
llegara a los cuarenta, pero lo que me narró lo había vivido con
treinta y cuatro años. No recuerdo cómo llegamos hasta ese punto,
empezamos a hablar al salir de Madrid y charlamos de tonterías hasta
que le pregunté si tenía pareja y me contestó que sí, desde hacía
bastantes años, y que había pasado por todas las etapas, me dijo.
Hemos vivido cosas muy curiosas me confesó, y yo la alenté a que me
contara alguna de ellas. La que ella quisiera pero con detalle.
Siempre me ha gustado que me cuenten historias, me gusta saber cómo
viven los demás sus vidas, de la misma forma que me gusta leer
libros de memorias. No la interrumpí en ningún momento, ni siquiera
cuando de pronto guardaba silencio y parecía que no iba a continuar,
volvía la vista hacia la ventanilla y se olvidaba de que yo estaba
allí y luego de repente continuaba.
Esto
fue lo que me contó.
"Llevábamos
juntos algo más de seis años y, aunque cada uno seguía viviendo en
su casa, nos veíamos casi a diario y yo me iba a su casa a dormir
muy a menudo. Ese verano habíamos viajado con el dos caballos por
Asturias y Galicia, yendo por la costa de pueblo en pueblo,
decidiendo cada día dónde dormir y sin destino aparente. Nuestra
relación seguía siendo muy sartreana, nosotros éramos los
necesarios pero a veces aparecía algún contingente. Al principio
los contingentes siempre habían sido femeninos, yo no tenía ningún
interés en vivir contingencias, pero en los últimos años tuve dos
breves historias que me hicieron ver, sobre todo la segunda, lo
atractivo que puede llegar a ser tener dos relaciones simultáneas.
En
octubre empecé a leer las páginas de contactos de una revista
literaria y me entraron deseos de poner un anuncio, me atraía la
posibilidad de mantener correspondencia con desconocidos. Contraté
un apartado de correos, redacté un anuncio del que solo recuerdo que
decía que estaba interesada en la seducción intelectual y lo remití
a la revista. Al día siguiente se lo conté a mi pareja, al
principio se mostró sorprendido pero le tranquilicé diciéndole que
le leería todas las cartas interesantes que recibiera.
A
la semana de salir el anuncio fui al apartado y recogí más de una
veintena de cartas. Una de ellas llamó poderosamente mi atención.
La leí tantas veces que me la aprendí de memoria. Decía lo
siguiente:
No
he podido resistir la tentación. Siempre he deseado ser seducido,
observar las maniobras que se despliegan frente a mí en ese asedio
sutil e incruento que es la seducción, y premiar con mi rendición
una estrategia acertada.
Te
voy a contar algo de mí: soy sociólogo, 33 años, 175, delgado y
con bastante aceptación. Trabajo en el Ministerio de Sanidad.
No
te voy a dar muchas pistas acerca de las imágenes que me turban, es
tu labor descubrirlas; pero si mi carta te despierta el instinto
depredador, podrías empezar por contestarme describiéndote; doy por
hecho que tienes las cualidades obvias, pero a mí me interesan las
otras, las más oscuras. Por ejemplo, qué piensas cuando te vistes
para una cita, al ajustarte las medias delante del espejo, al
abotonarte la blusa, al pintarte los labios. ¿Piensas
en la mirada que te recorrerá, en lo que dejarás ver y en lo que
ocultarás? No tengo demasiado urgencia por quedar contigo, prefiero
esperar tu respuesta y que el deseo surja de las imágenes que crees.
Creo
que debo decirte que tengo pareja desde hace tiempo. Confío en que
no te importe, porque presumo y deseo que no sea ese el territorio de
juego. De momento, por razones que comprenderás no puedo darte
dirección o teléfono. Puedes escribirme a este apartado de correos.
Un
beso,
Quería
contestarle cuanto antes así que fui a mi caja de postales, elegí
una reproducción de un cuadro de Nicolas de Staël y escribí en el
dorso lo siguiente:
Esta
no es la respuesta que esperas, lo sé. Te prometo una carta larga y
sugerente.
Pero
quería decirte, sin más dilaciones, que me ha encantado tu carta.
Es, increíblemente, la carta que yo me hubiera escrito: el mismo
tono, el mismo lenguaje, las mismas imágenes... También yo tengo
pareja estable desde hace años, una excelente relación, por otra
parte.
La
referencia del apartado me parece perfecta, no necesitabas
disculparte. Adoro las demoras.
Besos,
Por
la noche mientras cenábamos en un restaurante le hablé a mi pareja
de las cartas que había recibido y sobre todo de la que tanta
impresión me había causado. No se me iba de la cabeza, procuraba
contenerme para no resultar pesada ni parecer excesivamente
interesada pero no podía disimularlo: esa carta había llegado en el
momento preciso y no paraba de hacer conjeturas sobre el remitente.
Dos
días después escribí la larga carta prometida y me dispuse a
esperar su respuesta. Iba casi a diario a la oficina de correos y
aunque siempre había alguna carta, de los rezagados que habían
leído mi anuncio tarde, ninguna era la que yo esperaba.
En
mi casa a menudo leía de nuevo su carta, y también mis respuestas,
tenía copia porque siempre paso las cartas a limpio, preguntándome
el porqué de su silencio. No lo podía entender, habían pasado casi
dos semanas y seguía sin recibir noticias.
El
fin de semana siguiente lo pasé en casa de mi pareja y como siempre
hacía me preguntó si había recibido más cartas, si había
recibido respuesta de aquel tipo tan interesante. Le dije que sí que
seguía recibiendo cartas de vez en cuando pero que la que yo
esperaba nunca llegaba. Entonces se acercó a mí y me dijo que
dejara de esperar, que nunca recibiría esa carta porque todo lo que
tuviera que decirme prefería decírmelo de viva voz, la carta la
había escrito él. No me lo podía creer, no me lo quería creer,
pensaba que me estaba tomando el pelo y no me convencí hasta que
sacó de su cartera un recibo del apartado de correos que había
contratado para escribirme.
No
suelo llorar con facilidad pero en ese momento sentí que algo se
rompía dentro de mí y empecé a llorar con ganas, con ruido,
mientras le recriminaba su actitud, nunca le podría perdonar que me
hubiera desilusionado de esa forma. El intentaba consolarme
diciéndome que lo viera de otra manera, diciéndome que no
necesitaba seducirle, que le tenía ya seducido, pero yo seguía
llorando y entre hipos levanté dos dedos de una mano y le dije que
sí, pero que yo quería dos."
El
autobús había dejado Elda atrás y la desconocida se volvió hacia
mí: tenía los ojos brillantes y me sonreía. Los kilómetros
restantes los hicimos en silencio. En Alicante nos dijimos un tímido
adiós y me di cuenta de que no sabía ni siquiera su nombre. Me dije
que si alguna vez volvíamos a encontrarnos se lo preguntaría.
lunes, enero 16, 2017
A primeros de febrero mi hermana y yo aterrizamos en
Madrid. Nada más bajarnos del autobús dejamos las maletas en la
consigna de la estación y nos compramos el diario Ya. Había
salido el sol pero el frío que hacía me trajo a la memoria los
largos inviernos de Buenasbodas y me hizo añorar los cálidos
inviernos de Benidorm y, sobre todo, esa luz que cuarenta años
después aún sigo echando de menos. Las manos se me quedaban frías
y la chaqueta que llevaba, que para Benidorm era suficiente, se
quedaba corta para los rigores de Madrid. Nos sentamos en un banco
del paseo de la Florida y marcamos todos los anuncios de trabajo
doméstico en los que necesitaran una persona interna. Cada tanto
íbamos a una cabina telefónica cercana y llamábamos preguntando
por las condiciones de la oferta de trabajo y exponiendo las
nuestras: necesitábamos la tardes o las mañanas libres para seguir
estudiando. Esto último desconcertaba a la mayoría de las señoras:
la libranza era la tarde del jueves y del domingo, nos decían, y lo
que nosotros planteábamos no les cuadraba.
A mediodía empezamos a desesperarnos.
No era tan fácil conseguir un trabajo con tanta urgencia
y temimos gastarnos las doscientas pesetas que habíamos traído en
pagar una pensión para pasar la noche. Además, ya habíamos ido
varias veces del banco a la cabina y los hombres de un bar cercano
nos hacían señas y nos miraban, y a nosotras eso nos violentaba. De
repente me parecíó que no sólo esos hombres, sino todo el mundo
que pasaba por la calle nos miraba. Creí que
se notaba demasiado que no éramos de
Madrid, que éramos unas recién llegadas, unas extrañas vulnerables
y fuera de sitio. Un blanco fácil.Yo miraba a las chicas jóvenes
que pasaban por delante de nosotros y quería ser como ellas: quería
tener prisa, quería tener un sitio a donde ir, quería ser normal y
dejar de una vez ese banco frío que se había convertido en nuestra
primera residencia en Madrid. Lo que nunca se me pasó por la cabeza
fue renegar de haber emprendido ese viaje y mucho menos
responsabilizar a mi madre o a mi hermana por embarcarme en ello.
A primera hora de la tarde conseguimos
una cita y esa misma noche empezamos a trabajar. Nos cogieron a las
dos. Era un matrimonio con cuatro hijos varones. Vivían en un piso
enorme en la calle Diego de León a dos pasos de donde dos años antes
habían asesinado a Carrero Blanco. Era una casa muy tradicional: a
la señora se le llamaba señora, al señor de don. A
los cuatro hijos, de entre nueve y quince años, los llamábamos por
sus nombres de pila. Mi hermana y yo nos ocupábamos de la limpieza y
de los niños y la señora cocinaba para todos. Era una mujer seca y
antipática que nos anotaba detallada y minuciosamente las tareas
que teníamos que hacer al día siguiente, qué recipientes utilizar,
qué cantidad de limpiador echar y cuántas pasadas había que dar.
Era una relación casi exclusivamente epistolar, rara vez nos decía
algo de viva voz, todo se resolvía por escrito. Estaba más
interesada en las cuestiones domésticas que en sus cuatro hijos y
ellos mostraban cierto desapego hacia ella. A los pocos días ya nos habían puesto al tanto de que su padre tenía una amante,
cuestión que parecía no importarles en exceso. El trato con los
niños fue estupendo desde el principio y aún hoy en día recuerdo a
los Cansino con mucho cariño.
Sin embargo, vivir en una casa ajena
era lo que peor llevaba. Había pasado los dos últimos años en un
hotel y podría pensarse que estaba acostumbrada a vivir en sitios
ajenos, pero la vida en el hotel era como estar en familia, de hecho
así se llamaba a toda la gente que trabajaba allí: la familia,
y se hablaba del comedor de la familia y de las habitaciones
de la familia. Ahora todo era muy distinto. La única familia
aquí eran ellos seis. Nosotras éramos un apéndice útil pero
incómodo. Tenía la sensación de trabajar durante todo el día y
toda la noche, me sentía siempre expuesta, no tenía intimidad
alguna y estaba rodeada de objetos que me eran extraños: nada me
pertenecía, ni las sábanas en las que dormía ni el uniforme que
vestía, ni mucho menos el vaso que accidentalmente rompía. Cuando
años después he oído a alguien decir que lo peor de que se caiga
algo y se rompa es que luego hay que recoger los añicos, siempre me
he quedado con las ganas de decir que no, que lo peor es tener que
dar cuenta a alguien de que ese vaso se ha roto. Y soportar su
mirada.
De
todas las historias que me han contado a lo largo de mi vida esta es,
probablemente, la que más me ha sobrecogido. Me la contó una
desconocida en un viaje en autobús de Madrid a Alicante. Por
entonces yo aún no había cumplido los treinta y ella no creo que
llegara a los cuarenta, pero lo que me narró lo había vivido con
treinta y cuatro años. No recuerdo cómo llegamos hasta ese punto,
empezamos a hablar al salir de Madrid y charlamos de tonterías hasta
que le pregunté si tenía pareja y me contestó que sí, desde hacía
bastantes años, y que había pasado por todas las etapas, me dijo.
Hemos vivido cosas muy curiosas me confesó, y yo la alenté a que me
contara alguna de ellas. La que ella quisiera pero con detalle.
Siempre me ha gustado que me cuenten historias, me gusta saber cómo
viven los demás sus vidas, de la misma forma que me gusta leer
libros de memorias. No la interrumpí en ningún momento, ni siquiera
cuando de pronto guardaba silencio y parecía que no iba a continuar,
volvía la vista hacia la ventanilla y se olvidaba de que yo estaba
allí y luego de repente continuaba.
Esto
fue lo que me contó.
"Llevábamos
juntos algo más de seis años y, aunque cada uno seguía viviendo en
su casa, nos veíamos casi a diario y yo me iba a su casa a dormir
muy a menudo. Ese verano habíamos viajado con el dos caballos por
Asturias y Galicia, yendo por la costa de pueblo en pueblo,
decidiendo cada día dónde dormir y sin destino aparente. Nuestra
relación seguía siendo muy sartreana, nosotros éramos los
necesarios pero a veces aparecía algún contingente. Al principio
los contingentes siempre habían sido femeninos, yo no tenía ningún
interés en vivir contingencias, pero en los últimos años tuve dos
breves historias que me hicieron ver, sobre todo la segunda, lo
atractivo que puede llegar a ser tener dos relaciones simultáneas.
En
octubre empecé a leer las páginas de contactos de una revista
literaria y me entraron deseos de poner un anuncio, me atraía la
posibilidad de mantener correspondencia con desconocidos. Contraté
un apartado de correos, redacté un anuncio del que solo recuerdo que
decía que estaba interesada en la seducción intelectual y lo remití
a la revista. Al día siguiente se lo conté a mi pareja, al
principio se mostró sorprendido pero le tranquilicé diciéndole que
le leería todas las cartas interesantes que recibiera.
A
la semana de salir el anuncio fui al apartado y recogí más de una
veintena de cartas. Una de ellas llamó poderosamente mi atención.
La leí tantas veces que me la aprendí de memoria. Decía lo
siguiente:
No
he podido resistir la tentación. Siempre he deseado ser seducido,
observar las maniobras que se despliegan frente a mí en ese asedio
sutil e incruento que es la seducción, y premiar con mi rendición
una estrategia acertada.
Te
voy a contar algo de mí: soy sociólogo, 33 años, 175, delgado y
con bastante aceptación. Trabajo en el Ministerio de Sanidad.
No
te voy a dar muchas pistas acerca de las imágenes que me turban, es
tu labor descubrirlas; pero si mi carta te despierta el instinto
depredador, podrías empezar por contestarme describiéndote; doy por
hecho que tienes las cualidades obvias, pero a mí me interesan las
otras, las más oscuras. Por ejemplo, qué piensas cuando te vistes
para una cita, al ajustarte las medias delante del espejo, al
abotonarte la blusa, al pintarte los labios. ¿Piensas
en la mirada que te recorrerá, en lo que dejarás ver y en lo que
ocultarás? No tengo demasiado urgencia por quedar contigo, prefiero
esperar tu respuesta y que el deseo surja de las imágenes que crees.
Creo
que debo decirte que tengo pareja desde hace tiempo. Confío en que
no te importe, porque presumo y deseo que no sea ese el territorio de
juego. De momento, por razones que comprenderás no puedo darte
dirección o teléfono. Puedes escribirme a este apartado de correos.
Un
beso,
Quería
contestarle cuanto antes así que fui a mi caja de postales, elegí
una reproducción de un cuadro de Nicolas de Staël y escribí en el
dorso lo siguiente:
Esta
no es la respuesta que esperas, lo sé. Te prometo una carta larga y
sugerente.
Pero
quería decirte, sin más dilaciones, que me ha encantado tu carta.
Es, increíblemente, la carta que yo me hubiera escrito: el mismo
tono, el mismo lenguaje, las mismas imágenes... También yo tengo
pareja estable desde hace años, una excelente relación, por otra
parte.
La
referencia del apartado me parece perfecta, no necesitabas
disculparte. Adoro las demoras.
Besos,
Por
la noche mientras cenábamos en un restaurante le hablé a mi pareja
de las cartas que había recibido y sobre todo de la que tanta
impresión me había causado. No se me iba de la cabeza, procuraba
contenerme para no resultar pesada ni parecer excesivamente
interesada pero no podía disimularlo: esa carta había llegado en el
momento preciso y no paraba de hacer conjeturas sobre el remitente.
Dos
días después escribí la larga carta prometida y me dispuse a
esperar su respuesta. Iba casi a diario a la oficina de correos y
aunque siempre había alguna carta, de los rezagados que habían
leído mi anuncio tarde, ninguna era la que yo esperaba.
En
mi casa a menudo leía de nuevo su carta, y también mis respuestas,
tenía copia porque siempre paso las cartas a limpio, preguntándome
el porqué de su silencio. No lo podía entender, habían pasado casi
dos semanas y seguía sin recibir noticias.
El
fin de semana siguiente lo pasé en casa de mi pareja y como siempre
hacía me preguntó si había recibido más cartas, si había
recibido respuesta de aquel tipo tan interesante. Le dije que sí que
seguía recibiendo cartas de vez en cuando pero que la que yo
esperaba nunca llegaba. Entonces se acercó a mí y me dijo que
dejara de esperar, que nunca recibiría esa carta porque todo lo que
tuviera que decirme prefería decírmelo de viva voz, la carta la
había escrito él. No me lo podía creer, no me lo quería creer,
pensaba que me estaba tomando el pelo y no me convencí hasta que
sacó de su cartera un recibo del apartado de correos que había
contratado para escribirme.
No
suelo llorar con facilidad pero en ese momento sentí que algo se
rompía dentro de mí y empecé a llorar con ganas, con ruido,
mientras le recriminaba su actitud, nunca le podría perdonar que me
hubiera desilusionado de esa forma. El intentaba consolarme
diciéndome que lo viera de otra manera, diciéndome que no
necesitaba seducirle, que le tenía ya seducido, pero yo seguía
llorando y entre hipos levanté dos dedos de una mano y le dije que
sí, pero que yo quería dos."
El
autobús había dejado Elda atrás y la desconocida se volvió hacia
mí: tenía los ojos brillantes y me sonreía. Los kilómetros
restantes los hicimos en silencio. En Alicante nos dijimos un tímido
adiós y me di cuenta de que no sabía ni siquiera su nombre. Me dije
que si alguna vez volvíamos a encontrarnos se lo preguntaría.
A primeros de febrero mi hermana y yo aterrizamos en
Madrid. Nada más bajarnos del autobús dejamos las maletas en la
consigna de la estación y nos compramos el diario Ya. Había
salido el sol pero el frío que hacía me trajo a la memoria los
largos inviernos de Buenasbodas y me hizo añorar los cálidos
inviernos de Benidorm y, sobre todo, esa luz que cuarenta años
después aún sigo echando de menos. Las manos se me quedaban frías
y la chaqueta que llevaba, que para Benidorm era suficiente, se
quedaba corta para los rigores de Madrid. Nos sentamos en un banco
del paseo de la Florida y marcamos todos los anuncios de trabajo
doméstico en los que necesitaran una persona interna. Cada tanto
íbamos a una cabina telefónica cercana y llamábamos preguntando
por las condiciones de la oferta de trabajo y exponiendo las
nuestras: necesitábamos la tardes o las mañanas libres para seguir
estudiando. Esto último desconcertaba a la mayoría de las señoras:
la libranza era la tarde del jueves y del domingo, nos decían, y lo
que nosotros planteábamos no les cuadraba.
A mediodía empezamos a desesperarnos.
No era tan fácil conseguir un trabajo con tanta urgencia
y temimos gastarnos las doscientas pesetas que habíamos traído en
pagar una pensión para pasar la noche. Además, ya habíamos ido
varias veces del banco a la cabina y los hombres de un bar cercano
nos hacían señas y nos miraban, y a nosotras eso nos violentaba. De
repente me parecíó que no sólo esos hombres, sino todo el mundo
que pasaba por la calle nos miraba. Creí que
se notaba demasiado que no éramos de
Madrid, que éramos unas recién llegadas, unas extrañas vulnerables
y fuera de sitio. Un blanco fácil.Yo miraba a las chicas jóvenes
que pasaban por delante de nosotros y quería ser como ellas: quería
tener prisa, quería tener un sitio a donde ir, quería ser normal y
dejar de una vez ese banco frío que se había convertido en nuestra
primera residencia en Madrid. Lo que nunca se me pasó por la cabeza
fue renegar de haber emprendido ese viaje y mucho menos
responsabilizar a mi madre o a mi hermana por embarcarme en ello.
A primera hora de la tarde conseguimos
una cita y esa misma noche empezamos a trabajar. Nos cogieron a las
dos. Era un matrimonio con cuatro hijos varones. Vivían en un piso
enorme en la calle Diego de León a dos pasos de donde dos años antes
habían asesinado a Carrero Blanco. Era una casa muy tradicional: a
la señora se le llamaba señora, al señor de don. A
los cuatro hijos, de entre nueve y quince años, los llamábamos por
sus nombres de pila. Mi hermana y yo nos ocupábamos de la limpieza y
de los niños y la señora cocinaba para todos. Era una mujer seca y
antipática que nos anotaba detallada y minuciosamente las tareas
que teníamos que hacer al día siguiente, qué recipientes utilizar,
qué cantidad de limpiador echar y cuántas pasadas había que dar.
Era una relación casi exclusivamente epistolar, rara vez nos decía
algo de viva voz, todo se resolvía por escrito. Estaba más
interesada en las cuestiones domésticas que en sus cuatro hijos y
ellos mostraban cierto desapego hacia ella. A los pocos días ya nos habían puesto al tanto de que su padre tenía una amante,
cuestión que parecía no importarles en exceso. El trato con los
niños fue estupendo desde el principio y aún hoy en día recuerdo a
los Cansino con mucho cariño.
Sin embargo, vivir en una casa ajena
era lo que peor llevaba. Había pasado los dos últimos años en un
hotel y podría pensarse que estaba acostumbrada a vivir en sitios
ajenos, pero la vida en el hotel era como estar en familia, de hecho
así se llamaba a toda la gente que trabajaba allí: la familia,
y se hablaba del comedor de la familia y de las habitaciones
de la familia. Ahora todo era muy distinto. La única familia
aquí eran ellos seis. Nosotras éramos un apéndice útil pero
incómodo. Tenía la sensación de trabajar durante todo el día y
toda la noche, me sentía siempre expuesta, no tenía intimidad
alguna y estaba rodeada de objetos que me eran extraños: nada me
pertenecía, ni las sábanas en las que dormía ni el uniforme que
vestía, ni mucho menos el vaso que accidentalmente rompía. Cuando
años después he oído a alguien decir que lo peor de que se caiga
algo y se rompa es que luego hay que recoger los añicos, siempre me
he quedado con las ganas de decir que no, que lo peor es tener que
dar cuenta a alguien de que ese vaso se ha roto. Y soportar su
mirada.