sábado, febrero 25, 2017




La pelirroja

Hay algunas personas que son insustituibles. No estoy hablando de esas personas tan cercanas a mí que son como una prolongación: mi consorte o mi hijo, por ejemplo. Hablo de esas relaciones que parecen pequeñas mientras las vives pero que cuando te faltan dejan un vacío que nadie puede ocupar. A mí me ha pasado con Sonia.
Lo primero que tengo que decir de ella es que es muy guapa. Tiene unos ojos preciosos, una bonita figura y una viveza rara y poco común. Es muy lanzada y hay veces que parece que se va a comer el mundo, pero en otras es puro sentimiento y parece que el mundo se la va a comer a ella. Es ingenua, atrevida, cariñosa, divertida, alegre y, sobre todo, es muy gansa. Muy, muy gansa.
Después de dos años y medio o tres de su marcha me pregunto por qué la echo tanto de menos.
Quizás la extrañe porque nunca nadie me ha vuelto a decir "Te quiero tanto, amiga" como ella me lo decía tan a menudo, o porque desde que se fue ya no tengo amigas que tengan tatuajes discretos aquí o allá, ni mucho menos que se hayan tatuado el nombre de su abuela en el cuello.
Quizás la razón sea que echo de menos el color rojo de su pelo. Sonrío cuando recuerdo que un día alguien le preguntó que si el color era suyo, y ella le contestó que por supuesto. Y como el chaval se disculpara diciendo que él creía que todas las pelirrojas tenían pecas, mi amiga le soltó: "Tú no tienes mucho mundo, ¿eh?". Y luego se partía de risa contandómelo y apostillando que tampoco ella tenía mucho mundo, pero calle sí, calle tenía mucha.
Quizás no la he olvidado porque cuando se fue, primero a Ibiza y después a Miami, me dejó muchas cosas suyas: una camiseta gris con una cadenita en el cuello que yo nunca me hubiera comprado pero que me pongo siempre que tengo un taller; un abrigo de mezclilla beige y marrón que según mi consorte es el que mejor me queda de todos los que tengo; unas mallas negras que me sientan como un guante y un paraguas de estampado atigrado, que nunca uso porque no quiero perderlo, pero que está muy presente en el hall de mi casa junto a otros más anodinos.
O quizás porque desde que Trump es presidente temo que pueda tener problemas al estar sin papeles. Aunque es posible que lo resuelva pronto si consigue encontrar alguien con quien casarse por conveniencia, ella que siempre quiso casarse por amor.
Me gustaba pasear por el centro de Madrid con Sonia los días que hacía sol porque siempre llevaba una sombrilla para protegerse la cara e íbamos dando el cante allá por donde pasábamos.
Tampoco la he olvidado porque no he vuelto a encontrar a nadie que después de comer en mi casa se tumbe en uno de los sofás y se quede dormida la siesta. No necesitaba decirle que se pusiera cómoda, que se descalzara, ella y yo sabíamos que estaba en su casa. Al despertarnos bajábamos a la piscina y en la misma tarde se hacía amiga del socorrista brasileño, de dos gemelos de solo dos años y de una vecina ya mayor a la que desde el agua le decía que era muy guapa. Así se las gastaba ella.
Desde que se fue ya no tengo a quién preguntar si un chico es gay o no: cuando alguien tenía dudas yo le prometía consultarle a mi amiga Sonia que en eso era infalible. No falló ni una sola vez.
Con quien si falló a veces fue con sus novios, algo que a mí siempre me sorprendió y que dejaba en muy mal lugar al género masculino. Como no podía olvidar a uno de ellos pidió ayuda a una terapeuta quien le aconsejó comprar varios metros de cadena en una ferretería. Debía llevar la cadena en el bolso durante varios días y luego enterrarla en un lugar concreto siguiendo un ritual. Al novio no sé si lo olvidó pero el bolso casi se lo destroza por cargar con ese lastre.