lunes, febrero 28, 2005




Siempre me ha dado cierto repelús oír a las parejas con hijos llamarse uno al otro "mamá" o "papá". Nunca he sabido explicármelo pero jamás he llamado a mi marido de esa manera ni he consentido que él me lo llamara.
El otro día leí un reportaje sobre Marlene Dietrich. Aludían a su relación con el director Joseph von Sternberg, quien según parece la humillaba en público llamándole "mamá". Esa forma de dirigirse a ella indignaba a la diva ya que, según concluía el articulista, es la forma que tienen de llamarse las parejas que no tienen sexo.
Aunque no sólo le decía cosas como esas, porque se sabe que también le dijo en una ocasión: "Me he dado cuenta de que de frente recuerda usted un cuadro de Felicien Rops y, de espaldas, un Toulouse-Lautrec". Y ese tipo de comentarios no son de los que te hacen todos los días.




domingo, febrero 27, 2005




Me he quedado con la boca abierta. Después de años de relación acabo de enterarme de que para mi marido su ideal de mujer es que sea dulce, cariñosa y obediente. Y me lo dice justo antes de irse de viaje como esperando a que a la vuelta sea ese dechado de perfecciones el que se encuentre en la casa.
Lo de ser dulce lo tengo complicado, no creo que sea un adjetivo que me defina y salvo mi pasión por la repostería poco más puedo aportar, pero podría intentarlo y en último extremo impostarlo, total no creo que sea tan difícil. Lo de cariñosa lo cumplo con creces, tampoco es que llegue al empalago, pero sí suelo ser afectuosa con propios y extraños. Pero el verdadero hueso duro de roer es lo de conseguir ser, o parecer, obediente. Por más que me esfuerce no voy a lograr engañar a nadie (y menos a él), además soy una discutidora nata y no me veo ejecutando órdenes sin rechistar. Estoy pensando en plantearle una alternativa, que cambie lo de obediente por otro atributo que esté más a mi alcance y a él a su vez le resulte atractivo. Admito sugerencias.




viernes, febrero 25, 2005




Este verano bajé una mañana con mi hijo a darme un baño a la piscina. Es el punto de encuentro de nuestra casa y, mientras Eduardo jugaba en el agua con sus amigos, yo charlaba con las madres de esos niños. Las conozco de verlas a menudo por el jardín y tenemos una relación digamos de compromiso. Nos saludamos y cruzamos cuatro comentarios ociosos y poco más. Pero ese día una de ellas estaba más habladora de lo normal y nos contó que se quedó embarazada cuando preparaba oposiciones para juez y ante esa situación decidió abandonarlas. "Además -nos decía-, mi padre siempre dijo que jamás conseguiría aprobarlas. Bueno, ya sabéis, cómo son los padres", concluyó.
Estuve a punto de decirle que si me presento en casa de mis padres contándoles que he decidido hacerme astronauta, por ejemplo, lo único que ellos me dirían es si van a tener que ir a Houston a despedirme o con verme por la tele cumplen. Que lo vaya a lograr lo darían por descontado.
Pero no dije nada, sólo le pedí que me pasara el ¡HOLA! Ya tendría tiempo de leerme la prensa por la tarde.




jueves, febrero 24, 2005




Uno de los departamentos que más me han atraído siempre en las empresas en las que he trabajado ha sido el de selección de personal. Me gusta hablar con ellos, ver qué criterios aplican a la hora de tomar decisiones e incluso colarme en alguna entrevista para ver, oír y callar. Me encanta oírles hablar de perfiles, comparativa de candidatos, técnicas grupales y demás zarandajas. Pero lo que más me gusta es cuando se olvidan de todo eso y acaban confesando que todo es más simple de lo que parece: hay personas a las que contratarían para casi todo y otras a las que no contratarían para casi nada.
Algo parecido me ocurre con los críticos ya sean literarios, teatrales, de cine o de arte. Te hablan un poco de la biografía del criticado, de su obra anterior, se lucen haciendo análisis y contranálisis, ajustan cuentas pendientes o hacen interpretaciones peregrinas (en el gallo de Cien años de soledad algún crítico vio representado a todo el género humano hasta que García Márquez lo sacó de su error, es más, el escritor confesó que había estado a punto de cargárselo al final de la novela). Y yo siempre me digo lo mismo: vayamos al grano, dígame si a usted le ha merecido la pena y déjese de historias.




miércoles, febrero 23, 2005




Como nunca me han dolido prendas rectificar, después de oír vuestras reconvenciones al post del domingo decidí levantar el veto a Minghella y ayer alquilé en el videoclub Cold Mountain. No me gusta perderme nada que me pueda hacer disfrutar y confieso que siento verdadera debilidad por Nicole Kidman y que Renée Zellweger también despierta mis simpatías. Así que corrí un tupido velo, conecté el home cinema y me tumbé en el sofá con mi manta de Ikea dispuesta a dejarme seducir. Reconozco que no pude evitar un reflejo pavloviano: cada vez que la Kidman se sentaba frente al piano temía que Glenn Gould saliera de sus manos, pero afortunadamente aunque tocaba como los ángeles (me pregunto a qué pianista famoso tocó expoliar en esta ocasión), tuve suerte y ni las Variaciones Golberg, ni las suites inglesas o francesas se dejaron oír.
Eso sí, me temo que voy a tener que proscribir de nuevo a ese afamado director: la película me resultó hueca, mal contada y pretenciosa, y su director me sigue pareciendo un mediocre de cojones. Menos mal que siempre nos quedará Clint Eastwood y su Million Dollar Baby me está esperando en la oscuridad de una sala de cine. Me consta que es un auténtico regalo.




martes, febrero 22, 2005




Como os contaba ayer, en una ocasión tuve que buscarme una pensión para pasar la noche en Madrid. Empecé a mirar por los alrededores de la estación y encontré una en un segundo piso que no tenía mala pinta y que sobre todo no parecía muy cara. La patrona me dijo que sólo le quedaba una habitación con dos camas que solía alquilar a una chica, pero que dada la hora que era ya no contaba con ella. El cuarto estaba helado así que me metí en la cama a toda prisa. Eché una ojeada al periódico que me había servido para buscar trabajo, pero como entonces no estaba habituada a leer la prensa no me enteraba de mucho, así que opté por apagar la luz e intentar dormir.
Aún estaba despierta cuando se presentó la muchacha y se puso a discutir con la dueña por haberla dejado en la calle. Insistía en que esa era su habitación y además para una noche que conseguía un cliente no podía hacerle esa faena. La mujer le explicó que se había presentado una chica muy joven y le había dado reparo no alquilársela. Le sugirió que ocupara la cama libre, que suponía que a mí no me importaría, eso sí, sin el cliente. La chica tranquilizó a la dueña diciéndole que apenas iban a hacer ruido y que yo no me iba a enterar de nada. Yo no sólo me estaba enterando de todo sino que había empezado a temblar. Aunque acababa de cumplir diecinueve años aún no había pasado a mayores con ningún chico y me aterraba la posibilidad de compartir habitación con una pareja metida en faena, así que aguanté en tensión hasta que finalmente la patrona se impuso y la chica se fue con su acompañante en busca de otro alojamiento.
Esa noche soñé que una pareja ocupaba la cama de al lado, pero curiosamente, en vez de incomodarme, en el sueño me resultaba excitante.




lunes, febrero 21, 2005




Lo único bueno que tienen los trabajos precarios es que el día que te cansas los mandas a paseo sin más consideraciones. En mi época de camarera cambié cuatro veces de hotel en poco menos de tres años y cuando cuidaba críos, ya en Madrid, también tuve cuatro destinos en apenas dos años y medio. En los hoteles tendías a buscar un comedor con menos mesas a tu cargo y con los críos pasé de cuidar cuatro a ocuparme sólo de uno. El cansancio en este último trabajo no venía por soportar a los niños como podría pensarse. Con los críos siempre tuve unas relaciones muy estrechas y nos entendíamos de maravilla; por un lado, yo era casi tan infantil como los enanos a los que cuidaba y, por otro, estaba tan sola que volcaba mi afectividad en ellos, cosa que recibían con agrado. Aguantar a las madres sin embargo era más complicado, terminaban teniendo celos de tu relación con sus hijos y aunque al principio se mostraban encantadas al final les acababa incomodando y empezaban las tiranteces.
Uno de esos cambios lo hice aprovechando las fiestas de Navidad, me fui a pasarlas con mi familia y a la vuelta me busqué otra casa. Llegaba a primera hora a Madrid, dejaba la maleta en la consigna de la estación, me compraba el periódico y me sentaba en un banco a hacer la selección. Luego buscaba una cabina, concertaba las citas para por la tarde y por la noche ya solía estar instalada. El único inconveniente era que entre el banco y la cabina había un bar con una gran cristalera y en ocasiones los que estaban dentro tocaban con los nudillos el cristal y me chistaban, sorprendidos de que pasara tantas veces por delante de ellos. Procuraba no hacerles caso y seguir a lo mío. Cuando terminaba las llamadas me sentaba en el banco y me ponía a mirar a la gente que pasaba y a esperar a que llegara la tarde.
Sólo una vez me falló esta estrategia y me vi obligada a buscarme una pensión en el último momento, pero lo que me pasó esa noche ya os lo contaré mañana.




domingo, febrero 20, 2005




Una de las cosas que más me emocionan es que en un cine, un teatro, un anuncio en televisión o en una emisora de radio, suene de pronto una de mis piezas musicales más queridas. Esas que has oído decenas de veces, que puedes volver a escuchar sólo con darle a una tecla, pero que oídas así, de repente, las recibes como si se tratara de un regalo inesperado.
Aunque no siempre ocurre de esta forma. Una tarde sentada en un cine sentí todo lo contrario. La película era El paciente inglés y la escena era la siguiente: la protagonista encuentra un destartalado piano abandonado a la intemperie, en el jardín de un edificio que la guerra ha convertido en ruinas. Pues bien, la joven enfermera desliza sus manos por el piano y en la sala de cine se empieza a oír a Glenn Gould tocando las Variaciones Goldberg. Y no se contentan con la versión de 1955 que es inferior. Ni mucho menos. El señor Minghella elige la magnífica grabación de 1981, y pretende hacernos creer que de las torpes manos de Juliette Binoche (y de un piano abandonado que debe estar cuando menos desafinado) salen esas notas que sólo pudo arrancar Glenn Gould y esos tarareos con los que el genial pianista acompañaba sus actuaciones.
Siempre he dicho que no soy rencorosa pero que tengo buena memoria, así que prometí no volver a ver ninguna película ni del mentiroso director ni de la intensa francesita. Y lo he cumplido.




viernes, febrero 18, 2005




El estudiar la carrera mientras trabajas puede ser agotador por momentos, pero por otro lado tiene un montón de ventajas: te puedes comprar los libros que quieras sin límite, no te agobia el encontrar trabajo al terminar, puedes ir un taxi si pierdes el tren, no tienes que rendir cuentas a nadie de tus resultados, te puedes pagar una academia en verano sin que tengas cargo de conciencia y a la hora de festejarlo puedes hacerlo de forma más imaginativa. Porque, aunque no sea muy usual, ¿qué tiene de malo celebrar tu licenciatura invitando a tus amigos a un cocido en el mítico Lhardy? Sólo una cosa: que los camareros son unos plastas y no dejan de dar vueltas alrededor de la mesa con la botella de vino en la mano.




jueves, febrero 17, 2005




El otro día entré en Google para asegurarme de que La soledad de las parejas era el título de un libro de relatos de Dorothy Parker. No me fiaba de mi memoria y quería ser precisa comentandóselo a la petite. Cotilleando sobre las andanzas de esta escritora norteamericana me encontré con esta frase: "A un hombre sólo le pido tres cosas: que sea guapo, implacable y estúpido".
Al principio lo tomé por una boutade más de esta ácida autora, pero a medida que pasan los días empiezo a tener dudas, y no hago más que darle vueltas al asunto. ¿Y si lo decía en serio?




miércoles, febrero 16, 2005




Una mañana tomé un taxi para acudir a una reunión de trabajo en el Centro. Bordeamos el Club de Tenis Chamartín para acceder a la M-30 y un poco antes de incorporarnos el taxista se disculpó por detener un momento el vehículo. Bajó a toda prisa y regresó sonriendo con dos pelotas amarillas en la mano. Me comentó que siempre que pasaba por allí solía parar y que muy a menudo encontraba alguna pelota de las que los jugadores lanzaban con excesivo ímpetu. Las recogía para llevárselas a su nieto de cuatro años que vivía en Alcorcón y al que le encantaba verle aparecer con ellas en la mano. Yo le sonreí, pero pensé que hay que ver las tonterías que se pueden llegar a hacer cuando se es abuelo.
El domingo mi hijo tuvo un rifirrafe con un colega con el que jugaba al pádel, y su contrincante lo resolvió tirándole todas sus pelotas al edificio de enfrente. Vino desolado a casa e intenté consolarlo diciéndole que le compraría otro paquete de tres, pero no se le pasaba el disgusto. Como la casa que nos linda es un edificio de oficinas no teníamos la posibilidad de ir a buscarlas, no obstante le prometí que al día siguiente intentaría hacer una gestión sobre el asunto. Y allí estaba el lunes antes de irme a trabajar, dispuesta a seducir al guarda jurado del edificio inteligente para que me dejara entrar al jardín y recuperar las susodichas pelotas. Salí contentísima con cinco de ellas en el bolso y en ningún momento pensé que estaba haciendo el tonto. Faltaría más.




martes, febrero 15, 2005




Cuando me llamaron para que fuera a mi primera entrevista de trabajo seria, me di cuenta de que no tenía nada apropiado que ponerme. Mi ropa era demasiado informal para quedar bien delante de un directivo bancario, así que aproveché que la madre de los críos que cuidaba estaba en la playa con su madre para tomarle prestado uno de sus modelos. Era un vestido de color crudo sencillísimo pero muy elegante. Para redondear el conjunto le cogí un bolso de piel clara con una cadenita, que siempre me había gustado porque era casí idéntico a uno que lucía Carole Bouquet en Ese oscuro objeto de deseo.
La entrevista me salió bien y pasé a la siguiente ronda: acudir a un gabinete de psicólogos para hacerme unas pruebas psicotécnicas a la semana siguiente. Para ir a esta cita me puse mis vaqueros y una camisa ancha por encima y cuando me pidieron permiso para hacerme una foto tampoco me preocupé, total sólo se me iba a ver la cara.
Volvieron a llamarme para una tercera y definitiva entrevista y de nuevo me vi obligada a saquear el armario de mi jefa. Elegí para esta ocasión un vestido de lino de color mostaza, recto y por encima de la rodilla y el mismo bolso que el primer día. El tipo que me iba a entrevistar no era el de la vez anterior sino el que se supone que sería mi jefe en caso de ser contratada. Me senté muy formalita y él empezó a pasar unos expedientes, en cuya primera página había pegada una foto de cuerpo entero del candidato. Después de darles una vuelta se disculpó por no tener el mío a mano, llamó a la secretaria y mientras ésta acudía volvió a repasar las carpetas una a una. Al llegar a la tercera le señalé a una chica de gesto indolente, con los dedos pulgares metidos en los bolsillos del pantalón y una pierna recogida y apoyada en la pared y le dije que esa era yo. Miró de nuevo la foto y me miró a mí pero no hizo ningún comentario.
Meses después estábamos locos el uno por el otro pero esa es otra historia.




lunes, febrero 14, 2005




En mi viaje a Lisboa lo que más me llamó la atención fueron las ventanas de las casas. Las había de todos los tamaños y formas y no me cansaba de mirarlas. Lamentaba que llegara la noche porque con la oscuridad se acababan los paseos y la búsqueda de ventanas nuevas. Una noche sin embargo no me acordé de ellas, algo pasó que me emocionó aún más que su contemplación.
Nuestra anfitriona, una pintora que residía temporalmente en esa ciudad, quería que disfrutáramos en directo del mundo de los fados. Los locales para turistas no servían porque todo era demasiado previsible y deslavazado, así que nos llevó a un barezucho donde a veces se tenía el raro privilegio de disfrutarlos, aunque no podía prometernos nada. Nos tomamos varias copas de un licor exquisito y nos sentamos en una mesa con un banco corrido junto a un tipo que tenía una guitarra quien nos adelantó que la dueña estaba esa noche de mal humor y no creía que quisiera cantar. El local se fue llenando de gente, la mujer salió de detrás de la barra malhumorada -yo pensé que nos iba a echar-, pero se limitó a atrancar la puerta del local. Ese gesto pareció aplacarla y al minuto siguiente se sentó al lado del guitarrista y se puso a tararear una canción, pero no parecía ser su noche y llamó a su hija para que la relevara. La joven se sentó con parsimonia y cuando abrió la boca todos nos quedamos clavados en el asiento. El lamento nos llegaba a las entrañas y yo tuve que hacer grandes esfuerzos para contener las lágrimas, hasta que no pude más y empezaron a deslizarse por mis mejillas. Mi chico me cogió la mano y la chica me sonrió al finalizar la canción e hizo un gesto volviéndose hacia mí como ofreciéndome los aplausos que recibía.




domingo, febrero 13, 2005




Hace unos días, mientras escribía un post sobre mis idas y venidas al instituto de Talavera, me vino a la memoria una frase de Simone de Beauvoir. Decía esta dama del turbante que "las personas felices no tienen historia". Y no sé por qué, pero sentí que me recorría un escalofrío.




viernes, febrero 11, 2005




Nuestra relación estuvo pendiente de un hilo desde que le conocí, pero a pesar de ello nunca quise tirar la toalla. Me empeñé en sacarla adelante con la obstinación de una cría de pocos años y la confianza absurda de aquellos a los que la vida no les ha regalado nada y creen que todo hay que intentarlo. Esa tarde me moría de ganas de verlo, de tocarlo. Cada vez que pasaba por delante del teléfono le miraba inquisitiva como animándole a sorprenderme, pero el aparato, un modelo góndola de color rojo, no salía de su mutismo. La otra alternativa me estaba vedada: yo no podía llamarle por teléfono. Tenía una agenda que me lo impedía. En ella apuntaba todos los contactos: TE significaba que él me había llamado y TY que era yo la que había tomado la iniciativa. Las dos últimas anotaciones eran dos TY así que sólo me quedaba esperar, y volver a repasar las fechas para convencerme de que doce días sin noticias de él no era para desesperarse.
Me dije que podía ir al cine a distraerme un rato, echaban una película sobre un cuento de García Márquez en los cines de al lado de mi casa que no tenía mala pinta, pero luego pensé que quizás fuera esa tarde cuando él decidiera llamarme. De pronto se me hizo la luz. Bajé un viejo radiocasete del altillo, le puse una cinta virgen de noventa minutos, apreté el botón de grabar y me fui corriendo al cine. La película era bastante decente y consiguió distraerme, no recuerdo su título pero siempre que la evoco la asocio no sé por qué razón con el cuadro de Ofelia.
De vuelta en casa rebobiné el casete y me dispuse a escucharlo mientras me tomaba un café en la terraza. Sólo se oía el sonido del aparato. Como a la mitad de la cinta sentí ruidos como de papeles volando y al asomarme por la ventana vi que parte de mis apuntes de Estructura estaban debajo de la mesa. Cuando ya había perdido todas las esperanzas sonaron los timbrazos del teléfono y me levanté a darle al stop contenta y apesadumbrada a la vez. Pero para mí sorpresa el teléfono siguió sonando y sin podérmelo creer me lancé sobre él. Y una voz querida y deseada me pidió que le invitara a mi terraza a tomar un café, que hacía una noche espléndida para eso, me dijo.
No volveríamos a tener una cita como ésa hasta dos años después, pero eso afortunadamente yo no lo sabía esa noche y pude disfrutar cada minuto como si me fuera la vida en ello.




miércoles, febrero 09, 2005




El año pasado mi blog no se tomó vacaciones en verano. Nadie supo decirme cuantos días me correspondían, si podía elegir agosto, un mes muy goloso, o si había turnos como en las farmacias para no dejar esto desatendido. Así que me dejé mis buenos euros en los cíber de los hoteles donde me alojé, colgando posts previamente escritos, porque no me parecía de recibo salir corriendo sin más. A mi regreso me di cuenta de que aquí el personal hacía lo que le daba la gana, unos avisaban de que cerraban el quiosco por unos días pero la mayoría dejaba de escribir y punto.
Cuando ya creía saber cómo se gestiona aquí el asunto de las ausencias voy al blog de pablo y me encuentro con que ha entrado en estado de letargo. A ver, que alguien me explique qué es eso. Dándole vueltas he llegado a la conclusión de que será como una especie de excedencia, pero desconozco si hay que llevar un tiempo mínimo posteando para poder disfrutar de ese privilegio. Lo más probable es que sea una argucia de pab para no dar palo al agua, cosa que no me sorprendería porque, aunque sea casi una recién llegada, no se me escapa que aquí lo que hay es mucho descontrol y mucha vagancia. No quiero ser pesada, pero o nos disciplinamos un poco o esto se nos va de las manos. Y luego no me digáis que no avisé.




martes, febrero 08, 2005




Cuando me instalé en el ático a espaldas de la Gran Vía, ellos ya vivían enfrente. Era una pareja muy joven y ocupaban un apartamento abuhardillado cuya ventana daba sobre mi terraza. Sólo nos separaban los escasos metros de una calle muy estrecha y cruzamos cientos de veces nuestras miradas aunque jamás nos dirigiéramos la palabra. Sé que se dieron cuenta de los saltos que daba al sonar el teléfono y que acabaron sabiendo que si al colgar ponía en el tocadiscos el "Para ti que sólo tienes quince años cumplidos..." y salía bailando a la terraza es que tenía cita a la vista y estaba contenta. Supongo que se sorprendieron cuando un día vieron que ya no vivía sola y que el recién llegado había venido acompañado de un gato siamés, idéntico al que ellos tenían. La chica creo que estuvo de acuerdo con mi elección sobre todo cuando coincidimos en el mercado y vio que era mi chico, y no yo, el que hacía los pedidos a los tenderos.
A veces les oía discutir y otras amarse, a pesar de que subían tanto el volumen de la música que parecía que Bob Marley estuviera cantando para todo el barrio. Al anochecer el chico se asomaba a la ventana para llamar a su gato y a mí, que estaba apoyada sobre la barandilla de la terraza, me daban ganas de decirle que no se le veía por ningún lado o, por el contrario, que estaba tumbado a escasos metros, pero nunca nadie dio el primer paso. Una tarde apareció una cría en la ventana, tendría cinco o seis años, y en cuanto me vio me preguntó cómo me llamaba. Se lo dije y ella me dijo su nombre. Me preguntó que con quién vivía y le contesté que con un amigo y ella me contó que estaba de visita en casa de su tía y de su novio Luis. Luego me preguntó cómo se llamaba mi gato y si comía rosquillas. Y mientras hablaba con ella me lamentaba de haber perdido en el camino ese desparpajo para relacionarse que tienen los críos y que nos ahorrarían unas cuantas soledades.




lunes, febrero 07, 2005




Cuando mi amiga Isabel empezó a trabajar como ginecóloga me contaba que la mayoría de las mujeres confesaban tener una frecuencia en sus relaciones sexuales de dos o tres veces por semana. Me decía que había pensado eliminar esa pregunta al hacer la historia de sus pacientes porque estaba segura de que no eran sinceras. Yo, con veinticuatro años y novio recién estrenado, tampoco tenía ninguna duda de que mentían como bellacas, supuse que era por vergüenza, o por pudor, por lo que rebajaban esa cifra, para que no las tomaran por unas viciosas, quizá.
Han pasado unos cuantos años y sigo pensando que esos números no se ajustan a la realidad. La única diferencia es que lo que hace años me parecía mentira por escaso ahora me parece increíble por excesivo.




domingo, febrero 06, 2005




Se sorprende mi querida vireta de que cite al Gran Hermano. Hombre, por favor, de dónde cree que me viene ese fino conocimiento del género humano del que suelo hacer gala. No proviene, como podría pensarse, de mi lectura de novelas decimonónicas, para nada, ha sido ese programa el que me ha abierto los ojos. A mí me ha servido de mucho, la verdad. Por ejemplo, en la primera edición me enteré de que algunas chicas lo que buscan al emparejarse es alguien que las proteja. No me lo podía creer, que las protejan de qué me preguntaba, pues todavía no sé de que será pero ahora que estoy atenta ya lo he oído en otros foros y lo he leído en alguna revista del corazón. O sea que algo de cierto hay en eso.
A mí no es que me parezca mal que busquen protección, pero me pongo en el lugar de los chicos y menuda responsabilidad. Luego se quejan algunas de que los hombres no quieran comprometerse, yo los entiendo perfectamente, en su caso haría lo mismo, bastante tenemos con protegernos a nosotros mismos, a veces hasta de nosotros mismos, como para encima tener que cargar con la protección de otro. Quita, quita...
Y si dejé de ser seguidora de ese programa no fue porque me acabara cansando del formato sino por problemas de casting. Ya desde el principio lamenté que los concursantes fueran tan planos, gente sin sustancia y con tan pocas cosas que decir, pero lo peor estaba por llegar y al final terminaron con mi adicción. Lo he intentado con el formato VIP pero, como mi cultura televisiva es nula, me resultan tan desconocidos como los otros concursantes y no me entero del porqué de sus enfrentamientos. Eso sí, mañana montan un Gran Hermano de blogueros y vuelvo a sentarme de inmediato frente al televisor. Aunque ahora que lo pienso seguro que me dejaría la piel por ser una de las concursantes, que por algo me reprochan los que me quieren eso de que siempre tengo que ser el perejil de todas las salsas.




viernes, febrero 04, 2005




No sé si os habréis dado cuenta, pero estos días, como casi todos los madrileños, estoy un poco nerviosa. Han venido unos señores extranjeros a examinarnos para ver si somos merecedores de ser capital olímpica en el 2012 y estamos un poco abrumados con tanta responsabilidad. Nos ha dicho el alcalde que nos comportemos con naturalidad, que mostrándonos como somos vamos a resultar más atractivos que si se nos nota algo tensos. ¡Qué cachondo! Me ha recordado a los padres de los concursantes del Gran Hermano cuando recomiendan a sus hijos que sean ellos mismos. ¡Cómo si eso fuera lo más fácil del mundo!
A mí lo que más me preocupa es que estos señores del COI lean la prensa local. Se pueden encontrar con una noticia que no nos dejaría en muy buen lugar. Resulta que nuestras autoridades municipales han decidido suspender este año el concurso de carrozas del carnaval. La razón no es presupuestaria, que va, sino de mucho más peso: siempre ganaban los mismos. Y para más inri esa comparsa no era de Madrid sino de un pueblo de Ciudad Real, y claro no es plan que vengan unos de fuera a dejarnos en ridículo año tras año. Así que se suprime el premio y a otra cosa.
Me da repelús pensar que alguno de los miembros de la Comisión de Evaluación tenga dos dedos de frente, porque como sea así estamos perdidos. No hay que ser ninguna lumbrera para darse cuenta de que nuestros próceres municipales son un peligro público y muy capaces de suspender todas unas olimpiadas, a mitad de competición, por la sencilla razón de que los españoles no están ganando apenas medallas. Con el trabajo que les habría costado organizar los actos, para que luego vengan unos cuantos extranjeros a llevarse los laureles. Nada, nada, seguro que piensan que lo mejor es cerrar el quiosco y mandar a cada uno a su casa que es donde se está más a gusto.




jueves, febrero 03, 2005




Los exámenes en el instituto de Talavera solían durar dos días y eso me obligaba a pasar una noche fuera del pueblo. Una sobrina de mi padre era la encargada de acogerme. A mí siempre me pareció muy fina, sus hijas iban a un colegio de monjas con su uniforme y todo y desayunaban galletas con mermelada. Supongo que a la buena mujer no le hacían ninguna ilusión esas visitas anuales, pero tampoco podía hacer nada por evitarlas.
Siempre se mostró correcta, aunque a veces no podía reprimirse y se le escapaba algún comentario malintencionado sobre los productos de la tierra que siempre le llevaba. Que si los melocotones estaban un poco verdes, que si el aceite de oliva era demasiado fuerte o que si el queso estaba soso. A mí eso tanto me daba, la verdad, pero su comentario de una noche si me molestó.
"Supongo que ya te conocerán", me dijo durante la cena. Le contesté que sí, que con muchos de los que se examinaban llevaba años coincidiendo, y cuando iba a seguir dando más detalles me cortó diciendo: "No, si yo lo decía porque como siempre vienes con la misma ropa".




miércoles, febrero 02, 2005




Nunca lo he podido evitar. Allá donde vaya, ya sea un hotel, la Jefatura Provincial de Tráfico, una peluquería o una tienda de chuches, si me dejaran les organizaba la vida. Siempre se me ocurre alguna cosa para mejorar el servicio, aprovechar mejor el espacio o exponer sus productos de forma más vistosa.
Así que entendereis lo mal que lo paso en este mundo blogueril donde todo está manga por hombro y no hay procedimientos para casi nada. Esto parece la ley de la selva y nos encontramos, por ejemplo, con que a nadie se le ha ocurrido nunca pensar en los sufridos comentaristas. Eso que, no olvidemos, "todos somos comentaristas". En este mundo cibernético el que comenta es un marginado y si no decidme: ¿existe un borjamari para comentaristas?, ¿o un Top500 para los comentaristas que más aportan?, ¿se ocupa el Ciberpaís de ellos? Nada de nada, este colectivo siempre ha sido ninguneado y nadie que yo sepa se ha preocupado por él.
Se me ocurren varias iniciativas pero, para empezar, propongo que se instituya el Día Mundial del Comentarista de Blogs (y no creo que sea tan descabellado cuando algunos están reclamando el Día Mundial del Excusado). En esa jornada anual, los blogueros deberían callarse y ceder el protagonismo a esas personas que gracias a sus desinteresadas aportaciones mantienen vivo este género: nos emocionan con sólo unas líneas, nos ilustran con sus reflexiones, nos dejan con la boca abierta por su agudeza y hasta, en más de una ocasión, consiguen que los posts sean una simpleza al lado de sus brillantes elucubraciones. Estoy segura de que tienen ideas originales que contarnos y pueden asumir otro papel que no sea el de seguir el juego al bloguero de turno.




martes, febrero 01, 2005




La semana pasada acompañé a mis padres a una consulta médica. Al despedirme de ellos empecé a caminar y, aunque estaba en la zona oeste, pensé que como no tenía prisa podía permitirme el lujo de cruzar Madrid a pie y en poco más de una hora estar en mi casa. En un semáforo pasé por delante de un músico que tocaba con su acordeón una canción de esas que llaman "éxitos de siempre". Me encanta la música de ese instrumento porque me recuerda a mi niñez, así que disfruté oyendo esa melodía y lamentando que a medida que caminaba el sonido se fuera diluyendo entre los ruidos del tráfico. De pronto me di cuenta de que ocurría todo lo contrario, cuanto más me alejaba más nítida se oía la música. Me quedé desconcertada con el descubrimiento, pero cincuenta metros más adelante encontré la respuesta: otro acordeonista interpretaba la misma canción, aunque quizá con algo menos ímpetu.
Lástima que las iniciativas municipales sean siempre las mismas: obras y más obras, porque sería delicioso poder subir el paseo de la Castellana o la calle de Arturo Soria escuchando la misma sintonía, en una especie de carrera de relevos musical perfectamente sincronizada.