martes, noviembre 09, 2004




La tercera vez que mi padre se decidió a salir al extranjero no llegó ni a pasar la frontera. Había pensado que, como la vez anterior, podría conseguir un contrato en Hendaya, pero una vez allí le dijeron que hacía meses que eso se había acabado. Mi padre, que llevaba más de veinticuatro horas entre autobuses y trenes, volvió a la estación y se metió en el primer tren que pasó con destino a Madrid. Cuando al día siguiente apareció en el coche de línea que llegaba a mi pueblo, el cansancio de más de dos días sin dormir no consiguió ocultar la sensación de derrota que se había instalado en su mirada.
Mi madre procuró desdramatizar la situación y se puso a deshacer la maleta rápidamente para volver a la normalidad cuanto antes. La gente de mi pueblo, que sabía del viaje de ida y vuelta, no paraban de recordárselo y mi padre, quizá más tocado de lo que aparentaba, empezó a visitar los bares casi a diario, algo que nunca había hecho. Mi madre, preocupada, sin saber cómo romper aquella situación que le hacía temer males mayores, habló con una prima suya que había emigrado a Levante y con el taxista del pueblo. Y una semana después estábamos toda la familia cruzando La Mancha en busca del Mediterráneo.