Siempre me ha encantado bailar. Cuando vivía en mi pueblo era todo un acontecimiento el hecho de que hubiera baile. Sólo traían una orquesta en las fiestas y en las bodas (todo el pueblo iba a bailar estuviera o no de boda). La mayoría de las veces más que una orquesta era un dúo, uno tocaba el acordeón y el otro la batería. Lo hacían con tan escaso virtuosismo que, a pesar de interpretar los últimos éxitos, a veces no conseguíamos saber de qué canción se trataba. Más adelante el del acordeón decidió además actuar como vocalista, y así por la letra caíamos en la cuenta de qué era lo que estaban tocando.
Cuando emigramos a Levante descubrí las discotecas y decidí recuperar el tiempo perdido. En cuanto entraba por la puerta me ponía a bailar. El hecho de que la pista estuviera vacía tanto me daba. Esta actitud sacaba de quicio a mi hermana mayor. Yo me disculpaba haciéndole ver que se bailaba mejor con toda la pista para ti. Y claro, me decía mi hermana, no te importa que te miren. Pues no, y no solamente no me importa que me miren, sino que me encanta, le contestaba.
No creo haber cambiado demasiado desde entonces.