martes, abril 25, 2017




Mi madre nunca fue como otras madres. No estaba todo el día diciéndonos que éramos muy guapas y que encontraríamos un buen marido, sino animándonos a estudiar, a buscarnos la vida por nosotras mismas. Le molestaba cuando alguna vecina, refiriéndose a mí, decía que era muy lista, que me casaría con un maestro. Mi madre la interrumpía y le decía que no, que la maestra sería yo. Y hemos debido de hacerle mucho caso porque ni mis hermanas ni yo nos hemos vestido de novia. Ninguna de las tres lo hemos necesitado. Cuando nos hemos casado lo hemos hecho de cualquier manera, como quien va a renovarse el carné de identidad. Y tampoco tenemos fotos del evento. Eso sí, nuestros titulos de licenciadas y doctoradas, han ido cayendo, a veces fuera de tiempo, cuando ya habíamos superado los treinta años, o los cincuenta en el caso de mi hermana mayor.
Mi madre nunca hizo cenas de Navidad como otras madres, le daba mucha pereza meterse en la cocina y cuando lo hacía, de mala gana y a regañadientes, ya era demasiado tarde para que el pavo se hiciera y había que improvisar algo sobre la marcha y dejar al animal para la comida del día siguiente. Y acabábamos cenando sardinas, que era la comida preferida de mi padre. Siempre fue muy feminista aunque nunca lo supo. Y también era muy inteligente aunque tampoco tuvo consciencia de ello. Y muy ingeniosa. Recuerdo que con nueve años me mandó a pagar la iguala del médico, porque ya se había acabado el plazo de pago y esperaba que siendo yo una cría el médico no me regañara. Pero se equivocó. El médico me encargó que le dijera a mi madre que cuando nos pusiéramos enfermos nos visitaría tres días después. Cuando volví a casa y transmití a mi madre el recado, mi madre me dijo que fuera a decirle a ese buen hombre que no se preocupara, que le avisaríamos tres días antes. Aún recuerdo la cara de sorpresa del facultativo y su silencio.
Era una madre con la que se podía hablar de todo y en cualquier momento. Todo lo demás podía esperar. A mi madre nunca le importaba que los portales estuvieran sin barrer o la mesa sin quitar, eso era secundario para ella. Lo más importante era que pudiéramos hablar y que todo nuestro tiempo lo dedicáramos al estudio.
Siempre fue muy cortoplacista. Se preocupaba por el curso que empezaba, porque pudiéramos estudiar ese año y al siguiente ya se vería. Y se gastaba en pagar al maestro el dinero que no tenían. Recuerdo que un año fue a pedirle a una de sus hermanas que le prestara mil pesetas para poder comprarnos los libros de tercero o cuarto de Bachillerato. Fue la única vez en toda su vida que la vi pedir dinero prestado. Nunca salió de Buenasbodas, su pueblo, aunque vivió quince años en Benidorm. Siempre estuvo allí de paso, con sus animales en la terraza del apartamento, sus viajes anuales al pueblo y su esperanza de volver cuanto antes a su tierra.
Mi madre, que nunca fue a la escuela, proyectó en sus hijas, más que en su hijo, su ambición de ascenso social y de superación intelectual. Siempre fue ella, y no mi padre, la que tomaba las decisiones, la más fuerte de la pareja, la que soportaría la muerte del otro. Y lo soportó mal, muy mal. Cuando mi padre murió, hace once años, se dio de baja de la Asociación de mujeres del pueblo, con las que se reunía y viajaba; de la Asociación de jubilados con los que participaba en bailes y concursos. Y se recluyó en su casa.
Quizás ahora a la vejez sí se ha acabado pareciendo a las otras madres, en ese olvidarse cada vez más de las hijas que ya envejecen, en ese volverse cada vez más importante para sí misma. Ya no va al cementerio a visitar la tumba de mi padre, como hizo a diario durante años y cualquier papeleo le quita el sueño. Pasa horas con la tablet leyendo los libros que le descarga mi hermana Nieves, o haciendo sudokus, o jugando al Candy Crush. Y como en la Casa tomada de Cortázar, va abandonando poco a poco los espacios de la casa que habita. Y en invierno apenas sale de su habitación. Ya no sube a la planta de arriba que para ella no existe desde hace años. Sale al corral a atender a sus gallinas, con los gatos corriendo tras de ella y creo que a veces envidia a esas vecinas que nunca animaron a sus hijas a estudiar y siguen viviendo en el pueblo junto a ellas.