En cuestiones amorosas solemos ser bastante ingenuos. Daríamos la vida por el otro, no podríamos vivir sin él, nuestra vida no tendría sentido sin estar a su lado, decimos, y sin embargo no dejamos de anteponer nuestros intereses a los del otro. Cuando la enajenación del momento me lleva a ese tipo de desvaríos siempre tengo a mano una historia que me cuento.
"Mi pareja está de viaje por asuntos de trabajo. Al concluir la jornada y regresar al hotel, cansado y sintiéndose un poco solo, se entretiene en el bar tomando una copa. Una joven toma café en el otro extremo de la barra. Se sonríen, él se acerca a ella y comienzan a hablar de sus agotadoras jornadas. Sin proponérselo, surge la complicidad, los cruces de miradas, los coqueteos, las risas y finalmente se retiran juntos a la habitación a seguir charlando y a tomar la última copa. Pasan un buen rato de sexo seguro y a la mañana siguiente se despiden con un beso y una sonrisa".
Si antepusiera los intereses de mi pareja a los míos ese debería ser el final deseable para mí. Como lo que antepongo son los míos, prefiero que mi querida pareja se aburra en su habitación y se deje de historias.