martes, enero 27, 2009




Hace años tuve un gato del que ahora no recuerdo su nombre. Solía venir a visitarnos de vez en cuando a la terraza del ático en el que vivíamos y siempre teníamos algo para él: una sardina o una loncha de salchichón y una caricia. Estaba un rato con nosotros y después saltaba al tejado de nuevo y se iba a su casa. Y así día tras día. Hasta que las visitas se fueron haciendo cada vez más largas y más frecuentes y un día decidió quedarse. Y lo adoptamos, claro.
Era un gato común con manchas negras y blancas y que solía estar siempre un poco sucio. No es porque no se pasara la mitad del día limpiándose como todos los gatos suelen hacer, sino porque a menudo salía a darse una vuelta por los tejados de la calle de la Luna y volvía hasta las orejas de ese polvo gris que invade todo el centro de Madrid. Nunca supimos, y nos hubiera encantado saber, si en esos deambulares visitaba a otros como antes había hecho con nosotros o se limitaba a darse un garbeo y a encontrarse con otros de su especie.
A mí me encantaba contemplarle cuando se sentaba en el alféizar de la ventana del salón y miraba hacia la Gran Vía con la sabiduría del que sabe disfrutar del momento. Siempre tuve la certeza de que ahí en esos instantes de disfrute estaba eso que llaman felicidad y que lo único que tenía que hacer era buscar esos "momentos de gata" y sorberlos como si me fuera la vida en ello.
Una mañana, dos o tres años después, salió a darse una vuelta y cuando se hizo de noche y vimos que no había aparecido supimos que lo habíamos perdido para siempre. Al día siguiente, no obstante, hicimos un cartel y lo pegamos en todos los portales de la manzana, pero como nos habíamos temido nadie nos llamó.
Y esta mañana leyendo unos dichos que una amiga me ha mandado por correo, he pensado en aquel gato del que olvidé su nombre pero no lo que me enseñó.




sábado, enero 10, 2009




foto


No sé por qué pero tengo la certeza de que este año va a ser fantástico. Quizás porque la última imagen que me quedó en la retina fue la de esas chicas de ahí arriba moviéndose por el escenario del Teatro de la Abadía.
O quizás porque empecé el año bailando. Ya se lo había advertido a mi hijo esa tarde (a los pre-adolescentes les pone de los nervios ver bailar a sus padres): esta noche, le dije, voy a bailar y no de forma discreta, no, voy a bailar con los brazos para arriba, o sea que ya te puedes ir haciendo a la idea. Y aunque me consta que no le hizo mucha gracia, yo empecé el año como quería: bailando con ganas y entrega. Y con los brazos hacia arriba.