viernes, octubre 29, 2004




Recién llegada a Madrid, y a falta de algo mejor que hacer, dedicaba mis horas libres, que por cierto eran escasas, a tomar nota de los nombres de las calles por las que pasaba. Era una actividad barata y bastante entretenida, y además me permitía caminar, algo con lo que siempre he disfrutado. Salía a la calle con una libreta tamaño cuartilla en la mano e iba anotando las calles que aún no tenía. La única condición era escribir exactamente el nombre que figuraba en la placa y hacerlo allí mismo. Aunque las calles fueran muy conocidas, como Alcalá o Serrano, no tenían cabida en mi libreta hasta que no pasaba por ellas. Cuando acabé con mi zona empecé a tomar el metro, me bajaba en una estación al azar y seguía apuntando.

Más tarde me eché una amiga que trabajaba en el mismo portal que yo y el primer día que quedamos le propuse acercarnos a la calle San Bernardo ya que esa zona aún no la había batido. Me dijo que mejor nos íbamos a bailar a una discoteca que ella frecuentaba y me pareció una buena idea. Esa tarde conocí a un chico y me olvidé de mi libreta.




jueves, octubre 28, 2004




Mi tía Elisa se vino a Madrid a la vez que mi tía Aurelia. La primera se buscó la vida gracias a sus dotes para manejar tijeras y aguja. Empezó cosiendo para la gente de su barrio y terminó en Nueva York como modista particular de una actriz republicana que ya acusaba el declive de los años. Mi tía Aurelia, por el contrario, sintió la llamada de Dios e ingresó en una congregación de monjas de clausura. Cuando tomó los hábitos fue amadrinada por una aristócrata que pasaba mensualmente una renta al convento. Todo marchó sobre ruedas hasta que, nueve años después, la benefactora murió. Desde ese momento las monjas intentaron convencer a mi tía de que lo suyo no era la clausura. Mi tía Aurelia acabó claudicando y se fue a vivir con mi otra tía que acababa de volver de NY y se había comprado una casa por la zona de Ventas.
Desde que salió del convento mi tía se apunta a todas las peregrinaciones que organiza su parroquia. Hace dos años fue a Lourdes para pedir a la virgen salud para toda la familia pero, contra todo pronóstico, volvió con un brazo roto. Año y medio después en un viaje a Guadalupe, y mientras cubría los últimos kilómetros a pie se cayó de nuevo y se rompió una pierna. Mi tía Elisa que se siente obligada a acompañarla a médicos, fisioterapeutas y demás especialistas, y que no puede oír hablar de curas u oficios religiosos sin que se le revuelva el estómago, dice que a ver si dentro de poco se va de viaje a Fátima y se abre la cabeza.




miércoles, octubre 27, 2004




En el mes de agosto ocurrió una cosa curiosa en mi casa. Unos vecinos habían comprado un enano de jardín para su casa de la sierra y lo dejaron al lado de la garita del conserje mientras descargaban el resto de las compras. Cuando fueron a recogerlo el enano había desaparecido. Pusieron un cartel diciendo que, por favor, les devolvieran al enano cogido por error, entregándoselo al portero o dejándolo justo donde lo habían encontrado, pero sin éxito.

Hoy he descubierto que hay una Asociación para la Liberación de los Enanos de Jardín, y empiezo a entenderlo. Eso sí, ya le he dicho a mi enano, que tiene nueve años, que ni se acerque al jardín, no vayamos a tener un disgusto.




martes, octubre 26, 2004




Teatro Albéniz.
Voy con mi pareja a ver un espectáculo de danza. Él se ocupó de sacar las entradas y las entrega en la puerta. El hombre que las pica nos dice que las entradas no sirven, que eran para el día anterior. Mi marido que tiene asumidos sus despistes se acerca a la taquilla para adquirir nuevas entradas, yo que tengo asumido que primero hay que intentarlo todo me adelanto. Le cuento a la taquillera lo que nos ha ocurrido y termino con un "¿usted cree que podrá hacer algo por nosotros?". Se levanta y a los dos minutos vuelve y nos entrega dos entradas para esa función. Se disculpa por no poder acomodarnos en el patio, está todo vendido. Le digo que no se preocupe que, al contrario, que les estamos muy agradecidos.

Teatro Alfil (tres semanas más tarde).
Desde hace varios días que tenemos sacadas las entradas para todo el grupo de amigos. Me he ocupado yo de ello ya que vivo al lado y hemos quedado en la puerta del teatro minutos antes de que empiece la función. Uno de nuestros amigos aparece con una chica con la que no contábamos. La taquilla está cerrada con el cartel de "No hay entradas" y no tenemos entrada para ella. La chica, una muchacha muy joven a la que no conozco, parece incómoda con la situacion. Les pido que esperen un momento y me acerco al hombre de la puerta. Le pongo en antecedentes y pregunto si hay algo que podamos hacer para solucionarlo. Me sugiere que hable con la gerente del teatro y me la señala. La mujer, muy simpática, atiende mis ruegos y la deja pasar, y encima sin pagar la entrada. Desde ese día todos los que me quieren dicen que soy una conseguidora.

Comisaría de Policía (mes y medio más tarde).
Intento convencer a la señorita que está tras el mostrador para que tramite mi DNI alterando mínimamente el procedimiento. Me falta un justificante de mi nuevo domicilio que me comprometo a presentar cuando vaya a recogerlo. Me mira como si estuviera loca y encima me llama señora.

Está claro que mis amigos se equivocan, fuera del ámbito teatral mis dotes persuasivas son escasas.







Mi padre tiene dos hermanas que a pesar de no profesarse muchas simpatías entre sí siempre han compartido casa. Mi tía Aurelia es una beata, ex-monja de clausura, insufrible y mezquina. Mi tía Elisa, dos años mayor que ella, es una luchadora, una mujer de carácter y muy generosa. Además, con un retalito de nada te hace una falda en un abrir y cerrar de ojos.
Cuando entré a trabajar en el banco se ofreció a hacerme un traje de chaqueta. Una de las tardes en que fui a probarme nos entretuvimos más de la cuenta y nos dió la hora de la cena poniendo alfileres. Mi tía la monja me dijo que si me quedaba a cenar. Le dije que no, que era demasiado tarde. "Mujer -me insistió-, quédate. Total, la sopa que nos quede la vamos a tirar."




lunes, octubre 25, 2004




Para que luego digan que las revistas femeninas no hacen pensar. Ayer leí en Cosmopolitan que la estabilidad de la pareja depende, sobre todo, del número de letras que los nombres y los apellidos de ambos tengan en común. Parece ser que los que tienen tres letras coincidentes tienen sólo un 20% de probabilidades de que la relación siga adelante, con cuatro la cosa pasa a un 65%, con cinco al 70%, con seis ya nos ponemos en un 80%, con siete se alcanza el 90% y con ocho o más podemos cantar victoria ya que las probabilidades son del 99%.

Se me heló la sangre, la verdad. Recordé que hacía seis meses que había ido al Registro Civil a quitarme el María que acompañaba a mi nombre, y temí que esa imprudencia pudiera haber puesto en peligro la estabilidad de mi pareja. Ya podían haberme avisado en Pradillo, a ver cuándo empieza la Administración a dar un servicio integral. ¿Cuántas letras en común habría perdido con ese gesto? Cogí lápiz y papel y afortunadamente tenemos (y teníamos) 10 en común. Ufffff, menos mal.




domingo, octubre 24, 2004




En mi pueblo siempre hubo una gran uniformidad en cuanto al aspecto físico de sus residentes. Los niños que vivían cerca de la iglesia eran igual de guapos o de feos que los que tenían la casa por la parte alta del pueblo; los que vivían por el camino del cementerio no se diferenciaban apenas de los habitaban cerca de la carretera. Sin embargo, cuando llegué a Madrid me di cuenta de que aquí esto no funcionaba igual. Una tarde mientras veía jugar a los niños que cuidaba me di cuenta de que los tres eran muy guapos, y sus amigos del parque lo mismo, y no digamos los vecinos del segundo, y los compañeros de colegio, y sus primos que vivían dos calles más abajo en Goya esquina con Serrano...

El domingo siguiente fui a comer a casa de mi prima que vivía en Vallecas. Mientras tomábamos una clara en El Brillante me fijé en los niños que correteaban por allí y en ese barrio las cosas eran muy diferentes: había unos críos muy chulos, otros normalitos y otros decididamente feos.

Pensé que si sería el agua.




viernes, octubre 22, 2004




LA SEDUCCIÓN POR LA CABEZA (Josep M. Sarriegui) - El País, 21-10-2004

Chica con Falda Roja, aunque se vale del equívoco como gancho, no es una bitácora dedicada a picardías de vuelo bajo. Al contrario, pertenece al género, tan en boga, de la literatura hecha por mujeres, tomando su autobiografía como material para la escritura y la reflexión.
Su creadora prefiere mantener el anonimato. "Detrás de esa falda hay una economista madrileña que trabaja en consultoría" es la máxima confesión que se le arranca a través del correo electrónico. Reconoce, no obstante, que la seducción es su terreno preferido ("satisface mi vena exhibicionista"). La seducción, eso sí, por la inteligencia.
La autora reitera que nada le atrae más que una cabeza bien amueblada. "Alguien decía que las cosas no son como son, sino como se cuentan; al ver mis recuerdos en la Red tengo la sensación de que se habla de otra, no de mí, por eso entiendo perfectamente la insistencia de los que me visitan por asegurarse de que son ciertas las historias que cuento", reconoce la artífice de un cuaderno de bitácora que acaba de cumplir seis meses en la Red.
En el blog narra sus peripecias de mujer casada y asalariada, apasionada por la literatura (sobre todo la erótica), que ha recorrido el trayecto emancipatorio del pueblo pequeño a la gran urbe. Nos deja ver su vida por una rendija y también acude a recuerdos antiguos con los que traba una reflexión. Su historia atrae por ser la del empeño de tantas mujeres que consiguieron escapar de una vida demasiado estrecha. Bo Peep es su seudónimo. "Al principio", comenta, "se hizo acompañar por Dominique para conjurar los miedos de los primeros días, pero hace tiempo que la dejé sola".







Lo malo de enamorarse es que continuamente nos estamos engañando. Sólo vemos lo que queremos ver y somos capaces de justificar lo injustificable. A todo le encontramos una explicación:

-Si es un impuntual, nos conmueve que llegue corriendo.
-Si es un borde del carajo, le vemos directo y sincero.
-Si es un pegajoso/baboso, nos enamoran sus mimos.
-Si habla mucho, ponderamos su piquito de oro.
-Si no tiene conversación, apreciamos su capacidad de escuchar.
-Si es un tacaño, nos encanta que mire la peseta.
-Si es un derrochador, nos asombra su generosidad.
-Si nos llama cada dos por tres, nos halaga que esté tan pendiente de nosotros.
-Si nos llama de higos a brevas, le agradecemos que no nos agobie.
-Si es un obseso sexual, nos seduce la idea de sentirnos tan deseadas.
-Si es un desganado sexual, valoramos el hecho de que no esté siempre pensando en lo mismo, como otros.

Lo que no acabo de entender es por qué cuando se nos cae la venda acusamos al otro de habernos engañado.




jueves, octubre 21, 2004




En alguna de las novelas que leí me sorprendió saber que ciertos personajes tenían su pobre particular. Esta circunstancia me resultaba chocante e insólita. Sin embargo, en mis últimos años en el centro de Madrid, también yo acabé teniendo mi pobre propio. Habitaba en un banco muy cerca de la Puerta de Alcalá, a las puertas del Club 31 y no era un indigente cualquiera, ni mucho menos, era un pobre de Ciencias. Se sentaba en su banco provisto de una calculadora y prestaba más atención a sus operaciones matemáticas que a la boina destinada a recoger las monedas. No solía mirar cuando le echabas dinero, ni hacer ningún gesto de agradecimiento, él estaba a lo suyo. A veces se le veía malhumorado por algún resultado numérico no esperado, y se levantaba del banco para manifestar su contrariedad y lanzar exabruptos ininteligibles. Era un tipo de pelo largo y canoso, vestía jerséis de cuello alto y tenía una elegancia natural que muchos de los que pasaban por delante hubieran deseado para sí.

Sólo una de las veces que le eché dinero levantó la vista y se me quedó mirando. No me lo esperaba y para salir del apuro le dije que era para que se comprara pilas. Me sonrió y volvió a sus cálculos.




miércoles, octubre 20, 2004




Llevo toda la tarde dándole vueltas al asunto de las modelos recogepelotas . Dice Manolo Santana para justificarse que igual pasa en el baloncesto, en el ciclismo, en el boxeo y en otros deportes.
He estado pensado que quizás lo que deberíamos reprocharles a esos directivos de la Federación es su falta de originalidad, su escasa creatividad, que copien a otros deportes en vez de innovar. Poner tías buenas para solaz de los espectadores del género masculino pone en evidencia una falta de ideas considerable. Parece que el único sentido que hay que trabajarse es el de la vista, por favor, señores, un poquito más de imaginación que buenos sueldos se llevan ustedes todos los meses a casa.
Propongo que por una vez se potencie el sentido del tacto. Y en vez de modelos recogepelotas contraten a modelos tocapelotas que se paseen entre las gradas ofreciendo sus servicios a los espectadores masculinos y les den ese toque que marca la diferencia.







En mi pueblo hacía muchísimo frío en invierno. Recuerdo ir a la escuela con una lata de las grandes de sardinas con un alambre como asa y llena de brasas para ponerla debajo de la mesa y apoyar los pies sobre ella. Y un montón de jerseis superpuestos. El frío en la escuela era insoportable, sólo había una estufa de butano al lado de la mesa de la maestra y el frío se colaba por las rendijas de la puerta y de las ventanas. Eso sí cuando te sacaban a la pizarra te quedaba el consuelo de que al menos volvías a tu mesa con las piernas calientes.
Desde entonces no soporto el frío. Y no porque cuando hace frío soy más bajita, que también (me encojo tanto que pierdo dos o tres centímetros, algo que con mi metro sesenta es un inconveniente), sino porque no puedo disfrutar de muchas de las cosas que me gustan.
Aunque procuro no desplazarme en invierno a sitios donde haga frío, por motivos de trabajo tuve que viajar a Berlín un mes diciembre y a Nueva York en calidad de cónyuge cariñosa a mediados de enero. Cuando alguien me pregunta por esas ciudades sólo puedo decir que hacía mucho frío, que era horrible, que no podías callejear porque el frío (y en NY además el viento) te impedían disfrutar del paseo, que no se les ocurra visitarlas en invierno...
El frío cambia mis rutinas, de ser una persona nada perezosa con el buen tiempo, paso a demorarme por las mañanas retrasando el momento de desprenderme del edredón, y en esas mañanas entiendo que Onetti decidiera un día encamarse para siempre, si pudiera haría lo mismo desde la semana que viene cuando cambien la hora hasta Semana Santa. Pero como tengo un blog y no tengo portátil pues ni me lo planteo.




martes, octubre 19, 2004




Por una vez estoy de acuerdo con la Conferencia Episcopal. Dicen esos señores que "El Gobierno no es competente en materia de formación religiosa". Lo mismito que pienso yo.

Lástima que el Ejecutivo no les haya tomado la palabra y a partir de ahora deje que la Iglesia, a la que se le supone competencia en esa materia, se ocupe de esa formación en exclusiva. En sus instalaciones, con personal contratado y pagado por ellos mismos, o con voluntarios, o financiado por los padres, o como tengan a bien disponer. Y así ellos dejan de sentirse ninguneados y el resto del país empieza de verdad a sentir que vive en un estado laico.




lunes, octubre 18, 2004




Mi hermano nunca tuvo prisa por emparejarse. Tenía novias, eso sí, y lo sabíamos no porque jamás apareciera con ninguna por la casa de mis padres sino porque de vez en cuando nos lo encontrábamos por la calle acompañado, pero eran relaciones que no pasaban la primera crisis. Cuando alguna vez hablábamos del asunto siempre nos decía lo mismo, no tenía ningún interés en comprometerse, vivía muy a gusto y no estaba dispuesto a cambiar esa situación. Como fue avanzando en la treintena sin cambiar de opinión mi madre le sugirió la posibilidad de irse a vivir a un apartamento, podrás estar más a tu aire, le dijo mi madre. Pero mi hermano hizo caso omiso, estaba muy cómodo en casa de mis padres y no quería ni compromisos ni problemas.

Pocos días después de cumplir 36 años mi hermano aprovechó una reunión familiar para decirnos que se iba de casa: había conocido a una chica y se iba a vivir con ella. Mi madre le preguntó que si ya había visto algún apartamento y él nos dijo que no, porque lo que necesitaban era algo más grande. Su novia tenía una hija de ocho años y otra de dos y además el padre de las niñas no ejercía como tal, ya desde antes de nacer la segunda se desentendió de todo, y la pequeña, a la que mi hermano conoció recién cumplido un año, ya le llamaba papá.

Hoy he leído en un artículo que los hombres se muestran mucho más reacios que las mujeres a asumir compromisos hasta bien entrada la treintena, pero que a partir de esa edad se invierten los papeles, lo que explicaría que los hombres separados vuelvan a emparejarse antes que las mujeres. Y he pensado que quizás eso explicaba lo de mi hermano. Vete tú a saber.







Mi amiga Isabel acusó muy pronto los efectos nocivos del tabaco. Cuando iba a visitarme a la buhardilla en la que vivía, antes de que tocara el timbre, ya sabía que se trataba de ella. Sus toses la delataban. Su médico le sugirió que dejara de fumar pero ella ni siquiera se lo planteó.

Una tarde sentadas en un café, y después de uno de sus ataques recurrentes de tos, le dije que debería tomárselo en serio y dejar de fumar. Esa vez no eludió hablar del asunto, ni se rió como en otras ocasiones, al contrario se puso muy seria y me dijo: "Lo he pensado y mucho, pero hay días, demasiados, en que mis únicas gratificaciones son las que me producen los cigarrillos que me fumo. Por eso no puedo dejarlo."




domingo, octubre 17, 2004




"A sus quince años, Christopher Boone conoce las capitales de todos los países del mundo, puede explicar la teoría de la relatividad y recitar los números primos hasta el 7.507, pero le cuesta relacionarse con otros seres humanos. Le gustan las listas, los esquemas y la verdad, pero odia el amarillo, el marrón y el contacto físico".

No sé si fueron estas líneas escritas en la contraportada de la novela, el atrevimiento de la editorial de ponerlo a la altura de Holden Caulfield o la frase de Ian McEwan calificándola de "soberbia", lo que me hizo comprar El curioso incidente del perro a medianoche. Sea lo que fuere, ha sido todo un descubrimiento y he disfrutado los tres últimos días como una enana. Es una verdadera delicia y encontrar libros así te reconcilia con la lectura y con la vida.

Sólo hay una cosa que no me ha gustado de la novela. El protagonista es capaz de resolver el Buscaminas Experto en sólo 99 segundos y yo tengo mi récord personal en 127 segundos. Me ha matado.




viernes, octubre 15, 2004




La primera vez que impartí un curso me presenté en el aula media hora antes. Quería revisar todo y que ningún imprevisto arruinara mi sesión inaugural. Llevaba un traje de chaqueta y me había recogido el pelo en una coleta que me daba cierto aire profesoral. El primer alumno que llegó me comentó que estaba bastante nervioso, venía de Canarias y era la primera vez que asistía a un cursillo de éstos. A punto estuve de corresponderle contándole lo mal que me sentía, pero recordé la máxima que había oído tantas veces en los cursos de formación de formadores: Jamás pidáis clemencia confesando que es vuestra primera clase.

Quince minutos después tenía a todos sentados y media hora más tarde ya no me temblaban las manos. Cuando volvimos del café hasta me permití un gesto que quizás no debí consentirme: metí un dedo dentro del coletero y con dos golpes de cabeza dejé que el pelo recobrara su posición habitual. Y al final de la mañana me quité la sobria chaqueta y dejé al descubierto mi blusa de geisha.

Cuando por la tarde me quedé sola en el aula, me senté encima de la mesa e intenté sacar conclusiones de mi bautizo docente. A la única conclusión a la que llegué era que resultaba increíble que te permitieran hablar tantas horas y encima te pagaran por eso.




jueves, octubre 14, 2004




Una vez oí a alguien decir lo siguiente:

Las mujeres suelen pensarse bastante con quién comparten su cama una primera noche. Los hombres menos.

Los hombres suelen pensarse bastante con quién comparten su cama una segunda noche. Las mujeres no tanto.







Cosas que me dicen por correo los blogueros que me quieren... joder, claro está:

-Que estoy loca.
-Que soy una desgraciada.
-Que soy una calientapollas.
-Que soy un tío con bigote.
-Que escribo bien.
-Que no van a parar hasta que me vaya.
-Que soy una arrogante.
-Que soy una pobre mujer.
-Que no soy la de la foto.
-Que soy una dictadora.
-Que soy una drogadicta.
-Que soy una zorra.
-Que soy una mala persona.
-Que soy una impostora.

Eso si, tengo que agradecerles que al menos nadie me haya llamado "gorda" porque lo de los dos kilos que me sobran lo llevo fatal.




miércoles, octubre 13, 2004




Cosas que dicen de mí los que me quieren:

-Que soy un poco excesiva.
-Que tengo un punto exhibicionista que me pierde.
-Que soy una entusiasta.
-Que quiero ser el perejil de todas las salsas.
-Que soy un caso perdido.
-Que soy una conseguidora.
-Que soy más guapa que Nicole Kidman (¡¡¡ése es mi hijo!!!).
-Que lo único que me faltaba es ser guapa para resultar insoportable (¡¡¡ése es su padre!!!).
-Que jamás doy una causa por perdida.
-Que siempre tengo frío.





martes, octubre 12, 2004




Cuando construyeron la nueva escuela de mi pueblo no repararon en gastos. Aulas espaciosas, ventanas gigantes, fachada de ladrillo visto, puertas de cristales y, sobre todo, cuartos de baño. Estos últimos eran los que más nos fascinaban. A nosotros nos encantaba ver cómo colocaban los lavabos, los tazas de wáter, las cisternas y los espejos. Contábamos los días que faltaban para poder girar esos grifos tan brillantes y nos colábamos en los servicios para acariciar la pieza que colgaba del extremo de la cadena.

Lástima que nunca pudiéramos utilizarlos: nadie reparó en que en mi pueblo no había agua corriente.




lunes, octubre 11, 2004




Mi primer viaje sola me deparó más emociones de las inicialmente previstas. Tenía catorce años y cuando llegué a Talavera a la casa de mi prima, me encontré con que no contestaban al timbre. Eran las tres de la tarde y de pronto me encontré perdida. Pregunté a una vecina y me dijo que habían salido a pasar el día fuera y que probablemente regresaran tarde.
Le pedí que me guardara el equipaje y me fui a pasear a un parque inmenso que había en el centro de la ciudad. Era domingo y sentada en un banco me dediqué a ver pasar a la gente. Algunos me miraban, quizá sorprendidos de verme sola, y esas miradas me resultaban molestas. Pensaba que se debía notar que era de pueblo, que no era uno de ellos. Así que de tanto en tanto me levantaba, daba un paseo y me cambiaba de banco. Llevaba más de cinco horas dando vueltas cuando de repente sentí unos ganas tremendas de ir al servicio. No se me ocurrió que en esos jardines quizás habia aseos, ni mucho menos entrar en un bar.
Tres horas después llegó mi prima y se extrañó al verme sentada en el portal. Pero más se sorprendió al ver la mancha que había en el descansillo de su casa. "La última vez que vine a ver si habiais llegado ya estaba", le dije y era cierto. "Seguro que es del chucho del cuarto", me dijo mi prima.
Pobre perro.




domingo, octubre 10, 2004




Al empezar a trabajar en el banco pude cumplir uno de mis sueños: ser universitaria. La carrera me daba lo mismo, yo lo que tenía claro era que quería seguir estudiando y además como me interesaba casi todo pues tanto daba. En ningún momento pensé en obtener una rentabilidad económica a esa formación, mi trabajo en el banco era más de lo que yo había soñado y tenía unos patrones de gasto tan austeros, consecuencia de las estrecheces que había sufrido los años anteriores, que ni permitiéndome algún capricho era capaz de gastar el sueldo que ganaba.
Pensé hacer una ingeniería por mi pasión por las matemáticas, pero a los que se lo comenté me disuadieron, esa no era una carrera para hacer trabajando, me dijeron. Así que me decidí por Económicas, al menos podría disfrutar del cálculo, de la estadística y de la econometría. Me fui a la Plaza de Castilla, me subí al autobús que iba hasta la Autónoma y me sentí una privilegiada.
Cuando en los años siguientes conocía a algún chico y me hacía la pregunta obvia de estudias o trabajas, yo le contestaba muy seria: trabajo en un banco y estudio Económicas. Y parecía que era una chica que tenía las cosas claras.




viernes, octubre 08, 2004




Cuando mi familia emigró a Levante se encontró con un problema que no había previsto: a mi padre le rechazaban en todos los trabajos a los que se presentaba. Tenía 46 años y aunque a lo largo de su vida había trabajado en casi todo, a su edad le pedían una especialización de la que carecía. Mi hermana y yo, al contrario, teníamos decenas de ofertas para trabajar de camareras. Ante esa desigualdad se nos ocurrió ofrecernos como un pack: o los tres o ninguno.
Al día siguiente de buena mañana empezamos de nuevo a visitar hotel tras hotel. En todos la respuesta era la misma: para las chicas sí, pero para usted no tenemos nada, le decían a mi padre. Al medio día, y cuando ya estábamos a punto de desistir, visitamos un hotel que iban a inaugurar en las próximas semanas. El encargado no estaba y nos dijeron que volviéramos en una hora. Como no era cuestión de ir y volver nos sentamos debajo de un olivo en un solar al lado del hotel y nos dispusimos a esperar. El calor a esa hora del mediodía era insoportable, aquello era un descampado polvoriento con los barracones y restos de materiales de la obra del hotel y una decena de moscas aburridas que rápidamente empezaron a cebarse con nosotros. Desde donde estábamos veíamos pasar a los turistas ligeros de ropa y haciendo risas, y, afortunadamente para nosotros, ni se nos ocurrió compararnos con ellos. Nosotros estábamos a lo nuestro.
Dos horas más tarde mi padre engrosó su ya de por sí extenso curriculum y fue contratado como jardinero. Y mi hermana con dieciocho años y yo con quince nos iniciamos en el mundo laboral. Estábamos los tres tan contentos que mi padre se permitió el lujo de comprar una barra de helado de corte para celebrarlo en familia. Cuando le dijo a la chica del kiosko que pusiera también un paquetito de galletas me tuve que contener para no dar un salto de alegría.




jueves, octubre 07, 2004




El hecho de haber aprendido a leer varios años antes de lo que estaba previsto hizo que toda la gente de mi pueblo se sintiera, en cierta medida, responsable de mi futuro. Siempre le decían a mi madre que tenía que estudiar, que era una pena que siendo tan lista me quedara con las cuatro reglas. Cuando se enteraron de que finalmente iba a la Universidad y estudiaba Económicas se sintieron bastante decepcionados, eso y nada era lo mismo para ellos. Un primo mío al que preguntaron de qué iban esos estudios salió por el camino de enmedio diciéndoles que esa carrera era dos puntos más que abogado. Y respiraron tranquilos.

La segunda decepción que sufrieron conmigo fue cuando se casaron mis amigas del pueblo mientras yo seguía soltera. "Y no se casa", comentaban asombrados. Aunque como eran buena gente al final añadían una coletilla que me dejaba en buen lugar: "Eso sí, porque ella no quiere".







A mi padre le encanta madrugar. Cada vez se levanta más temprano. Suele estar en pie sobre las cuatro de la mañana, a veces incluso antes. Eso le obliga a recogerse a las siete de la tarde, sea invierno o verano.

A mi madre siempre le ha gustado trasnochar. Nunca tiene prisa para retirarse. A las dos de la mañana se acuerda de que tiene que vaciar el lavavajillas y a veces se va a la cama minutos antes de que mi padre se levante.

Mi padre se suele echar la siesta antes de comer y mi madre después de la comida. Eso sí, las dos o tres horas que pasan juntos al día se les ve contentos.




miércoles, octubre 06, 2004




La primera vez que visité un dentista tenía veintiún años. Hasta entonces mis dientes no me habían dado problemas y lo de las visitas anuales al dentista todavía no lo había incorporado a mi rutina. Una mañana amanecí con un flemón deformándome el lado derecho de la cara y no tuve más remedio que coger las páginas amarillas y buscar a un profesional del asunto. A pocos minutos de mi casa, en la Gran Vía, encontré uno que podía atenderme y a las doce en punto me presenté en su consulta. Era un tipo de mediana edad y exceso de peso que en principio me causó buena impresión. Me hizo abrir la boca para buscar la causa del mal y a continuación empezó a palparme el cuello, los hombros, las axilas, supongo que buscando si la infección se había extendido hacia esas zonas. Cuando creía que ya habíamos terminado empezó a palparme el pecho derecho, primero mecánicamente y más tarde con cierto detenimiento. No supe qué pensar, la verdad. En ese momento entró la enfermera y el médico retiró rápidamente la mano de mi pecho y dio por concluido el examen. Y ya sí supe qué pensar.

Lo que me pone de patillas cada vez que lo recuerdo es que encima me cobró una pasta por la consulta.




martes, octubre 05, 2004




En casa de mis padres la televisión llegó demasiado tarde. Cuando ya casi todos en el pueblo se habían hecho con uno, nosotros seguíamos sin televisor. Mi madre seguía insistiendo en que no quería que nada nos distrajera de los estudios, pero a nosotros no se nos escapaba que era un gasto que estaba fuera de nuestro alcance.

Cuando nos fuimos a Levante y por fin tuvimos uno en casa no le prestamos excesivo caso. Por eso cuando años más tarde se estropeó mis padres no se molestaron en llevarlo a reparar. Funcionaba con normalidad hasta que se calentaba, entonces empezaba a moverse la imagen y el que estaba más cerca lo apagaba y en paz. Cuando nos visitó mi tía Elisa las cosas se complicaron. Estaba enganchada a un culebrón y no venía dispuesta a perderse los capítulos donde ¡por fin! iba a enterarse de quién era hija la desdichada protagonista. Mi tía, que siempre ha sido muy resolutiva, lo solucionó de inmediato. Se sentaba a un lado del televisor con el abanico en la mano y no paraba de abanicar al trasto hasta que acababa la serie. Y funcionaba.

Una tarde subió el portero a nuestra casa y mientras hablaba con mi padre no dejó de observar a mi tía. Desde ese día empezó a mirarla con recelo y evitaba compartir el ascensor con ella.







Me aburre que vuelvan otra vez con un tema que ya parecía resuelto: la matriculacion de vehículos. Aunque reconozco que la identificación autónomica o provincial es algo muy útil y si no que se lo digan a mi padre.
Cuando trabajaba de guarda forestal tenía por costumbre encontrarse en el límite de su jurisdicción con el guarda del pueblo de al lado y charlar un rato. Una tarde paró un coche y el otro guarda se acercó y comenzó a hablar con el conductor amigablemente. Cuando por fin arrancó mi padre le preguntó que si le conocía. "Hombre, no, pero como si le conociera, ¿no has visto que era de Torrecilla?". Mi padre se quedó perplejo, que tendrían los de Torrecilla para que su colega pudiera identificarlos con tanta facilidad. Ante su gesto de asombro el hombre insistió: "Joer, no has visto cuando se ha parado que ponía en la matrícula TO".




lunes, octubre 04, 2004




Aunque no suelen atraerme las novelas de género siento especial debilidad por las novelas eróticas. Eso sí, lo difícil es encontrar historias creíbles, verosímiles y que resulten excitantes. Salvo raras excepciones como Las edades de Lulú (la escena donde narra todo el agua que se vio obligada a ingerir después del trago más espeso de su vida es genial), la mayoría están escritas por hombres y cuando hablan de sexualidad femenina dejan bastante que desear. Recuerdo una novela de "La sonrisa vertical" donde el autor narrando como se masturbaba su protagonista nos decía que se introducía un tubo de dentífrico en la vagina. ¡Por favor! Pensé que debería haber probado él a metérselo por otra parte para darse cuenta de que no era el admíniculo más recomendable.
Pues bien, a pesar de tanto chasco, sigo insistiendo y acabo de empezar una joyita. El libro se titula Entre sus manos y sus cien primeras páginas son de las de leerse con una sola mano. Doy fe de ello.







Esa chica me fascinó desde el momento en que la conocí. Sofía, que así se llamaba, era una persona fuera de lo común. Siempre que veo en una película a Juliette Binoche me acuerdo de ella. Había vivido muchos años en París y tenía un aire entre ingenuo y perverso al que pocos podían resistirse. Al principio me costaba entender como todos se dejaban enredar por ella. Mariposeaba de uno a otro, sin soltar a nadie y haciéndoles ver a todos que ella era la que más sufría. Y siempre tenía a alguno dispuesto a consolarla.
Un día quedamos en encontrarnos a la salida de mi trabajo. La esperé durante media hora y como no acudió enfilé la Gran Vía hacia arriba. A diez metros me la encontré dormida en un banco en plena calle, como una clochard cualquiera. Iba impecablemente vestida de blanco y se cubría la cabeza con un sombrerito blanco también. Tenía los pies desnudos y las sandalias las había dejado en la acera bien colocadas, como hubiera hecho delante de su cama. Todos los que pasaban por delante de ella se la quedaban mirando como quien mira una aparición. Yo también la miré durante unos minutos antes de despertarla y me di cuenta de que si se lo proponía también conseguiría enredarme a mí. Por suerte o por desgracia nunca se lo propuso.




domingo, octubre 03, 2004




Hay un efecto muy curioso que yo siempre he llamado "blusa El Corte Inglés". Este mecanismo se activa cuando estás delante de un mostrador dando vueltas a una blusa que te gusta pero por la que no terminas por decidirte. Aunque ya ha pasado por tus manos un par de veces la sueltas y pasas a mirar otras, y otras. De repente alguien se acerca y coge esa blusa, tu blusa de hace unos minutos, y empieza a entrarte la zozobra. Te arrepientes de haberla soltado, echas una rápida ojeada a ver si hay otra igual, pero no, es la única. A cada mirada te parece más apetecible y se te ocurren veinte maneras distintas de combinarla.

Eres consciente de que estás a punto de perderla y eso te paraliza y hace que te quedes en tensión esperando que la otra la suelte para abalanzarte sobre ella. Los cientos de blusas que pueblan los anaqueles ya no existen, sólo existe esa blusa, tu blusa. A veces, la otra se va con ella en la mano y tú te lamentas de que habiéndola visto primero la hayas perdido. Otras veces, la suerte se pone de tu parte y como un resorte te lanzas sobre la prenda como si te fuera la vida en ello. Y lo vives como un triunfo.

Claro que a veces lo que está en juego no es una simple blusa.




viernes, octubre 01, 2004




Mi sobrina quiere hacer la primera comunión. Su madre, mi hermana, no sale de su asombro: no está bautizada, jamás ha pisado una iglesia y ahora sale con esas.
Mi sobrina sigue insistiendo. Mi hermana la acompaña a la parroquia para conocer todos los trámites que hay que llevar a cabo: bautismo, catequesis y demás.
Mi sobrina está encantada. Su madre sospecha. Teme que su hija quiera hacer la primera comunión sólo por lucir un vestido de princesa. Y se lo pregunta a bocajarro.
Mi sobrina contesta que no, que no es sólo por el vestido, que también es por los zapatos.







En los días que siguieron a la muerte de mi abuela Estrella, mis hermanos y yo temíamos la llegada del cartero. Traía unas cartas de pésame, de esas con un marco negro, que mi madre abría ensimismada y que ya desde las primeras líneas le provocaban un llanto incontenible, llanto que sin querer nos transmitía a nosotros.

Una de ellas, sin embargo, logró el efecto contrario. Mi madre soltó una carcajada y todos nosotros nos reímos con ella. La carta procedía de un primo de mi madre, guardia civil en un pueblo de Segovia, que le escribió a mi madre en estos términos:

"Estimada Julia,

Te escribo con motivo del fallecimiento de tu pariente Estrella Loarte Fernández, catástrofe ocurrida el día 8 de los corrientes, recibiendo sepultura el día siguiente al de autos."