Mi tía Elisa nunca tuvo mucha suerte con sus novios. El primero, el que se echó en el pueblo, acabó dejándola cuando se dio cuenta de que la economía familiar era menos boyante de lo que él pensaba. Mis abuelos paternos, que gozaban de cierta prosperidad antes de la guerra, habían acabado sufriendo los inconvenientes de haber permanecido fieles al bando republicano. Aunque pudieron salvar el pellejo, en algunos casos in extremis y recurriendo a todos sus contactos, sus negocios acusaron el desastre y se vieron obligados a cerrar poco a poco las tiendas de ultramarinos que regentaban. Y varios de sus hijos no tuvieron más remedio que emigrar. Mi tía se vino a Madrid, donde con tanto trabajo por buscarse la vida no pudo dedicarle mucho tiempo a los asuntos del corazón.
Durante los primeros días de su estancia en Nueva York tuvo un enfrentamiento con la actriz decadente, para la que hacía de modista, por lo infame de las comidas en América. Mi tía le advirtió de que había ido a NY a trabajar y no a pasar hambre, y como era una excelente cocinera se ofreció a hacer la comida por el mismo sueldo. Eso le permitió conocer a un carnicero hispano que ya desde el primer día le ofrecía los mejores cortes y que a las pocas semanas acabó pidiéndole una cita. A mi tía le gustaba aquel chico pero, al final, se dio cuenta de que pasar toda su vida en una ciudad donde hacía tanto frío, y además los termómetros engañaban, no le compensaba. Así que cuando reunió unos ahorros decidió regresar a Madrid y comprarse una casa. Tenía treinta y ocho años.
Al poco de llegar, mi tía acudió a una tienda de muebles de su barrio para comprar una cama. Le dijo al dependiente que quería una de "madre e hija", de esas que también se llaman de "matrimonio cariñoso", y el muchacho intentó convencerla de que por un poco más se podía comprar una de matrimonio. "¿Y para qué quiero yo una cama tan grande si estoy soltera?", le dijo mi tía. El gerente de la tienda, que les estaba escuchando, se acercó y le dijo que nunca se sabía lo que le podía deparar el destino. Al final mi tía cambió de opinión y salió de la tienda, media hora después, con una cama de matrimonio y una cita con el gerente para la tarde siguiente.
El mismo día que cumplía cuarenta años se casaron y formaron una pareja bien avenida. Viajaron por España todo lo que no habían viajado antes y siempre estaban contentos. Se lamentaban de no poder tener hijos, pero la naturaleza no perdona y acabaron aceptándolo. Cuando iban a celebrar su noveno aniversario a mi tío le diagnosticaron un cáncer en la cabeza. Murió seis meses después.
Y así concluyó la vida amorosa de mi tía que volvió a emplearse como modista, contratada esta vez por una dama que nada tenía que ver con el mundo de la farándula.