La relación con el arquitecto era perfecta para mis fines: que S se tomaba una caña con su ex, pues el arquitecto me llevaba a cenar; que, más tarde, S y yo nos reconciliábamos y estábamos diez días seguidos sin despegarnos el uno del otro, pues el arquitecto siempre tenía algo que hacer y no me llamaba. Además era muy obsequioso y, providencialmente, siempre me mandaba flores el día en que S iba a mi casa, y no unas flores corrientes, qué va, era de gustos muy refinados. Siempre solía llamarme en el momento oportuno. Yo disfrutaba haciendo risas con él por teléfono mientras S disimulaba su enojo. El arquitecto viajaba mucho, pero casi siempre sus viajes coincidían con periodos en los que S y yo estábamos bien. Y se fue a vivir a Nueva York casualmente cuando mi relacion se estabilizó.
Años después le confesé a S lo mal que había llevado esos coqueteos. ·Tampoco tú perdiste el tiempo”, me contestó. “Lo perdí a mi manera -le dije-, el arquitecto sólo existió en mi imaginación”. “¿Y las flores?” “Las flores me las enviaba yo, me dejé una pasta en el Bourguignon de Alonso Martínez”. “¿Y el ático del barrio de los Austrias?” “Ni idea de quién sería, pero me gustaba por las plantas que tenía”. “¿Y las llamadas telefónicas?” “Eso se lo encomendé al despertador automático de Telefónica. Eso sí, me dolía la oreja de tanto apretar el auricular para que no oyeras decir a la operadora: dieciocho horas cinco minutos veinte segundos, dieciocho horas cinco minutos cuarenta segundos...”