sábado, noviembre 26, 2016




Mi otro yo, el yo fabulador, lo heredé de mi padre. A él, como a mí, le gustaba cambiar la realidad, sustraerse a ella, quizás por esa razón casi siempre estaba contento. Cuando la conoció, le dijo a mi madre que tenía un año menos, porque debió pensar que seis años de diferencia eran excesivos pero cinco ya eran razonables. Mi madre, durante toda su vida, le reprochó que fuera en el Registro Civil, el día de su boda, cuando se enterase del engaño. A mí padre ese incidente no le parecía importante. Ni a mí tampoco.
Mi otro yo estuvo dormido durante los años que viví en el pueblo, quizás porque allí era difícil inventarse nada, todos sabían lo que les ocurría a los otros. No podías salir a por el pan y volver diciendo que habías estado en la ópera, como años después leí que hacía Holden Caulfield en El guardián entre el centeno, o quizás simplemente es que estaba resignada a que no me pasara nada. Vivir en un espacio tan cerrado, tan estrecho, es tan poco saludable que la desidia se apodera de ti y te abandonas.
Vivir junto al mar ya fue otra cosa, y cuando a los dieciséis años me fui a Benidorm empecé a apuntar maneras de impostora. Por entonces trabajaba de camarera de comedor en un hotel. El ritmo era tan frenético que en ocasiones resbalábamos e íbamos a parar al suelo. Como es natural, se armaba un alboroto, pero finalmente los compañeros se reían y los clientes terminaban aplaudiendo. No había pasado nada grave. En mi primera caída, mi otro yo me sugirió que me hiciera la “muerta”, que simulara un desmayo. Y me quedé quieta en el suelo hasta que vinieron en mi ayuda. Fingí que recobraba el conocimiento poco a poco, me ofrecieron un vaso de agua y salí del comedor apoyada en el brazo del maitre.
De los quince a los treinta fueron mis años más activos como simuladora, inventaba a diestro y siniestro, no me cortaba ante nada ni ante nadie. Si algo de lo que me rodeaba no me gustaba, le daba la vuelta y lo amarillo se convertía en rojo, lo aburrido en divertido y lo cotidiano en extraordinario.
Una de las historias que más disfruté fue la del arquitecto. Tenía yo entonces veintiocho años y estaba enamorada perdidamente de un chico, al que llamaré S, que no me correspondía con el mismo entusiamo. Me incomodaban tanto sus coqueteos con otras que pensé que lo mejor sería que sufriera en carne propia esa desagradable sensación. Me inventé un “novio” extra y lo hice arquitecto porque a S la arquitectura siempre le había parecido una ocupación interesante (por esa mezcla de técnica y arte que, al menos en teoría, se les supone a los arquitectos). Mi “arquitecto” era de Barcelona, pero vivía temporalmente en Madrid, en un ático precioso en la calle de la Bola. Por entonces el sueño de S, que vivía en un piso interior, era tener una casa con mucha luz, y ya me ocupé yo de señalarle el ático de mi enamorado ficticio un día que paseábamos por el barrio de los Austrias.
La relación con el arquitecto era perfecta para mis fines: que S se tomaba una caña con su ex, pues el arquitecto me llevaba a cenar; que, más tarde, S y yo nos reconciliábamos y estábamos diez días seguidos sin despegarnos el uno del otro, pues el arquitecto siempre tenía algo que hacer y no me llamaba. Además era muy obsequioso y, providencialmente, siempre me mandaba flores el día en que S iba a mi casa, y no unas flores corrientes, qué va, era de gustos muy refinados. Siempre solía llamarme en el momento oportuno. Yo disfrutaba haciendo risas con él por teléfono mientras S disimulaba su enojo. El arquitecto viajaba mucho, pero casi siempre sus viajes coincidían con periodos en los que S y yo estábamos bien. Y se fue a vivir a Nueva York casualmente cuando mi relacion se estabilizó.
Años después le confesé a S lo mal que había llevado esos coqueteos. ·Tampoco tú perdiste el tiempo”, me contestó. “Lo perdí a mi manera -le dije-, el arquitecto sólo existió en mi imaginación”. “¿Y las flores?” “Las flores me las enviaba yo, me dejé una pasta en el Bourguignon de Alonso Martínez”. “¿Y el ático del barrio de los Austrias?” “Ni idea de quién sería, pero me gustaba por las plantas que tenía”. “¿Y las llamadas telefónicas?” “Eso se lo encomendé al despertador automático de Telefónica. Eso sí, me dolía la oreja de tanto apretar el auricular para que no oyeras decir a la operadora: dieciocho horas cinco minutos veinte segundos, dieciocho horas cinco minutos cuarenta segundos...”
No sólo no se sintió molesto sino que creo que le halagó que me hubiera tomado tanto trabajo.
Poco a poco, cuando mi vida se fue acomodando a lo que había esperado de ella, fui abandonando esa necesidad de fingir, y cuando a los cuarenta años leí El diario de Edith de Patricia Highsmith pensé aterrada que ese podría haber sido mi final: vivir en un universo paralelo.




lunes, noviembre 21, 2016




La lectura


Mi pasión por la lectura viene de muy lejos. Es más, tengo la certeza de que si con tres años aprendí a leer sola fue porque ya intuía que mi vida iba a mejorar, que habría un antes y un después, que a partir de ese momento dejaría de estar sola, y que todos esos personajes que pululaban por ahí iban a ser una buena compañía y un ejemplo a seguir, y que la vida sin ellos casi no merecía la pena vivirse. Mis primeras lecturas no fueron demasiado edificantes: durante años devoré fotonovelas con la misma pasión con la que ahora leo a Alice Munro. Me gustaban esas historias de amores difíciles, donde las parejas pasaban por mil contrariedades para acabar siempre reconciliadas y juntas. Eso era bonito. Te embargaba una emoción y un anhelo que te llevaban fácilmente a las lágrimas, pero con el tiempo me di cuenta de que mis intereses no iban por ahí: claro que quería sentirme amada pero el casamiento era algo con lo que nunca soñé. Es más, tras esos finales que se suponían felices yo veía el tedio agazapado, y quizás por eso me satisfacieron más esos finales abiertos que encontré en mis siguientes lecturas, esos finales que no eran finales, que me hacían creer que a los personajes les iban a seguir pasando cosas, buenas o malas tanto daba, lo importante es que les pasaran. La felicidad y el tedio, pensaba, están a veces demasiado cerca como para no salir corriendo.

Mis lecturas siempre fueron muy erráticas. Mezclaba clásicos con autores recién publicados y dejaba para otro momento, que muchas veces nunca llegó, libros que me aburrían o que se me resistían en las primeras cincuenta páginas. Lo que buscaba era que me enamoraran y eso ocurrió muchas veces. Cuando eso se producía leía todo lo que hubiera publicado de ese autor, lo que se hubiera escrito sobre él, su correspondencia, sus biografías, y durante un tiempo mis días giraban en torno a esa persona.
Al principio me acercaba a un autor leyendo primero sus novelas y luego pasaba a otros textos, pero con el paso de los años me interesan cada vez más las autobiografías, los libros de memorias, y sobre todo las cartas. Me interesa mucho más el Flaubert que escribía a Louise Colet que el de Madame Bovary, de la misma manera que me han fascinado las cartas de Emilia Pardo Bazán a Galdós y no tengo ni la más mínima curiosidad por leer su obra novelística.

Cuando hace unos años se despertó mi interés por el teatro creí que me aficionaría también a leer esos textos, pero me equivoqué. Los textos teatrales no me interesan. Me aburren con su simplificación, me resultan romos y faltos de vida. Verlos representados es otra cosa: es como si floreciesen. Puedes leer Ricardo III y salir indemne pero cuando oyes a un actor decir “mañana en la batalla piensa en mí” y repetir esa frase como una letanía se te hiela la sangre. Y eso que Shakespeare no es mi autor preferido, quizá porque abusa de los crímenes. Prefiero a Chejov, porque sus personajes, como leí una vez, vuelven casi todos a su casa, jodidos, pero vuelven. Pero sobre todo porque los personajes de Shakespeare no son lectores, no te los imaginas con un libro en la mano, ni dentro de la escena ni fuera de ella. Esa gente no lee, no tengo ninguna duda. Sin embargo los personajes chejovianos leen con toda certeza: leen las tres hermanas, y la dama del perrito seguro que también es una gran lectora.

Otro de los placeres de la lectura es saber que podrás seguir disfrutándola durante el resto de tu vida, que no necesitas muchas energías para leer un libro, que pasarán los años y te seguirá acompañando, que quizás tengas que ponerte gafas o buscar libros con la letra más grande, pero eso poco importará. Porque cada tanto descubrirás a un autor que te reconciliará con la vida, que la hará más llevadera, y te preguntarás cómo es posible que hayas tardado tanto en llegar a él o a ella, como ayer me preguntaba al concluir mi lectura de Amy e Isabelle de Elizabeth Strout. A sus pies, señora.