martes, enero 03, 2012




AUTOBIOGRAFIA DE UNA LECTORA
Juego sola a la puerta de la cocina de mi abuela. Dentro, mi madre y mi tía hablan. No presto atención hasta que me doy cuenta de que su conversación trata sobre mi hermana y sobre mí. Mi tía dice que mi hermana es guapísima, que le encantan sus bucles rubios y sus aires de princesa. Cuando acaba las loas a mi hermana y empieza conmigo afino el oído. Me quedo perpleja con lo que oigo. Dice la bruja de mi tía que es una pena que sea tan feílla. Imagino a mi madre poniendo cara de sorpresa ante ese comentario y espero oírla responder como es debido y poner las cosas en su sitio, pero mi madre, que no sabe que escucho, se limita a decir: "Mujer, no es para tanto".
Un mes después, mi hermana, que tiene seis años, empieza en la escuela. Le han comprado una cartilla con todas las letras. Yo, que tengo tres, le pido que me enseñe a leer. Me dice que sólo conoce las vocales. Repaso esas cinco letras y me acerco con la cartilla a mi madre, le pregunto cómo se llama la letra que le señalo. Mi madre me dice que la eme y me lee: ma, me, mi, mo, mu. Me vuelvo al patio y empiezo a practicar: mama, memo, mimo, mamo... Cuando termino vuelvo a preguntar por otra letra y por cómo se dice, y por otra, y por otra, y así hasta que termino la cartilla.
Mi abuela regenta una posada que tiene una cocina inmensa. Por las noches está llena de gentes de paso. A menudo me llaman para que lea. Siempre hay algún arriero que no se acaba de creer lo que ha oído contar de la nieta de la posadera. Llego con mi sillita, me siento y me quedo mirando a los que hablan hasta que se hace el silencio. Alguien me alarga una hoja de periódico arrugada, a veces hasta grasienta, y leo una noticia tras otra. Levanto la cabeza de vez en cuando para ver la sorpresa de los mayores, y la envidia de mi hermana y de mis primas. Y me siento en paz. Unas tienen bucles y otras leen.
En los doce años siguientes solo leí libros de texto y novelas de Corín Tellado pero a los quince años me fui a trabajar de camarera a un hotel de Benidorm, y descubrí los libros de la colección Reno: Gorki, Thomas Mann, Faulkner, Curzio Malaparte. Tres años después cuidando niños en Madrid leí de un tirón treinta novelitas de Simenon que coleccionaba el padre de una de las criaturas. A los veintiuno entré a trabajar en un banco y a partir de ese momento tuve dinero y tiempo para dedicarlo a la lectura y a la Facultad. Cayó Cortázar, Duras, Canetti, Flaubert, Stendhal, Bernhart y otros que recuerdo con cariño, además de manuales de economía y Keynes, Milton Friedman y otros que ya he olvidado. El problema era que que leía demasiado y vivía demasiado poco.
Al acabar tercero de carrera leí este anuncio: “Me gusta el blues, Visconti, los colores cálidos y divagar sobre casi todo. Si te interesan cosas así y eres universitaria (o parecido), carente de dogmas (o casi) y tienes una sonrisa bonita (o equivalente) te pido que me escribas.” Y le escribí. Vinieron años de amores confesables y de los otros, Truman Capote, cambios de trabajo, Agota Kristof, viajes a alguna parte, Carver, cafés, Irving. Y empecé a leer menos. Y a vivir más.