.
domingo, octubre 09, 2016
Le ha costado sentarse
frente al ordenador, como siempre. Vencer la pereza es casi superior a sus
fuerzas y va demorándolo hasta que no puede más porque al día siguiente tiene
cita en el taller y le toca leer. Sin embargo, hace tiempo que lo tiene escrito
en su cabeza. Suele imaginarlo cuando pasea sola por la calle de Arturo Soria,
algo que hace a menudo. Ayer, en una obra de teatro que representaban en el
Valle Inclán, un anciano se lamentaba de que ya no podía caminar solo –“pasear
solo es la libertad”-, y ella entendió bien su dolor, su pérdida. Calculó que
aún le quedaban más de treinta años para caminar sola y le pareció suficiente.
Cuando se pone ante el
ordenador no siente pavor ante la pantalla blanca. Empieza a escribir y surgen
las frases una tras otra, sin esfuerzo, y las imágenes que va creando la
satisfacen. Y disfruta. Cuando termina llama a su marido, al que ella siempre
llama “consorte” y él lee lo que ha escrito. Él le pone alguna coma o le
sugiere quitar algún adjetivo y la felicita, siempre la felicita. Llevan tantos
años juntos que ella sabe que no lo dice por agradar, nunca lo ha hecho, aunque
a veces a ella le hubiera gustado que él mintiera más.
El último paso es subirlo
al blog, ese chica con falda roja que
tantas alegrías le dio hace años cuando la rutina laboral y las obligaciones
maternales amenazaban con diluirla. Ahí será donde la lean sus amigos y sus
hermanas. Ellas son las más exigentes y las que más se asombran de su buena
memoria. Durante unos días su cuenta de whatsapp se llena de manitas
aplaudidoras, caritas con besos y signos de admiración y su amigo Luigi vuelve
a decirle por enésima vez que Buenasbodas es el nuevo Macondo y le hace reír.
El único que no lee lo
que escribe es su hijo. Nunca le ha pedido que lo haga porque sabe que no es el
momento. Eso sí, tiene la certeza absoluta de que será su mejor lector dentro
de treinta o cuarenta años. Cuando ella ya no esté.
Le ha costado sentarse
frente al ordenador, como siempre. Vencer la pereza es casi superior a sus
fuerzas y va demorándolo hasta que no puede más porque al día siguiente tiene
cita en el taller y le toca leer. Sin embargo, hace tiempo que lo tiene escrito
en su cabeza. Suele imaginarlo cuando pasea sola por la calle de Arturo Soria,
algo que hace a menudo. Ayer, en una obra de teatro que representaban en el
Valle Inclán, un anciano se lamentaba de que ya no podía caminar solo –“pasear
solo es la libertad”-, y ella entendió bien su dolor, su pérdida. Calculó que
aún le quedaban más de treinta años para caminar sola y le pareció suficiente.
Cuando se pone ante el
ordenador no siente pavor ante la pantalla blanca. Empieza a escribir y surgen
las frases una tras otra, sin esfuerzo, y las imágenes que va creando la
satisfacen. Y disfruta. Cuando termina llama a su marido, al que ella siempre
llama “consorte” y él lee lo que ha escrito. Él le pone alguna coma o le
sugiere quitar algún adjetivo y la felicita, siempre la felicita. Llevan tantos
años juntos que ella sabe que no lo dice por agradar, nunca lo ha hecho, aunque
a veces a ella le hubiera gustado que él mintiera más.
El último paso es subirlo
al blog, ese chica con falda roja que
tantas alegrías le dio hace años cuando la rutina laboral y las obligaciones
maternales amenazaban con diluirla. Ahí será donde la lean sus amigos y sus
hermanas. Ellas son las más exigentes y las que más se asombran de su buena
memoria. Durante unos días su cuenta de whatsapp se llena de manitas
aplaudidoras, caritas con besos y signos de admiración y su amigo Luigi vuelve
a decirle por enésima vez que Buenasbodas es el nuevo Macondo y le hace reír.
El único que no lee lo
que escribe es su hijo. Nunca le ha pedido que lo haga porque sabe que no es el
momento. Eso sí, tiene la certeza absoluta de que será su mejor lector dentro
de treinta o cuarenta años. Cuando ella ya no esté.