La primera vez que fui a examinarme al instituto de Talavera tenía diez años y mucho sueño. Me había levantado a las seis de la mañana para coger el coche de línea y no estaba acostumbrada a esos madrugones, además el frío que hacía a esas horas te dejaba destemplada para el resto del día.
Esas jornadas de examen eran agotadoras. Arriesgabas el trabajo de todo un año y además lo hacías jugando en campo contrario. Te examinabas de una materia tras otra: podías empezar a las nueve con el examen de ciencias naturales, a las diez seguir con el de gimnasia, a los once con matemáticas y más tarde con el de religión. Y así durante dos días.
El primer día todo fue sobre ruedas pero el segundo tuve que lidiar con mi bestia negra: el dibujo. Al ser zurda contrariada tenía escasas habilidades para dibujar con la mano derecha, pero lo que sí tenía era ojo, algo nefasto para un mal dibujante, ya que era consciente de lo desastroso de mis resultados con el lápiz. La prueba consistía en completar la sección de un jarrón del que nos entregaban sólo la parte izquierda. Hice todo lo que pude con la boca del cacharro, con la panza, con el asa y con la base, pero el parecido con la otra mitad era nulo. Finalmente, y en vistas de que aquello no tenía solución, borré todo rastro de lápiz y tracé un semicírculo casi perfecto desde la base del jarrón hasta la boca.
Me calificaron el examen con un uno, cosa que me sorprendió. Hasta entonces nunca me habían regalado nada.