Mis padres se casaron por la noche. Mi madre, que sólo tenía veinte años, se había quedado embarazada, y esto le costó tener que renunciar al vestido de novia, al banquete nupcial y, sobre todo, a los bailes que en mi pueblo siempre acompañaban a las bodas durante dos días. Tuvo, además, que soportar la felicitación en forma de ostia que su hermano mayor le estampó, en plena cara, en presencia de toda la familia, al enterarse de la buena nueva y los comentarios de sus hermanas que desde entonces siempre le han recordado, a la menor ocasión, que ellas sí se casaron vírgenes.
No tienen una foto que les recuerde ese día. Tampoco la tiene mi hermana la mayor que se casó cuando mi sobrina ya tenía cuatro años y nos lo comunicó dos semanas después. Ni mi hermano, que se fue a vivir con su novia y sus dos hijas y aún no ha tenido un momentito para cumplir ese rito. Ni mi hermana la pequeña, que hace dos años decidió acoger en su apartamento a su novio y dice que hasta que no pase la primera crisis no mueve ficha. Ni, por supuesto, la que suscribe a la que sólo le faltó acudir a casarse en el autobús 9 de la EMT, que, por cierto, nos venía fenomenal. Nos llevaba de puerta a puerta.