Cuando con quince años empecé a trabajar no sabía muy bien lo que se me venía encima. El hotel que nos había contratado debía abrir al público tres semanas más tarde y nuestro trabajo consistía en limpiar todas las instalaciones de los restos de la obra y dejarlo limpio como una patena. Trabajábamos todo el día rodeados de polvo y un día sí y otro también se nos pedía que alargáramos la jornada porque la fecha de apertura se estaba echando encima. Mi padre y mi hermana se sorprendían de que aguantara ese ritmo dados mis pocos años y las pocas chichas que tenía. La gente que trabajaba con nosotros, casi todos andaluces, era muy agradable y a mi colega Isabel, que tenía catorce años, y a mí nos tenían en palmitas.
Al final de la jornada casi todos se iban a una terraza que había al lado a tomarse algo y a hacer unas risas, pero Isabel y yo solíamos derrumbarnos encima de la litera sin quitarnos el uniforme y sin fuerzas ni para cruzar el pasillo y darnos una ducha. Me molestaba ese cansancio que me impedía disfrutar de una de mis adicciones de entonces: los helados Apolo. Una tarde le encargué a mi hermana que a su vuelta del chiringuito me trajera uno. Cuando regresó me tuvo que zarandear porque me había quedado dormida, pero me desperecé rápidamente y empecé a meterle mano, primero las almendritas y el chocolate de arriba, luego los bordes del barquillo...
A la mañana siguiente al despertar sentí una sensación extraña en la espalda. Me incorporé y mis compañeras de cuarto se llevaron las manos a la cabeza, al ver que tenía todo la espalda del uniforme de un intenso amarillo vainilla y un pegote de cucurucho a la altura de omóplato.