sábado, mayo 27, 2017




Son las seis y media de la mañana. Me peso en la báscula del cuarto de baño y leo 52,500. Me bajo, la cojo en brazos y vuelvo a subirme. Ahora leo 56,700. Mi mochila pesa cuatro kilos doscientos gramos. He sido muy juiciosa. Me felicito.
El tren llega a Pamplona a las 10.35. Me cuelgo mi mochila, cojo mi palo y empiezo a andar. La estación está al norte de la ciudad, casi en el extrarradio. Me dirijo hacia la calle Mayor para coger allí el Camino de Santiago. Tengo que preguntar varias veces. Unos lo conocen y otros no. Sigo andando y sigo preguntando. Me gusta preguntar.
Por fin aparecen las vieiras en el suelo. Solo hace falta seguirlas. Voy como Pulgarcito tras sus migas de pan, solo que estas son metálicas y están a salvo de los pájaros. El primer pueblo que atravieso es Cizur Menor (en algún lugar habrá un Cizur Mayor. O no, nunca se sabe). Entro en un bar y pido un descafeinado con leche y una tortilla de jamón. Hay dos peregrinos en otra mesa. Son alemanes, de unos cuarenta y tantos años y bien parecidos. No parecen alemanes de lo guapos que son. Nos saludamos y nos sonreímos. Al salir del bar empieza a llover. Saco la capa y me la pongo encima de la mochila pero no es tarea fácil. Pasa un peregrino joven y le pido ayuda. En principio cree que quiero que me saque la botella de agua, le digo que no, que necesito que la capa cubra bien la mochila y a mí. Ya sabía yo al salir de Madrid que como Blanche Dubois iba a depender de la amabilidad de los extraños.
Voy un poco acelarada y enganchada en un soliloquio inútil acerca de sí mejor hacer el Camino sola o en compañía. Llevo apenas unas horas caminando y ya quiero sacar conclusiones. Subiendo al Alto del Perdón hablo con un venezolano que va con dos chicas brasileñas. Una de ellas sube con mucha dificultad. El chico es muy divertido y cada poco se detiene para jalear a sus acompañantes y darles ánimos. Poco antes de llegar a la cima nos separamos, la distancia con sus amigas se ha agrandado y debe quedarse a esperarlas. Le digo "Buen Camino" y sigo subiendo. El Alto del Perdón es una loma con una fila de molinos eólicos en su cumbre. La compañía que los gestiona ha puesto una esculturas metálicas planas de peregrinos y caballerías. Todo el mundo se para a hacerse la foto. Hay también una camioneta vendiendo bebidas y cosas de comer. Me alegro por primera vez de ir sola porque me ahorro la consabida foto de grupo. Me quito el colgante de la cruz de Santiago que me compré en el anterior Camino y se lo pongo a una de las esculturas femeninas. Y hago la foto. Se la ve contenta. Recupero mi colgante y continúo. Ahora toca una bajada muy pronunciada y tengo que extremar las precauciones.
En el próximo pueblo, Uterga, busco un albergue y doy por terminada la marcha por ese día. Habré recorrido unos veinte kilómetros. El albergue se llama El Camino del Perdón y mi cama está en la buhardilla. Es una habitación preciosa con dos camas individuales y una cama de matrimonio. Tiene las paredes pintadas de colores y una greca en la parte superior. El baño está dentro de la habitación y tiene un espejo de madera blanca muy bonito. Lo único que desentona son los apliques de la habitación y del baño, convencionales y anodinos. Bajo a cenar y los ingleses de la mesa de al lado me sugieren que me una a ellos. Les doy las gracias y me disculpo diciéndoles que mi inglés es nefasto y que prefiero cenar sola. Me doy cuenta de que estoy como una tortuguita en su concha.
El segundo día empieza distinto. Salgo del albergue un poco más tarde que el resto y no hay peregrinos a la vista. Me pongo en el móvil el Carmina Burana y me invade una sensación de bienestar nueva y sorprendente. Tengo ganas de cantar y me arranco con la canción de Serrat sobre el pueblo blanco. Me encanta la estrofa que dice:

"escapad gente tierna
que esta tierra está enferma
y no esperes mañana
lo que no te dio ayer
que no hay nada que hacer..."

Yo que siempre quise irme de mi pueblo tengo la sensación de que me habla a mí. Y cuando canto siempre me acuerdo de García Márquez que decía que los que nunca cantan no saben lo que se pierden. Sigo andando y cuando llego a Puente la Reina me doy cuenta de que haciendo el Camino sola los pájaros cantan más, los campos están más verdes, las retamas más amarillas y abro los brazos en cruz como dando las gracias a no se sabe quién. Casi saliendo del pueblo entro en un café de preciosa decoración, con una música barroca que solo puede estar ahí para mí y con un hombre en la barra que me recuerda por su buena pinta a los monjes que hace años vi en el monasterio de Leyre cantando gregoriano.
El tercer día conozco a Pablito en Azqueta. Está sentado en un banco con un cesto lleno de alcachofas y me detengo a decirle que ya ha hecho la mañana. Una hora después aún sigo hablando con él, ya en su casa y rodeados de trastos y antigüedades a partes iguales. Pablito tiene ochenta y tres años y su nombre no es un diminutivo, es su auténtico nombre, el que figura en su DNI y es una institución del Camino de Santiago. Tiene su sello propio para sellar las credenciales y un libro donde los peregrinos escriben. Lleva regalados más de treinta mil bordones a los caminantes que pasan por su pueblo. El se ocupa de cortarlos de los avellanos y luego los pone al sol para ir enderezándolos y ponerlos rectos. Me cuenta que se casó ya muy mayor, con casi cincuenta años, y tiene dos hijas que viven en Estella. Le pregunto que como lo pronuncian si Estella o Estela. Me dice que Estella, que estelas son las de los muertos. Ahora vive solo con su mujer que tiene catorce años menos que él y que en ese momento no está en la casa. Me asombra su sabiduría y su forma de hablar: utiliza las palabras justas. Me regala una preciosa calabaza y me enseña a sujetarla en la mochila. Es un nudo muy peculiar, como una especie de cadeneta y que para soltarla solo necesitas tirar de un extremo y se desenreda sola. Hago fotos de los muñecos que tienen por toda la casa, de un San Pancracio a tamaño humano y de una estela milenaria que tiene en el jardín. Hablamos de todo un poco: de las conservas, de los huertos, de los colmeneros desaprensivos que alimentan a las abejas con azúcar y agua, de Podemos, del euro, de los puntos verdes en los marcos que le explico que significan que el cuadro está reservado. Dice Pablito que la Unión Europea se ha equivocado queriendo unirnos haciendo un dinero común; en su opinión nos hubiera unido más una lengua única con la que todos pudiéramos comunicarnos sin trabas.
El cuarto día conozco a Ofelia. Enseña la iglesia del Santo Sepulcro en Torres del Río a los peregrinos y tiene sesenta años, aunque el exceso de peso y las penurias de la vida se han ensañado con ella y aparenta más edad. Es una mujer entrañable y extraña. Increíblemente juvenil y cálida, muy cálida. Me siento con ella y me habla de su vida y de la gente que ha conocido enseñando la iglesia. Me cuenta Ofelia que lo que le dan los peregrinos nunca se lo han dado las gentes del pueblo: esas charlas reposadas y esos abrazos. Yo la hablo de Pablito y le pregunto que si le conoce. Se ríe y me dice que claro que lo conoce, y me confiesa que cuando tenía dieciocho años Pablito la pretendió, pero que a ella los hombres de cuarenta entonces le parecían viejos y le dio calabazas. Me dice que unos años después Pablito se casó con una maestra. Cuando tocan a la misa del pueblo me despido y quedo en volver en cuanto salga del oficio. Me pregunta si soy muy de misas, le digo que para nada pero que tengo ganas de cantar.
El quinto día en Viana, a diez kilómetros de mi destino, descubrí una preciosa iglesia gótica en ruinas: la iglesia de San Pedro destrozada por las Guerras Carlistas. Anexo a esta iglesia hay un parque dedicado a Serrat con un monolito con las palabras Caminante no hay camino, Mediterráneo y Penélope, pero ninguna referencia al pueblo blanco. Ya casi llegando a Logroño conozco a María. Tiene ochenta y tres años y es hija de Felisa, otra institución en el Camino, que falleció en 2002. María vive en una casa al pie del Camino y se pasa el día sentada en una mesa dando charla a los peregrinos y sellando la credencial. Su madre, me cuenta, les ofrecía higos a los que pasaban por allí y ella sigue haciéndolo. Cuando María ve la calabaza colgando de la mochila me pregunta si he estado con Pablito. Y me habla de él. Son quintos me dice, se llevan solo unos meses. Le tiene mucho cariño y de vez en cuando uno o la otra se hacen los cuarenta kilómetros que les separan y disfrutan hablando del Camino. Su pasión compartida. María me cuenta que la maestra con la que se casó Pablito se llama Micaela y que es muy seca. Dice que no entiende que es lo que su marido y ella encuentran en el Camino.
Una hora más tarde llego a Logroño. Me tomo dos pinchos de setas con jamón serrano, una clara y un exquisito helado de mazapán y pienso que quizás la próxima vez que vuelva a hacer ese tramo conozca a la maestra. Aunque la verdad es que la maestra no me interesa. Me fascinan Pablito, Ofelia y María porque intuyo que aunque nunca salieron de sus tierras enfermas sobrevivieron gracias a la vida que encontraron en esos caminantes, que un día tras otro se detenían junto a ellos y compartían algo de sus vidas.




lunes, mayo 22, 2017




Margarita es muy guapa. Se lo digo en el momento de las presentaciones y ella se ríe. Insisto y alabo su pelo, precioso. Y en eso sí está de acuerdo. Gari, su hija, nos ha invitado a comer a María José y a mí después de la caminata que hemos hecho juntas por la sierra de San Rafael. Ellas se conocen desde siempre, ambas veraneaban en este pueblo cuando eran adolescentes y siguen ligadas a este paisaje. Yo había coincidido con Gari en otras caminatas, pero solo había cruzado con ella algunas palabras. Como su madre, es guapa y tiene una mirada inteligente y serena que anima a descubrirla, pero mis subidas a San Rafael son de tanto en tanto y no se había dado la ocasión.
Vive con su madre en San Rafael en una casa enorme, aunque el piso de arriba apenas lo frecuentan. No es una casa de campo al uso porque cuando vendieron el piso de Madrid se trajeron parte de esos muebles y más que en la sierra tienes la sensación a veces de estar en una casa acomodada del barrio de Salamanca. Gari debe tener alrededor de sesenta años; Margarita, ochenta y siete.
Nos sentamos a comer y desde el primer momento me siento seducida por Margarita, por sus maneras suaves, por su aire juvenil y por su coquetería, pero sobre todo por su forma de narrar. Habla con una rara inteligencia que te atrapa, y podría pasarme horas escuchándola. Ella también sabe escuchar, está muy atenta a cualquier comentario y se disculpa por aburrirnos con su charla, aunque en el fondo creo que sabe que no nos aburre.
Nos habla de los dos únicos hombres que ha habido en su vida: su marido, que murió hace unos años, y un indio al que trató una breve temporada hace más de sesenta años, pero al que aún no ha olvidado. Ya estaba comprometida con Miguel, que por entonces trabajaba en Barcelona. Dice Margarita que el indio se parecía a Gregory Peck y que antes de regresar a Singapur (era virrey o algo parecido) le pidió que se casara con él. Durante un tiempo siguió mandándole flores desde el otro lado del mundo. Le pregunto si Miguel lo supo y me dice que no. Se lo contó muchos años después, pero que entonces no le habló de él. Me enamora definitivamente cuando nos habla de su niñez, de sus intentos por hacerse visible en una casa de familia numerosa, de su necesidad de llamar la atención de unos y otros. Cada día se imaginaba ser algo distinto, se lo hacía saber a toda la familia y les pedía que la trataran en consecuencia. Unos días era una puerta corredera e imitaba el sonido de una puerta que se desliza por un riel; otros era cristal de Bohemia y cuando alguien se rozaba con ella en un pasillo emitía un ligero ring tembloroso como si fuera una copa golpeada por una cucharilla. Llevaba un diario que luego rompió más tarde para evitar que alguien lo leyera. Años después reincidió en el hábito, pero tampoco lo conserva. Acabó arrojándolo a la chimenea. Lo lamenta ahora. Y lo lamento yo también.
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