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sábado, mayo 27, 2017
Son
las seis y media de la mañana. Me peso en la báscula del cuarto de
baño y leo 52,500. Me bajo, la cojo en brazos y vuelvo a subirme.
Ahora leo 56,700. Mi mochila pesa cuatro kilos doscientos gramos. He
sido muy juiciosa. Me felicito.
El
tren llega a Pamplona a las 10.35. Me cuelgo mi mochila, cojo mi palo
y empiezo a andar. La estación está al norte de la ciudad, casi en
el extrarradio. Me dirijo hacia la calle Mayor para coger allí el
Camino de Santiago. Tengo que preguntar varias veces. Unos lo conocen
y otros no. Sigo andando y sigo preguntando. Me gusta preguntar.
Por
fin aparecen las vieiras en el suelo. Solo hace falta seguirlas. Voy
como Pulgarcito tras sus migas de pan, solo que estas son metálicas
y están a salvo de los pájaros. El primer pueblo que atravieso es
Cizur Menor (en algún lugar habrá un Cizur Mayor. O no, nunca se
sabe). Entro en un bar y pido un descafeinado con leche y una
tortilla de jamón. Hay dos peregrinos en otra mesa. Son alemanes, de
unos cuarenta y tantos años y bien parecidos. No parecen alemanes de
lo guapos que son. Nos saludamos y nos sonreímos. Al salir del bar
empieza a llover. Saco la capa y me la pongo encima de la mochila
pero no es tarea fácil. Pasa un peregrino joven y le pido ayuda. En
principio cree que quiero que me saque la botella de agua, le digo
que no, que necesito que la capa cubra bien la mochila y a mí. Ya
sabía yo al salir de Madrid que como Blanche Dubois iba a depender
de la amabilidad de los extraños.
Voy
un poco acelarada y enganchada en un soliloquio inútil acerca de sí
mejor hacer el Camino sola o en compañía. Llevo apenas unas horas
caminando y ya quiero sacar conclusiones. Subiendo al Alto del Perdón
hablo con un venezolano que va con dos chicas brasileñas. Una de
ellas sube con mucha dificultad. El chico es muy divertido y cada
poco se detiene para jalear a sus acompañantes y darles ánimos.
Poco antes de llegar a la cima nos separamos, la distancia con sus
amigas se ha agrandado y debe quedarse a esperarlas. Le digo "Buen
Camino" y sigo subiendo. El Alto del Perdón es una loma con una
fila de molinos eólicos en su cumbre. La compañía que los gestiona
ha puesto una esculturas metálicas planas de peregrinos y
caballerías. Todo el mundo se para a hacerse la foto. Hay también
una camioneta vendiendo bebidas y cosas de comer. Me alegro por
primera vez de ir sola porque me ahorro la consabida foto de grupo.
Me quito el colgante de la cruz de Santiago que me compré en el
anterior Camino y se lo pongo a una de las esculturas femeninas. Y
hago la foto. Se la ve contenta. Recupero mi colgante y continúo.
Ahora toca una bajada muy pronunciada y tengo que extremar las
precauciones.
En
el próximo pueblo, Uterga, busco un albergue y doy por terminada la
marcha por ese día. Habré recorrido unos veinte kilómetros. El
albergue se llama El Camino del Perdón y mi cama está en la
buhardilla. Es una habitación preciosa con dos camas individuales y
una cama de matrimonio. Tiene las paredes pintadas de colores y una
greca en la parte superior. El baño está dentro de la habitación y
tiene un espejo de madera blanca muy bonito. Lo único que desentona
son los apliques de la habitación y del baño, convencionales y
anodinos. Bajo a cenar y los ingleses de la mesa de al lado me
sugieren que me una a ellos. Les doy las gracias y me disculpo
diciéndoles que mi inglés es nefasto y que prefiero cenar sola. Me
doy cuenta de que estoy como una tortuguita en su concha.
El
segundo día empieza distinto. Salgo del albergue un poco más tarde
que el resto y no hay peregrinos a la vista. Me pongo en el móvil el
Carmina Burana y me invade una sensación de bienestar nueva y
sorprendente. Tengo ganas de cantar y me arranco con la canción de
Serrat sobre el pueblo blanco. Me encanta la estrofa que dice:
"escapad
gente tierna
que
esta tierra está enferma
y
no esperes mañana
lo
que no te dio ayer
que
no hay nada que hacer..."
Yo
que siempre quise irme de mi pueblo tengo la sensación de que me
habla a mí. Y cuando canto siempre me acuerdo de García Márquez
que decía que los que nunca cantan no saben lo que se pierden. Sigo
andando y cuando llego a Puente la Reina me doy cuenta de que
haciendo el Camino sola los pájaros cantan más, los campos están
más verdes, las retamas más amarillas y abro los brazos en cruz
como dando las gracias a no se sabe quién. Casi saliendo del pueblo
entro en un café de preciosa decoración, con una música barroca
que solo puede estar ahí para mí y con un hombre en la barra que me
recuerda por su buena pinta a los monjes que hace años vi en el
monasterio de Leyre cantando gregoriano.
El
tercer día conozco a Pablito en Azqueta. Está sentado en un banco
con un cesto lleno de alcachofas y me detengo a decirle que ya ha
hecho la mañana. Una hora después aún sigo hablando con él, ya en
su casa y rodeados de trastos y antigüedades a partes iguales.
Pablito tiene ochenta y tres años y su nombre no es un diminutivo,
es su auténtico nombre, el que figura en su DNI y es una institución
del Camino de Santiago. Tiene su sello propio para sellar las
credenciales y un libro donde los peregrinos escriben. Lleva
regalados más de treinta mil bordones a los caminantes que pasan por
su pueblo. El se ocupa de cortarlos de los avellanos y luego los pone
al sol para ir enderezándolos y ponerlos rectos. Me cuenta que se
casó ya muy mayor, con casi cincuenta años, y tiene dos hijas que
viven en Estella. Le pregunto que como lo pronuncian si Estella o
Estela. Me dice que Estella, que estelas son las de los muertos. Ahora
vive solo con su mujer que tiene catorce años menos que él y que en
ese momento no está en la casa. Me asombra su sabiduría y su forma
de hablar: utiliza las palabras justas. Me regala una preciosa
calabaza y me enseña a sujetarla en la mochila. Es un nudo muy
peculiar, como una especie de cadeneta y que para soltarla solo
necesitas tirar de un extremo y se desenreda sola. Hago fotos de los
muñecos que tienen por toda la casa, de un San Pancracio a tamaño
humano y de una estela milenaria que tiene en el jardín. Hablamos de
todo un poco: de las conservas, de los huertos, de los colmeneros
desaprensivos que alimentan a las abejas con azúcar y agua, de
Podemos, del euro, de los puntos verdes en los marcos que le explico
que significan que el cuadro está reservado. Dice Pablito que la
Unión Europea se ha equivocado queriendo unirnos haciendo un dinero
común; en su opinión nos hubiera unido más una lengua única con
la que todos pudiéramos comunicarnos sin trabas.
El
cuarto día conozco a Ofelia. Enseña la iglesia del Santo Sepulcro
en Torres del Río a los peregrinos y tiene sesenta años, aunque el
exceso de peso y las penurias de la vida se han ensañado con ella y
aparenta más edad. Es una mujer entrañable y extraña.
Increíblemente juvenil y cálida, muy cálida. Me siento con ella y
me habla de su vida y de la gente que ha conocido enseñando la
iglesia. Me cuenta Ofelia que lo que le dan los peregrinos nunca se
lo han dado las gentes del pueblo: esas charlas reposadas y esos
abrazos. Yo la hablo de Pablito y le pregunto que si le conoce. Se
ríe y me dice que claro que lo conoce, y me confiesa que cuando
tenía dieciocho años Pablito la pretendió, pero que a ella los
hombres de cuarenta entonces le parecían viejos y le dio calabazas.
Me dice que unos años después Pablito se casó con una maestra.
Cuando tocan a la misa del pueblo me despido y quedo en volver en
cuanto salga del oficio. Me pregunta si soy muy de misas, le digo que
para nada pero que tengo ganas de cantar.
El
quinto día en Viana, a diez kilómetros de mi destino, descubrí una
preciosa iglesia gótica en ruinas: la iglesia de San Pedro
destrozada por las Guerras Carlistas. Anexo a esta iglesia hay un
parque dedicado a Serrat con un monolito con las palabras Caminante
no hay camino, Mediterráneo y Penélope, pero ninguna
referencia al pueblo blanco. Ya casi llegando a Logroño conozco a
María. Tiene ochenta y tres años y es hija de Felisa, otra
institución en el Camino, que falleció en 2002. María vive en una
casa al pie del Camino y se pasa el día sentada en una mesa dando
charla a los peregrinos y sellando la credencial. Su madre, me
cuenta, les ofrecía higos a los que pasaban por allí y ella sigue
haciéndolo. Cuando María ve la calabaza colgando de la mochila me
pregunta si he estado con Pablito. Y me habla de él. Son quintos me
dice, se llevan solo unos meses. Le tiene mucho cariño y de vez en
cuando uno o la otra se hacen los cuarenta kilómetros que les
separan y disfrutan hablando del Camino. Su pasión compartida. María
me cuenta que la maestra con la que se casó Pablito se llama Micaela
y que es muy seca. Dice que no entiende que es lo que su marido y
ella encuentran en el Camino.
Una
hora más tarde llego a Logroño. Me tomo dos pinchos de setas con
jamón serrano, una clara y un exquisito helado de mazapán y pienso
que quizás la próxima vez que vuelva a hacer ese tramo conozca a la
maestra. Aunque la verdad es que la maestra no me interesa. Me
fascinan Pablito, Ofelia y María porque intuyo que aunque nunca
salieron de sus tierras enfermas sobrevivieron gracias a la vida que
encontraron en esos caminantes, que un día tras otro se detenían
junto a ellos y compartían algo de sus vidas.
lunes, mayo 22, 2017
Margarita es muy guapa. Se lo digo en
el momento de las presentaciones y ella se ríe. Insisto y alabo su
pelo, precioso. Y en eso sí está de acuerdo. Gari, su hija, nos ha
invitado a comer a María José y a mí después de la caminata que
hemos hecho juntas por la sierra de San Rafael. Ellas se conocen
desde siempre, ambas veraneaban en este pueblo cuando eran
adolescentes y siguen ligadas a este paisaje. Yo había coincidido
con Gari en otras caminatas, pero solo había cruzado con ella
algunas palabras. Como su madre, es guapa y tiene una mirada
inteligente y serena que anima a descubrirla, pero mis subidas a San
Rafael son de tanto en tanto y no se había dado la ocasión.
Vive con su madre en San Rafael en una
casa enorme, aunque el piso de arriba apenas lo frecuentan. No es
una casa de campo al uso porque cuando vendieron el piso de Madrid se
trajeron parte de esos muebles y más que en la sierra tienes la
sensación a veces de estar en una casa acomodada del barrio de
Salamanca. Gari debe tener alrededor de sesenta años; Margarita,
ochenta y siete.
Nos sentamos a comer y desde el primer
momento me siento seducida por Margarita, por sus maneras suaves, por
su aire juvenil y por su coquetería, pero sobre todo por su forma de
narrar. Habla con una rara inteligencia que te atrapa, y podría
pasarme horas escuchándola. Ella también sabe escuchar, está muy
atenta a cualquier comentario y se disculpa por aburrirnos con su
charla, aunque en el fondo creo que sabe que no nos aburre.
Nos habla de los dos únicos hombres
que ha habido en su vida: su marido, que murió hace unos años, y un
indio al que trató una breve temporada hace más de sesenta años,
pero al que aún no ha olvidado. Ya estaba comprometida con Miguel,
que por entonces trabajaba en Barcelona. Dice Margarita que el indio
se parecía a Gregory Peck y que antes de regresar a Singapur (era
virrey o algo parecido) le pidió que se casara con él. Durante un
tiempo siguió mandándole flores desde el otro lado del mundo. Le
pregunto si Miguel lo supo y me dice que no. Se lo contó muchos años
después, pero que entonces no le habló de él. Me enamora
definitivamente cuando nos habla de su niñez, de sus intentos por
hacerse visible en una casa de familia numerosa, de su necesidad de
llamar la atención de unos y otros. Cada día se imaginaba ser algo
distinto, se lo hacía saber a toda la familia y les pedía que la
trataran en consecuencia. Unos días era una puerta corredera e
imitaba el sonido de una puerta que se desliza por un riel; otros era
cristal de Bohemia y cuando alguien se rozaba con ella en un pasillo
emitía un ligero ring tembloroso como si fuera una copa
golpeada por una cucharilla. Llevaba un diario que luego rompió más
tarde para evitar que alguien lo leyera. Años después reincidió en
el hábito, pero tampoco lo conserva. Acabó arrojándolo a la
chimenea. Lo lamenta ahora. Y lo lamento yo también.
.
Son
las seis y media de la mañana. Me peso en la báscula del cuarto de
baño y leo 52,500. Me bajo, la cojo en brazos y vuelvo a subirme.
Ahora leo 56,700. Mi mochila pesa cuatro kilos doscientos gramos. He
sido muy juiciosa. Me felicito.
El
tren llega a Pamplona a las 10.35. Me cuelgo mi mochila, cojo mi palo
y empiezo a andar. La estación está al norte de la ciudad, casi en
el extrarradio. Me dirijo hacia la calle Mayor para coger allí el
Camino de Santiago. Tengo que preguntar varias veces. Unos lo conocen
y otros no. Sigo andando y sigo preguntando. Me gusta preguntar.
Por
fin aparecen las vieiras en el suelo. Solo hace falta seguirlas. Voy
como Pulgarcito tras sus migas de pan, solo que estas son metálicas
y están a salvo de los pájaros. El primer pueblo que atravieso es
Cizur Menor (en algún lugar habrá un Cizur Mayor. O no, nunca se
sabe). Entro en un bar y pido un descafeinado con leche y una
tortilla de jamón. Hay dos peregrinos en otra mesa. Son alemanes, de
unos cuarenta y tantos años y bien parecidos. No parecen alemanes de
lo guapos que son. Nos saludamos y nos sonreímos. Al salir del bar
empieza a llover. Saco la capa y me la pongo encima de la mochila
pero no es tarea fácil. Pasa un peregrino joven y le pido ayuda. En
principio cree que quiero que me saque la botella de agua, le digo
que no, que necesito que la capa cubra bien la mochila y a mí. Ya
sabía yo al salir de Madrid que como Blanche Dubois iba a depender
de la amabilidad de los extraños.
Voy
un poco acelarada y enganchada en un soliloquio inútil acerca de sí
mejor hacer el Camino sola o en compañía. Llevo apenas unas horas
caminando y ya quiero sacar conclusiones. Subiendo al Alto del Perdón
hablo con un venezolano que va con dos chicas brasileñas. Una de
ellas sube con mucha dificultad. El chico es muy divertido y cada
poco se detiene para jalear a sus acompañantes y darles ánimos.
Poco antes de llegar a la cima nos separamos, la distancia con sus
amigas se ha agrandado y debe quedarse a esperarlas. Le digo "Buen
Camino" y sigo subiendo. El Alto del Perdón es una loma con una
fila de molinos eólicos en su cumbre. La compañía que los gestiona
ha puesto una esculturas metálicas planas de peregrinos y
caballerías. Todo el mundo se para a hacerse la foto. Hay también
una camioneta vendiendo bebidas y cosas de comer. Me alegro por
primera vez de ir sola porque me ahorro la consabida foto de grupo.
Me quito el colgante de la cruz de Santiago que me compré en el
anterior Camino y se lo pongo a una de las esculturas femeninas. Y
hago la foto. Se la ve contenta. Recupero mi colgante y continúo.
Ahora toca una bajada muy pronunciada y tengo que extremar las
precauciones.
En
el próximo pueblo, Uterga, busco un albergue y doy por terminada la
marcha por ese día. Habré recorrido unos veinte kilómetros. El
albergue se llama El Camino del Perdón y mi cama está en la
buhardilla. Es una habitación preciosa con dos camas individuales y
una cama de matrimonio. Tiene las paredes pintadas de colores y una
greca en la parte superior. El baño está dentro de la habitación y
tiene un espejo de madera blanca muy bonito. Lo único que desentona
son los apliques de la habitación y del baño, convencionales y
anodinos. Bajo a cenar y los ingleses de la mesa de al lado me
sugieren que me una a ellos. Les doy las gracias y me disculpo
diciéndoles que mi inglés es nefasto y que prefiero cenar sola. Me
doy cuenta de que estoy como una tortuguita en su concha.
El
segundo día empieza distinto. Salgo del albergue un poco más tarde
que el resto y no hay peregrinos a la vista. Me pongo en el móvil el
Carmina Burana y me invade una sensación de bienestar nueva y
sorprendente. Tengo ganas de cantar y me arranco con la canción de
Serrat sobre el pueblo blanco. Me encanta la estrofa que dice:
"escapad
gente tierna
que
esta tierra está enferma
y
no esperes mañana
lo
que no te dio ayer
que
no hay nada que hacer..."
Yo
que siempre quise irme de mi pueblo tengo la sensación de que me
habla a mí. Y cuando canto siempre me acuerdo de García Márquez
que decía que los que nunca cantan no saben lo que se pierden. Sigo
andando y cuando llego a Puente la Reina me doy cuenta de que
haciendo el Camino sola los pájaros cantan más, los campos están
más verdes, las retamas más amarillas y abro los brazos en cruz
como dando las gracias a no se sabe quién. Casi saliendo del pueblo
entro en un café de preciosa decoración, con una música barroca
que solo puede estar ahí para mí y con un hombre en la barra que me
recuerda por su buena pinta a los monjes que hace años vi en el
monasterio de Leyre cantando gregoriano.
El
tercer día conozco a Pablito en Azqueta. Está sentado en un banco
con un cesto lleno de alcachofas y me detengo a decirle que ya ha
hecho la mañana. Una hora después aún sigo hablando con él, ya en
su casa y rodeados de trastos y antigüedades a partes iguales.
Pablito tiene ochenta y tres años y su nombre no es un diminutivo,
es su auténtico nombre, el que figura en su DNI y es una institución
del Camino de Santiago. Tiene su sello propio para sellar las
credenciales y un libro donde los peregrinos escriben. Lleva
regalados más de treinta mil bordones a los caminantes que pasan por
su pueblo. El se ocupa de cortarlos de los avellanos y luego los pone
al sol para ir enderezándolos y ponerlos rectos. Me cuenta que se
casó ya muy mayor, con casi cincuenta años, y tiene dos hijas que
viven en Estella. Le pregunto que como lo pronuncian si Estella o
Estela. Me dice que Estella, que estelas son las de los muertos. Ahora
vive solo con su mujer que tiene catorce años menos que él y que en
ese momento no está en la casa. Me asombra su sabiduría y su forma
de hablar: utiliza las palabras justas. Me regala una preciosa
calabaza y me enseña a sujetarla en la mochila. Es un nudo muy
peculiar, como una especie de cadeneta y que para soltarla solo
necesitas tirar de un extremo y se desenreda sola. Hago fotos de los
muñecos que tienen por toda la casa, de un San Pancracio a tamaño
humano y de una estela milenaria que tiene en el jardín. Hablamos de
todo un poco: de las conservas, de los huertos, de los colmeneros
desaprensivos que alimentan a las abejas con azúcar y agua, de
Podemos, del euro, de los puntos verdes en los marcos que le explico
que significan que el cuadro está reservado. Dice Pablito que la
Unión Europea se ha equivocado queriendo unirnos haciendo un dinero
común; en su opinión nos hubiera unido más una lengua única con
la que todos pudiéramos comunicarnos sin trabas.
El
cuarto día conozco a Ofelia. Enseña la iglesia del Santo Sepulcro
en Torres del Río a los peregrinos y tiene sesenta años, aunque el
exceso de peso y las penurias de la vida se han ensañado con ella y
aparenta más edad. Es una mujer entrañable y extraña.
Increíblemente juvenil y cálida, muy cálida. Me siento con ella y
me habla de su vida y de la gente que ha conocido enseñando la
iglesia. Me cuenta Ofelia que lo que le dan los peregrinos nunca se
lo han dado las gentes del pueblo: esas charlas reposadas y esos
abrazos. Yo la hablo de Pablito y le pregunto que si le conoce. Se
ríe y me dice que claro que lo conoce, y me confiesa que cuando
tenía dieciocho años Pablito la pretendió, pero que a ella los
hombres de cuarenta entonces le parecían viejos y le dio calabazas.
Me dice que unos años después Pablito se casó con una maestra.
Cuando tocan a la misa del pueblo me despido y quedo en volver en
cuanto salga del oficio. Me pregunta si soy muy de misas, le digo que
para nada pero que tengo ganas de cantar.
El
quinto día en Viana, a diez kilómetros de mi destino, descubrí una
preciosa iglesia gótica en ruinas: la iglesia de San Pedro
destrozada por las Guerras Carlistas. Anexo a esta iglesia hay un
parque dedicado a Serrat con un monolito con las palabras Caminante
no hay camino, Mediterráneo y Penélope, pero ninguna
referencia al pueblo blanco. Ya casi llegando a Logroño conozco a
María. Tiene ochenta y tres años y es hija de Felisa, otra
institución en el Camino, que falleció en 2002. María vive en una
casa al pie del Camino y se pasa el día sentada en una mesa dando
charla a los peregrinos y sellando la credencial. Su madre, me
cuenta, les ofrecía higos a los que pasaban por allí y ella sigue
haciéndolo. Cuando María ve la calabaza colgando de la mochila me
pregunta si he estado con Pablito. Y me habla de él. Son quintos me
dice, se llevan solo unos meses. Le tiene mucho cariño y de vez en
cuando uno o la otra se hacen los cuarenta kilómetros que les
separan y disfrutan hablando del Camino. Su pasión compartida. María
me cuenta que la maestra con la que se casó Pablito se llama Micaela
y que es muy seca. Dice que no entiende que es lo que su marido y
ella encuentran en el Camino.
Una
hora más tarde llego a Logroño. Me tomo dos pinchos de setas con
jamón serrano, una clara y un exquisito helado de mazapán y pienso
que quizás la próxima vez que vuelva a hacer ese tramo conozca a la
maestra. Aunque la verdad es que la maestra no me interesa. Me
fascinan Pablito, Ofelia y María porque intuyo que aunque nunca
salieron de sus tierras enfermas sobrevivieron gracias a la vida que
encontraron en esos caminantes, que un día tras otro se detenían
junto a ellos y compartían algo de sus vidas.
Margarita es muy guapa. Se lo digo en
el momento de las presentaciones y ella se ríe. Insisto y alabo su
pelo, precioso. Y en eso sí está de acuerdo. Gari, su hija, nos ha
invitado a comer a María José y a mí después de la caminata que
hemos hecho juntas por la sierra de San Rafael. Ellas se conocen
desde siempre, ambas veraneaban en este pueblo cuando eran
adolescentes y siguen ligadas a este paisaje. Yo había coincidido
con Gari en otras caminatas, pero solo había cruzado con ella
algunas palabras. Como su madre, es guapa y tiene una mirada
inteligente y serena que anima a descubrirla, pero mis subidas a San
Rafael son de tanto en tanto y no se había dado la ocasión.
Vive con su madre en San Rafael en una
casa enorme, aunque el piso de arriba apenas lo frecuentan. No es
una casa de campo al uso porque cuando vendieron el piso de Madrid se
trajeron parte de esos muebles y más que en la sierra tienes la
sensación a veces de estar en una casa acomodada del barrio de
Salamanca. Gari debe tener alrededor de sesenta años; Margarita,
ochenta y siete.
Nos sentamos a comer y desde el primer
momento me siento seducida por Margarita, por sus maneras suaves, por
su aire juvenil y por su coquetería, pero sobre todo por su forma de
narrar. Habla con una rara inteligencia que te atrapa, y podría
pasarme horas escuchándola. Ella también sabe escuchar, está muy
atenta a cualquier comentario y se disculpa por aburrirnos con su
charla, aunque en el fondo creo que sabe que no nos aburre.
Nos habla de los dos únicos hombres
que ha habido en su vida: su marido, que murió hace unos años, y un
indio al que trató una breve temporada hace más de sesenta años,
pero al que aún no ha olvidado. Ya estaba comprometida con Miguel,
que por entonces trabajaba en Barcelona. Dice Margarita que el indio
se parecía a Gregory Peck y que antes de regresar a Singapur (era
virrey o algo parecido) le pidió que se casara con él. Durante un
tiempo siguió mandándole flores desde el otro lado del mundo. Le
pregunto si Miguel lo supo y me dice que no. Se lo contó muchos años
después, pero que entonces no le habló de él. Me enamora
definitivamente cuando nos habla de su niñez, de sus intentos por
hacerse visible en una casa de familia numerosa, de su necesidad de
llamar la atención de unos y otros. Cada día se imaginaba ser algo
distinto, se lo hacía saber a toda la familia y les pedía que la
trataran en consecuencia. Unos días era una puerta corredera e
imitaba el sonido de una puerta que se desliza por un riel; otros era
cristal de Bohemia y cuando alguien se rozaba con ella en un pasillo
emitía un ligero ring tembloroso como si fuera una copa
golpeada por una cucharilla. Llevaba un diario que luego rompió más
tarde para evitar que alguien lo leyera. Años después reincidió en
el hábito, pero tampoco lo conserva. Acabó arrojándolo a la
chimenea. Lo lamenta ahora. Y lo lamento yo también.
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