Siempre he sentido debilidad por la lengua francesa. Mi profesora de COU, una chica delicada de cintura inverosímil, no se limitó a enseñarnos esa lengua sino que aprovechó sus clases para acercarnos a la cultura francesa. Su asignatura era una fiesta; siempre venía cargada de discos, libros, revistas, mapas y cualquier cosa que pudiera sernos útil. Al finalizar el curso había conseguido que me enamorara de Brassens, de Ionesco, de Flaubert, de Truffaut y que pudiera pasar de la rive gauche a la rive droite con los ojos cerrados.
Sin embargo, mi primer contacto con este idioma no fue como para tirar cohetes. El maestro de mi pueblo que nos preparaba para el bachillerato, nunca le dio mucha importancia a esta asignatura. Nos limitábamos a estudiar los verbos, aprender vocabulario y traducir largos textos. Cuando llegó junio habíamos dado ya dos vueltas al libro y el día que tuve que ir a examinarme a Talavera iba bastante confiada con esa materia. El examen escrito me salió muy bien, pero cuando pensaba que todo había concluido nos fueron llamando por orden alfabético para que leyéramos un texto que nos habían entregado junto con el examen. Al principio no entendía nada pero finalmente me di cuenta de que lo que leían no se parecía en nada a lo que estaba escrito en el papel. Poco antes de que llegara mi turno recogí mis cosas y me fui.
Al regresar al pueblo se lo conté al maestro. Hizo un gesto de extrañeza y me dijo que quizás es que el francés era de esas lenguas que se escriben de una manera y se pronuncian de otra. Tampoco le dieron mucha importancia en el instituto al asunto de la pronunciación, porque, a pesar de mi escaramuza, aprobé el examen.