domingo, septiembre 04, 2016




Mientras la perra Laika se preparaba para embarcar en el Sputnik 2 en un viaje del que no volvería viva, yo empezaba a vivir. Mi madre dejó de darme el pecho cuando tenía un año porque creyó que volvía a estar embarazada y no quería repetir la misma experiencia que tuvo con mi hermana mayor, que con casi dos años seguía apegada a su pecho y eso a mi madre le parecía demasiado. Fui bastante precoz al hablar, pero lenta a la hora de caminar y en las fotos se ve una niña de cabeza grande y brazos y piernas rollizos. 
Mi primer recuerdo es del verano en el que acababa de cumplir tres años: mi tía María, la hermana mayor de mi madre, que desde la adolescencia tuvo una salud delicada, murió a los veintinueve años, solo unas semanas antes del día de su boda. Lo único blanco que hubo en el velatorio fue su vestido de novia. Todo lo demás era negro. El novio, mis abuelos, mis padres y mis tíos se vistieron de luto. Daban miedo cuando se movían por la casa, cuando iban y venían a la cocina o al corral. Había que echarse a un lado para que no te llevaran por delante. Parecía que no te veían. Yo prefería estar al lado del féretro: me sentía más segura. Me tranquilizaba mirar a mi tía. Era la que estaba más serena y la más guapa de todos con diferencia. El vestido de novia le sentaba muy bien, a pesar de que el velo lo habían tenido que recoger con alfileres para que no arrastrara por el suelo y quedaba un poco raro. 
La posada se llenó de gente que entraba y salía. A mi tía le hicieron una corona enorme con flores de tela color violeta y plumas negras que durante años mi abuela guardó encima de un armario envuelta en una sábana y que el día de Todos los Santos llevaban al cementerio y colocaban sobre su tumba de mármol blanco. Lo peor del luto era que no se podía cantar, ni poner la radio ni casi reírse. Y sobre todo que duraba tres años. Y en esos tres años ya no escuchamos los Clavelitos, el Yo vendo unos ojos negros, el Quince años tiene mi amor del Dúo Dinámico o el Estando contigo de Marisol.
Después de la muerte de mi tía María mi madre y sus hermanas pasaron mucho tiempo en la posada acompañando a mi abuela. Una mañana en la que jugaba sola a la puerta de la cocina escuché una conversación muy curiosa. Mi madre y una de mis tías estaban dentro y cuando me di cuenta de que hablaban de mi hermana y de mí, presté atención. Mi tía decía que mi hermana era guapísima, que le encantaban sus bucles rubios y sus aires de princesa. Cuando acabó las loas a mi hermana y empezó conmigo me quedé perpleja. Decía la bruja de mi tía que era una pena que fuera tan feílla. Imaginé a mi madre poniendo cara de sorpresa ante ese comentario y esperé oírla responder como es debido y poner las cosas en su sitio, pero mi madre, que no sabía que estaba escuchando, se limitó a decir: "Mujer, no es para tanto".
Un mes después, mi hermana, que tenía seis años, empezó la escuela. Le habían comprado una cartilla con todas las letras. Yo, que tenía tres, le pedí que me enseñara a leer. Me dijo que sólo conocía las vocales. Repasé esas cinco letras y me acerqué con la cartilla a mi madre. Le pregunté cómo se llamaba la letra que le señalaba. Mi madre me dijo que la eme, y me leyó: "ma, me, mi, mo, mu". Volví al patio y empecé a practicar: "mama, memo, mimo, mamo..." Cuando acabé volví a preguntar por otra letra y por cómo se decía, y por otra, y por otra, y así hasta que terminé la cartilla.
Cuando la maestra del pueblo se enteró, le dijo a mi madre que aunque no era lo establecido podía llevarme a la escuela para que no olvidara lo aprendido. Y así fue como inicié mis estudios tres años antes de lo previsto. La escuela no era un edificio construido para ese uso. Era la troje de tía Longina, una estancia con poca luz y mucho frío donde crías de todas las edades pasábamos la mañana. Por las noches, con frecuencia, me llamaban de la posada para que fuera a leer. Siempre había algún arriero que no se acababa de creer lo que había oído contar de la nieta de la posadera. Llegaba con mi sillita, me sentaba y me quedaba mirando a los que hablaban hasta que se hacía el silencio. Alguien me alargaba una hoja de periódico arrugada, a veces hasta grasienta, y leía una noticia tras otra. Levantaba la cabeza de vez en cuando para ver la sorpresa de los mayores y la envidia de mi hermana y de mis primas. Y me sentía en paz. Unas tenían bucles y otras leíamos.
Sin embargo era difícil encontrar cosas que leer, no había libros ni cuentos, y yo me agarraba a lo que podía. Como mi madre y sus hermanas iban a menudo al cementerio para visitar a su hermana, aprovechaba para leer las inscripciones de las tumbas. Mi madre todavía recuerda que mi preferida era una baldosa de cerámica de Talavera que estaba justo al lado de la de mi tía y que les leía una y otra vez: "Aquí yace Jacinto que falleció el día...". Este mes de agosto visité el cementerio de mi pueblo pero Jacinto ya no yace allí.