viernes, noviembre 19, 2004




A veces me he perdido en aviones y viajes interminables en busca de nuevas sensaciones sin darme cuenta de que el paraíso está a la vuelta de la esquina. El día de los Santos visité El Capricho de la duquesa de Osuna, un jardín romántico (mi marido dice que rococó) situado en el este de Madrid, y desde que crucé el acceso al parque me sentí transportada a otros tiempos. Sentí que revivía.
Unas veces parecía que estabas dentro de un cuadro de Goya, otras creías atisbar a un niño vestido con traje de época corriendo entre el laberinto y, al momento siguiente, jurarías haber visto a una pareja decimonónica saliendo del embarcadero de la casa de las cañas. No sé si sería por las mezclas de colores de las hojas en el otoño, por el sol que se colaba entre los árboles o por el olor a mojado que se respiraba después de varias días lloviendo en Madrid, pero mis sentidos agradecieron vivamente ese paseo y se despojaron de tanta miseria cotidiana que, a veces inevitablemente, nos envuelve.
Sólo eché de menos un detalle. A pesar de que los pájaros hacían lo que podían, hubiera pagado porque en el templete de Baco o en la terraza del palacio un grupo de cámara nos hubiera acariciado los oídos. Por eso cuando llegué a casa puse la segunda suite para chelo de Bach y cerré los ojos.