viernes, julio 30, 2004




Cuando cumplí dieciocho años mi madre me animó a dejar mi trabajo de camarera en la costa y a buscarme la vida en Madrid. Ella, que siempre fue una fantástica, pensaba que ya en la misma estación de Atocha alguien me estaría esperando con un contrato de trabajo en la mano. Nunca lo supe porque me equivoqué y continué hasta Chamartín y allí, aparte de gente corriendo, no vi nada de eso.

Lo primero que hice al llegar fue ir a ver a una prima mía que trabajaba en una academia. Debió darse cuenta del apuro que tenía porque le comentó a su jefe mi problema y el buen hombre se apiadó de mí. Me dijo que no me preocupara que el jefe de personal de unos grandes almacenes era amigo suyo y que le iba a llamar para que me entrevistara. Cuando nos quedamos a solas, mi prima se sorprendió de que no estuviera dando saltos de alegría. Le confesé que trabajar de dependienta en El Corte Inglés me parecía casi un sueño pero que les había ocultado algo importante. Le dije que sentía haberles hecho perder el tiempo pero que nunca conseguiría ese trabajo: mi nivel de inglés era rudimentario.






jueves, julio 29, 2004




Un verano mi amiga Ana, su hermana (la misma a la que su padre llamó puta) y yo decidimos vivir una experiencia nueva. Justo al lado de mi casa había una sala de cine X donde proyectaban la película "Sexo en vivo" y decidimos acudir a la primera sesión de la tarde. Además de ver una película porno, sentíamos curiosidad por ver qué tipo de gente frecuentaba esas salas: hombres solos, grupos de amigos, parejas...
 
La sala estaba en semipenumbra y las entradas no eran numeradas. Nos sentamos hacia la mitad de la sala seguidas por los ojos de todos los que ya habían ocupado sus asientos en la parte de atrás. Con una mirada bastaba para hacerse una idea: todos eran hombres solos, bastante jóvenes la mayoría y entre uno y otro había al menos cuatro o cinco butacas libres. Al sentarnos alguien silbó y todos los que estaban sentados delante de nosotras, se volvieron hacia atrás de golpe sin ningún disimulo. Y empezaron las incomodidades.

Afortunadamente, en ese momento se apagaron las luces. Nada de corto, ni próximamente en esta pantalla, ni visite nuestro bar, ni el del caballo de Marlboro, no hubo preámbulo alguno. La primera escena transcurría en un hospital. Una enfermera entraba en un quirófano y sonreía al cirujano mientras le ayudaba a enfundarse los guantes y le ataba la mascarilla. Una de médicos pensé yo. Me sorprendió tanta normalidad, la enfermera estaba bien pero apenas tenía pecho y el largo de la falda era quizás excesivo. De pronto la cámara enfocó a un hombre tumbado sobre una camilla y al que descubrieron el pene. Esto se anima pensé, y se animó. El de la mascarilla cogió un bisturí, dio un corte limpio en la piel cerca del glande e insertó una especie de varilla de plástico blanca. Nosotras cerramos los ojos de la grima y en la sala se escuchó una especie de quejido conjunto mientras una voz en off narraba las ventajas de este tipo de operaciones para atajar problemas de erección. Uno a uno y con cierta presteza empezaron a abandonar la sala y en cinco minutos nos quedamos solas. 
  
Lo que hoy me sorprende es que nadie reclamara.  Ni siquiera yo.




miércoles, julio 28, 2004




El espectáculo de danza que acabábamos de presenciar había sido cuando menos lamentable.  Mientras nos levantábamos la chica que había estado sentada a mi izquierda se lamentaba ante su acompañante del desastre presenciado. Él callaba o contestaba con monosílabos. Ella siguió largando y finalmente, le preguntó a bocajarro qué pensaba él de la función. Estuve a punto de decirle a esa tía que por qué no se callaba de una vez, se veía que él no quería entrar en polémica, que estaba pensando en otra cosa y esa especie de ausencia consiguió enternecerme y tomar partido por él. Pero ante esa pregunta tan directa él se arrancó de repente y le dijo:
 
"Si llego a saber que es esta tontería traemos a los niños".
 
Y me vino a la memoria una frase leída años atrás en la Revista de Occidente: Más vale permanecer callado y parecer estúpido que abrir la boca y disipar toda duda.






martes, julio 27, 2004




El año pasado viajé a Málaga por un asunto de trabajo. Estaba paseando sola a última hora de la tarde cuando recordé que debería abrir el correo y pensé que era un buen momento para conocer uno de esos lugares conocidos como cibercafés. Desde siempre me han fascinado los cafés, y estos nuevos recintos los había imaginado como espacios con poca luz donde brillaran las pantallas, con un equipo encima de cada una de las mesas, con tazas de café olvidadas y con un ambiente cargado. Pregunté en un kiosko de prensa y tras varias consultas más llegué a la puerta de uno de ellos. Nada más entrar me di cuenta de que me habían informado mal. Era una especie de bar-cafetería de ambiente familiar y un poco cutre, de esos con dos o tres mesas de formica colocadas de cualquier manera y sillas revueltas por doquier y el televisor imponiéndose sobre las voces de los parroquianos.

Me acerqué a la barra y le pregunté al camarero si conocía un cibercafé, y para mi sorpresa me señaló una especie de mampara y me dijo que detrás estaban los puestos. Le pedí un café y mientras me lo servía me asomé detrás del biombo: sentados de cara a la pared había cuatro chicos y una chica, con los codos casi rozándose y la cara metida en la pantalla. Tres de los chicos tenían puestos los cascos y ninguno hizo gesto alguno ante mi llegada. ¿Un cibercafé? Para nada, eso lo que realmente parecía era un call center. Así que pagué el café y me fui. Y seguí paseando y fantaseando.





lunes, julio 26, 2004




La generación de mis abuelos recibía la llegada de los hijos con la misma naturalidad que las estaciones. Llegaban uno tras otro y muchos de ellos morían de pequeños. Cuando eso ocurría ponían el nombre del desaparecido al siguiente y tiraban pa'lante. Y no lo consideraban un drama, eso era algo a lo que la vida les había acostumbrado.

Mi abuela materna perdió cuatro hijos en esas circunstancias y, sin embargo, sólo se vino abajo cuando se murió mi tía María: tenía 29 años y se iba a casar veinte días después. La amortajaron con el vestido de novia y lo que más me sorprendió, al mirarla desde la puerta, fue ver que las suelas de los zapatos de tacón estaban impecables.

En situaciones así todo el mundo se olvidaba de los niños, que deambulaban perdidos de una estancia a otra con la certeza de que había ocurrido algo serio. Yo lo supe ese día porque a las cuatro de la tarde aún nadie se había acordado de hacerme las trenzas. 





sábado, julio 24, 2004




Para teki
 
Durante los primeros años de mi estancia en Madrid viajaba a menudo a Levante a visitar a mis padres. Uno de esos viajes en tren lo hice junto a una señora de unos setenta años. "Acabo de pasar por un trance muy duro", me confesó nada más salir de Atocha, "me he quedado viuda y vivir sola en la casa que compartíamos los dos se me hace cuesta arriba, por eso he decidido irme a pasar unos días a Benidorm a ver si me distraigo".
Me enterneció esa confidencia y la animé a continuar preguntándole cuantos años habían estado casados. "Cinco", me contestó, y ante mi cara de sorpresa me aclaró que era su segundo marido. 
"No tengo queja del primero", me dijo, "era un hombre bueno". Y señalándose las piernas me contó que siempre había tenido problemas con ellas, que se le hinchaban muy a menudo y que cuando salían a dar un paseo se le hacía interminable el camino de vuelta a casa. "Mi primer marido", me dijo, "cuando me oía quejarme me animaba y me decía que ya quedaba poco, que ya estábamos llegando y cosas así". Se recolocó en el asiento y una sonrisa de satisfacción le iluminó la cara. "Pero el segundo", continuó, "el segundo era único, hija mía: sólo tenía que abrir la boca y decir que estaba cansada y él, inmediatamente, levantaba el brazo y gritaba ¡¡Taxi!!, ¡¡taxi!!".




viernes, julio 23, 2004




"Detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer". No sé quién lo dijo, y tampoco sé si estoy de acuerdo con esa sentencia.
 
"Detrás de una gran mujer siempre hay una buenísima asistenta". Lo dijo Carmen Rico Godoy y no voy a ser yo quién se lo discuta.




jueves, julio 22, 2004




Una mañana la maestra de mi pueblo nos contó que al día siguiente íbamos a recibir la visita de una inspectora del Ministerio. Era la primera vez para las más pequeñas y nos hizo mucha ilusión. Esas apariciones, en contra de lo que se podía pensar, no eran visitas a traición, no. Los inspectores siempre avisaban de su llegada, y no sólo eso, sino que además le enviaban a la maestra el examen que iban a poner. Se supone que aquello servía para controlar la calidad de la enseñanza. Para que terminéis de haceros idea, mi pueblo apenas tenía 1.000 habitantes y sólo había una escuela, con dos aulas, una para chicos y otra para chicas,  en la que estudiábamos alumnas de distintas edades.
 
La maestra, como tenía por costumbre, a pesar de que se supone que se trataba de un examen sorpresa, escribió las preguntas en la pizarra, y empezamos a ensayar las respuestas en grupo. Se trataba de dejar el pabellón femenino de mi pueblo bien alto (y fuera de dudas la competencia de la maestra en sus tareas docentes). A pesar de mi buena memoria sólo recuerdo una pregunta de aquel cuestionario. Y la recuerdo por la polémica que levantó. Se nos preguntaba que cuál era el mayor enemigo del hombre. Cuando la maestra hizo esa pregunta, la chica que se sentaba a mi lado contestó que el mayor enemigo del hombre era el lobo. Vimos por su gesto que no era eso, y seguimos aventurándonos: las víboras, los rayos, el león, el veneno, los perros rabiosos, el fuego, el matarratas, las avispas, los cuchillos jamoneros... Desesperada la maestra dejó de preguntar y se dirigió a la pizarra. La respuesta correcta es el alcohol, nos dijo, y lo escribió con mayúsculas. Pusimos tal cara de sorpresa que la mujer lo repitió varias veces e insistió en que lo recordáramos al día siguiente. 
 
Por supuesto que no se nos olvidó, como no se nos olvidó levantarnos al ver entrar a la inspectora en la escuela, y volver a incorporarnos al despedirla con un "qué usted lo pase bien", cuando se marchó con nuestros cuestionarios recién cumplimentados. Lo que siempre me he preguntado es qué pensaría esa inspectora en su despacho de Toledo, días después,  al comprobar con una sonrisa tolerante que las cuarenta y tres crías de un pueblo perdido se habían mostrado unánimes al afirmar que el alcohol era el mayor enemigo del hombre.






miércoles, julio 21, 2004




Cuando mis padres emigraron a Levante tuvieron que lidiar con decenas de problemas totalmente nuevos para ellos. Uno de los primeros, por la necesidad de instalarse de una manera mínimamente decente, fue el de bregar con los oficios: albañiles, fontaneros, electricistas... En el pueblo eso quedaba en familia, todos sabían de todo y eran autosuficientes.

La visita de un fontanero desasosegó a mi padre una mañana de marzo. Estaba solo y desde el primer momento se dio cuenta de que el profesional tenía menos idea que él. Llevaba casi una hora mareando la perdiz, yendo y viniendo a su furgoneta y preguntando a mi padre en qué dirección circulaba el agua en una cañería que estaba al descubierto, si de izquierda a derecha o viceversa.

Cuando llegó mi madre a casa, mi padre se la llevó al salón y se lo contó. Y además, le dijo, como facturará por horas nos va a costar un riñón: lleva desde las once dando vueltas y haciendo preguntas. Mi madre no se alteró, se olvidó de que había salido de su pueblito hacía sólo dos semanas y se fue en busca del interfecto. Entró en el baño, hizo como que se sorprendía al encontrarse con el fontanero, se volvió a mi padre y le dijo: Paco, cómo se te ha ocurrido llamar a este buen hombre si sabes que no le podemos pagar.

El fontanero recogió a toda pastilla sus útiles y mis padres se pusieron a comer.






martes, julio 20, 2004




"La mayoría de las mujeres tienen una adolescencia exaltada, se interesan mucho por los chicos y el sexo; poco a poco se cansan, tienen cada vez menos ganas de abrir las piernas, de curvar la espalda y presentar el culo; buscan una relación tierna que no encuentran, una pasión que ya no son realmente capaces de sentir; entonces empiezan para ellas los años difíciles." Lo leía anoche en una novela de Houellebecq y consiguió desasosegarme. Cerré Las Partículas Elementales y los ojos y me repetí lo que siempre me digo cuando leo algo de él: me encanta el humor de este tío pero no deja de joderme su mala leche. Debí pensar en otra cosa, y en otra, y creo que me adormilé sentada en la cama.

De repente noté los ojos húmedos y sentí un estremecimiento. Había olvidado a Houellebecq y me había dejado llevar por la música que me llegaba desde el salón. Era una viola de gamba. Era Marais. Era Jordi Savall. Y pensé que aunque hubiera años difíciles siempre quedaría música como ésta.




lunes, julio 19, 2004




Mi primer trabajo en la capital consistió en cuidar niños. Por las mañanas estudiaba COU y por las tardes peleaba con cuatro salvajes. Un día la madre de los niños me comentó que su marido viajaba mucho: ser Director General de Relaciones Internacionales de una entidad financiera tenía esos inconvenientes. Como mi preocupación por aquellas fechas era qué hacer con mi vida laboral, este comentario fue como un revulsivo y, de pronto, se me hizo la luz. Qué buena idea, me dije, yo también trabajaré en un banco. Cuando terminé COU me matriculé en una academia que preparaba para esos menesteres. Justo un año después, conseguí convencer a mi primer entrevistador de que si había sido una camarera rápida como una comadreja por qué no iba a ser capaz de contar el dinero sin que me temblara el pulso. A la semana siguiente abandoné el servicio doméstico y pasé al sector financiero.
 
La duda que siempre me ha asaltado es la siguiente: si en vez de cuidar los hijos de un banquero me hubiera ocupado de los de Julio Iglesias y la Preysler, por qué profesión me hubiera decantado. Hay días que pienso que sería una cantante de éxito, entregada a un público que me adoraría y otros me veo en la portada del ¡HOLA! con la sonrisa congelada y rodeada de vástagos.











LO SA-BÍ-A.
Antes o después tenía que pasar. Ahora ya no sirve de nada lamentarse por nuestra mala suerte, ni justificarse por utilizarla para menesteres que no le son propios, ni echar la culpa a la mala calidad de los materiales, ni escudarse en que hay que salir de la rutina.
Ha pasado y punto. Nos hemos cargado la encimera de la cocina. Y no voy a dar más detalles. Bueno, sólo uno: mereció la pena.




domingo, julio 18, 2004




Lo bueno de los pueblos pequeños es que todo el mundo destaca por algo. Ya desde crío te acostumbras a vivir con esa singularidad de ser el más alto, la que mejor canta en la iglesia, el más guapo, la que mejor dibuja, el que mejor baila suelto,  el que va siempre más limpio, la más cariñosa con sus abuelos, el mejor recadero, el que hace mejor de monaguillo, la más lista en la escuela...
 
Esa última era yo. En realidad, lo que querían decir es que era la más precoz -aprendí a leer sola con tres años-, pero en mi pueblo no perdían el tiempo con ese tipo de sutilezas. Decían que era tan lista que seguro que terminaría casándome con un maestro.
 
Mi madre que no había leído El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir, ni sabía nada de Virginia Wolf y su habitación propia, les contestaba siempre lo mismo: la maestra será ella.





sábado, julio 17, 2004




El arquitecto era un tipo muy interesante pero apareció en un mal momento, yo estaba encoñada con D y no le presté atención. Meses después la situación cambió, D empezó a coquetear con una antigua novia suya y me obligó a devolverle la jugada. Me encantó que fuera arquitecto porque a D siempre le había parecido una ocupación interesante (por esa mezcla de técnica y arte que, al menos en teoría, les acompaña). Aunque era de Barcelona, vivía temporalmente en Madrid, en un ático precioso en el barrio de los Austrias. Por entonces el sueño de D, que vivía en un piso interior, era tener un ático con mucha luz y ya me ocupé de señalárselo un día que paseábamos por ese barrio.

Fue una relación muy bonita y hecha a mi medida. Además, me cubría todos los huecos casi sin darse cuenta y no era celoso. Que D se tomaba una caña con su ex, pues el arquitecto me llevaba a cenar. Que, más tarde, nos reconciliábamos y estábamos diez días seguidos sin despegarnos, pues el arquitecto siempre tenía algo que hacer. Además era muy obsequioso y, providencialmente, siempre me mandaba flores el día en que D estaba en mi casa, y no unas flores corrientes, no, qué va, era de gustos muy refinados, y se lo podía permitir además. Siempre me llamaba por teléfono en el momento oportuno, cuando yo necesitaba dar un toque de atención a D. Disfrutaba haciendo risas con él por teléfono mientras D disimulaba su enojo. Viajaba mucho, pero casi siempre coincidía con periodos en los que estaba bien con D. Y se fue a vivir a Nueva York, casualmente, cuando mi relacion con D se estabilizó.

Meses después le confesé lo mal que había llevado los coqueteos con su ex. Sabías que era renuente a asumir compromisos, me contestó, y nunca te lo oculté. Además, concluyó, tampoco tú perdiste el tiempo. Lo perdí a mi manera, le dije, el arquitecto sólo existió en mi imaginación. ¿Y las flores? Las flores me las enviaba yo y encima eran caras de cojones. ¿Y el ático de la calle de la Bola? Ni idea, pero me gustaba por las plantas que tenía. ¿Y las llamadas telefónicas? En principio pensé en encomendárselo a una amiga, continué, pero acabé dejándolo en manos de profesionales. ¿Profesionales? Sí, el despertador automático de Telefónica. Eso sí, me dolía la oreja de tanto apretar el auricular para que no oyeras decir a la operadora: ocho horas cinco minutos veinte segundos, ocho horas cinco minutos cuarenta segundos...







viernes, julio 16, 2004




Hoy me he levantado un poco gamberra. ¿No se nota?




jueves, julio 15, 2004




Tantos años para llegar a una conclusión tan elemental:

Los tontos no me ponen.




miércoles, julio 14, 2004




Una tarde al ir a tomar el Metro junto con una amiga, nos abordó un chico francés que nos pidió dinero para dormir esa noche en una pensión. Sus amigos, nos contó, acababan de irse a Zaragoza y él había perdido el tren. Le dijimos que podíamos alojarlo en mi casa por esa noche y nos fuimos en Metro hacia allí. En el trayecto comentó que tenía hambre, y le dijimos que no se preocupara, que algo habría para cenar. Le gustaría tomar algo de queso, puntualizó. A nosotras nos sorprendió, pero pensamos que como era francés, pues sería por eso. Nosotras dormimos en el dormitorio y a él le montamos la cama en una tarima que usaba en el salón a modo de sofá.

A la mañana siguiente toda su preocupación era que su radiocasete no "rellistraba"; no "rellistra", no "rellistra", insistía; me pidió un destornillador y nos preguntó donde podría comprar un fusible, para que su aparato "rellistrara", supusimos. No dejaba de sorprendernos que a alguien que estaba tirado en una ciudad desconocida sin dinero le preocupase algo tan banal. Más tarde le acompañamos a casa de mi amiga, que vivía muy cerca, para que pudiera hablar por teléfono, y después de una llamada eterna a Zaragoza se despidió de nosotras. Al volver a casa me di cuenta de que todas las fundas de mis casetes estaban vacías y el destornillador había desaparecido; a los dos meses mi amiga comprobó que la llamada no había sido a Zaragoza, sino a París y la Telefónica le facturaba casi tres mil pesetas por ella.

Al mes siguiente conocimos a un jovencísimo piloto de la Pan Am que estaba en Madrid de paso; era un tipo muy interesante y divertido. Una noche mientras cenábamos los tres le contamos la historia del francés. Nuestra ingenuidad lo dejó perplejo. Se interesó por las cintas que se había llevado y por el importe de la factura y nos dijo que le gustaría restituirnos el dinero perdido para que olvidáramos el incidente y siguiéramos confiando en el género humano. Nos reímos las dos y, por supuesto, rechazamos su ofrecimiento.

Días después tuvo que regresar precipitadamente a California. Antes nos llamó para despedirse y nos dijo que en la recepción de su hotel nos dejaba un paquete con un jersey suyo que a las dos nos había encantado. Cuando por la tarde fuimos a recogerlo y lo abrimos, además del jersey de tacto sedoso encontramos un montón de cintas de música clásica y un sobre con varios billetes de cinco dólares, unas tres mil pesetas al cambio.







Durante años viví en el Centro de Madrid en una calle de dudosa moralidad. Ocupaba el primer piso de una casa antigua y uno de mis entretenimientos preferidos era salir al balcón a fumarme un cigarrillo mientras mi gato se sentaba a mirar a mi lado. En pocos días conocí a todas las putas que trabajaban esa calle. Oía sus conversaciones sin esforzarme y me sorprendió el tono de las mismas: nada diferente de otros trabajos, se quejaban de unos clientes y glosaban a otros, hablaban de sus hijos, de los precios de los distintos servicios, la mayoría de ellas se respetaban sus clientes fijos y, en una ocasión, me sorprendieron recaudando dinero para comprar un regalo al hijo de una de ellas que iba a hacer la Primera Comunión.

A los que nunca pude entender fue a los clientes: jóvenes, treintañeros, de mediana edad, abueletes. Tímidos o deslenguados, faltos de atractivos o sobrados de ellos... Al principio me dediqué a adivinar quienes de los que avanzaban por la calle se pararían y quienes pasarían de largo. Al final, desistí, todos eran clientes potenciales.




martes, julio 13, 2004




Cuando tenemos que comprar algo para la casa siempre vamos los dos: ya sea un nuevo sofá, una estantería en Ikea o, simplemente, elegir una tela para el nuevo estor del cuarto de nuestro hijo. Sin embargo cuando se trata de renovar mi vestuario prefiero ir sola. Siempre sola. Y cuando regreso jamás muestro mis nuevas adquisiciones sacándolas de la bolsa. Antes me dejaría matar. Me voy al dormitorio y me visto tal y como me he imaginado con esa blusita recién llegada a mis manos. Procuro que no falte ni un detalle: la falda adecuada, las sandalias precisas, la hombrera del sujetador que quiero que asome o el pañuelito al cuello que pide a gritos. Y entonces es cuando salgo del dormitorio, digo ¡tachán! y me pongo delante de él. Me encanta ese juego.

El día que me compré la falda roja fui un poco más lejos. Asomé la cabeza y le pedí que cerrara los ojos y se sentara en el sofá. Me acerqué a él, me senté a horcajadas en sus rodillas y le pedí que me tocara las caderas. Qué tacto más exquisito, me dijo, acomodándome mejor en sus piernas y atrayéndome hacia él. Bajó las manos hasta mis rodillas y empezó a deslizar la seda hacia arriba mientras me decía que me sobraba algo, no me sobra, le dije, te sobra, me insistió, me subestimas, le reproché, no habrás sido capaz, me atajó, quería sentir la seda sobre mi piel, le aclaré, eres una bruja, me susurró al oído, tú crees, musité... en el momento en el que él comprobaba que no había nada bajo la falda que sobrase.




lunes, julio 12, 2004




Empecé a trabajar en esta empresa en 1992. Como recién llegada que era esperaba tener que satisfacer ciertas curiosidades sobre mi persona del tipo de: vives con tus padres, tienes novio, qué carrera has hecho, dónde has trabajado antes... Pero no, la pregunta siempre era la misma: ¿has ido a la Expo de Sevilla? No, respondía. ¿Y cuándo vas a ir? No, no voy a ir, no me gustan ese tipo de eventos. Ah!, qué curioso, me decían.

Lo he recordado esta mañana cuando me han preguntado que adónde me voy de vacaciones. Iré unos días al mar, he contestado, y a todos les ha parecido muy bien. Y después iré a Barcelona, les he dicho. Al Forum, claro. Iba a decir que no pero sólo he sonreído. Y se han quedado tan contentos.




domingo, julio 11, 2004




¿Eres infiel?

a) Te acuestas con una tercera persona. SÍ, ERES INFIEL.
b) Deseas a una tercera persona, pero no te acuestas con ella. NO, NO LO ERES.

a) La invitas a compartir tu cama y acepta. SÍ, ERES INFIEL.
b) La invitas a compartir tu cama y rehúsa. NO, NO LO ERES.

a) No puedes quitarte de la cabeza a tu pareja cuando te tiras a un tercero. SÍ, ERES INFIEL.
b) Te resulta excitante pensar en esa otra persona cuando follas con tu pareja. NO, NO LO ERES.

¿Sabemos de qué hablamos cuando hablamos de fidelidad?




viernes, julio 09, 2004




Hace años leí El gran cuaderno. Es una novela corta que narra las peripecias de dos hermanos gemelos, acogidos con desgana por una abuela que los desprecia, y su manera de enfrentarse a las humillaciones cotidianas. Logran endurecerse y salir adelante. La novela acaba cuando deciden separarse para afrontar el único reto que les queda pendiente: sobrevivir cada uno por su lado. Esta novelita de Agota Kristof me recordó una de mis angustias recurrentes al llegar a Madrid: temía perder la cartera, o que me atracasen, y encontrarme sin dinero para pagar el transporte de vuelta a casa. Vivía sola y no tenía padres o hermanos a quienes telefonear para que me sacaran del apuro. Dependía sólo de mí misma y lo sabía.

Un día me dije que si me ocurría algo así resolvería el problema pidiendo dinero para el Metro a la primera persona que me encontrara. No sería difícil que algún alma caritativa se apiadara de mí. Tendría la cara suficiente para hacerlo, me preguntaba, o me paralizaría la vergüenza. Para salir de dudas decidí tirarme al agua.

El lunes viajé gratis gracias a la generosidad de un jubilado; el martes recurrí a una chica de mi edad: el miércoles rogué a una taquillera de la estación de Sol que hiciera la vista gorda y el jueves un tío joven con pinta de ejecutivo al que abordé me soltó un puñado de monedas, más del triple del importe del billete. A punto estuve de decirle que no necesitaba tanto pero lo pensé mejor y me compré un helado. Hay que darse una alegría de vez en cuando, pensé.




jueves, julio 08, 2004




Me gustaría que peke no tuviera que darme el pésame.
Me gustaría no tener que bloquear la entrada a nadie.
Me gustaría que dejarais esta casa siempre con una sonrisa.
Me gustaría poder escribir relatos morbosos sin miedo a dar pie a comentarios vulgares.
Me gustaría no tener que borrar jamás ningún comentario.
Me gustaría que jugáramos a seducirnos.
Me gustaría no tener que poner orden cada dos por tres.
Me gustaría que os sintierais como en vuestra casa.
Me gustaría no tener que rastrear IP's en busca de coincidencias sospechosas.
Me gustaría que los que callan fueran cada vez menos.
Me gustaría no sentirme invadida.
Me gustaría que la chica de la falda roja se sintiera cómoda, muy cómoda.
Me gustaría intervenir al mínimo en los comentarios de este blog.
Me gustaría emocionaros con mis relatines.
Me gustaría que no me insultasen.
Me gustaría que fuésemos adultos y no críos con su caca, chupámela, culo y pis.
Me gustaría que Cielo Vacío pudiera leer los comentarios.
Me gustaría sonreír todos los días.




miércoles, julio 07, 2004




De vez en cuando, una amiga me recriminaba, entre risas, por ligar con un chico que, según decía, se nos había acercado por ella. Un día caí en la cuenta de que todas las amigas que tenía eran chicas insoportablemente bellas. No creo que lo hiciera a propósito, quiero decir, que eligiera a mis amigas por su aspecto físico. Lo cierto es que noche tras noche, "él", quien fuera, se quedaba conmigo. Esto me confirmó algo que había intuido siempre: que lo mío son las distancias cortas.




martes, julio 06, 2004




La primera amiga que tuve al llegar a Madrid era una chica bien. Su padre tenía un bufete de abogados y vivían en un piso inmenso en el paseo de la Castellana. Me maravillaba comprobar que, a pesar de que vivían diez personas en la casa, rara vez nos cruzábamos con alguien. En ocasiones sólo veíamos a una doncella que nos abría la puerta al llegar y luego nos servía la comida a las dos en un comedor de mesa infinita. Una tarde, sin embargo, presencié un incidente que me dejó helada.

Ana y yo estábamos en una salita viendo un partido de tenis cuando entró una de sus hermanas, que ese día cumplía veintidós años. Había quedado con su novio y se había puesto de punta en blanco. Nos quedamos las dos mirándola: estaba guapísima. Tenía un tipazo de impresión. Nunca he conocido a nadie que le sentaran mejor los vaqueros. Arriba llevaba una camisa blanca finísima que se recogía con un nudo por encima del ombligo y dejaba al descubierto un vientre plano y moreno. Cuando se estaba dando la vuelta para que le diéramos nuestra aprobación entró el padre. Se la quedó mirando muy serio y le dijo que así no salía a la calle, que se cambiara inmediatamente. La cogió con fuerza de un brazo y mientras la empujaba hacia fuera le espetó: no consiento que mis hijas se vistan como putas. Ella se desasió de él y de un tirón se quitó la blusa. El movimiento fue tan brusco que le desplazó el sujetador y dejó al descubierto el pecho izquierdo. El padre salió precipitadamente desviando la vista de ese pecho blanco que pedía a gritos ser mirado y ella se dejó caer en el sofá.

Yo esperaba un ataque de llanto, de histeria o de indignación pero no pasó nada de eso. Siempre igual, musitó mi amiga, qué aburrimiento, concluyó su hermana, y mientras se metía el pecho dentro del sujetador nos preguntó que quién iba ganando, Arancha o Conchita.




lunes, julio 05, 2004




La mayoría de las cosas hay que hacerlas en su momento, dicen. En mi caso eso nunca lo he llevado a la práctica, he hecho las cosas cuando ha sido mi momento, ni antes ni después. He vivido sola con 21, he aprendido a montar en bici con 22, he ido de lolita con 28 y he soportado clases soporíferas en la Facultad con 31.

Y, como decía Picasso, "cuando me dicen que ya es demasiado tarde para hacer algo, me pongo de inmediato con ello".




domingo, julio 04, 2004




Durante dos años trabajé como camarera de comedor en un hotel de la costa. Como era la más cría y, además, rápida como una comadreja, mis mesas siempre estaban al final del inmenso comedor, con lo que tenía que recorrer interminables distancias desde la cocina hasta mis clientes. Eso no era un inconveniente para mí pero con tantos desplazamientos y a la velocidad a la que trabajábamos el riesgo de resbalones aumentaba. La primera caída fue antológica: aplausos de unos comensales, risas de otros, chanzas de los camareros, felicitaciones del pasavinos... Me juré, mientras me levantaba, que aquello no se iba a repetir.

Unas semanas después, al perder el equilibrio de nuevo, mientras la bandeja volaba por los aires, cerré los ojos, me dejé caer sin resistencia y me hice la muerta. Oí ruidos de sillas que se movían y pasos acelerados de compañeros que se acercaban. Me incorporaron, me hicieron aire con el abanico de una turista, me sentaron en la silla del cliente más cercano y me dieron un vaso de agua mientras yo volvía en mí y disfrutaba del protagonismo.

Y salí del comedor del brazo del maître como una princesa. Ganas me dieron de levantar la manita y hacer un gesto de despedida a mi público.




viernes, julio 02, 2004




Nunca juego a la lotería ni a cualquier otro juego de azar. La razón es muy simple: tengo la certeza de que no voy a ganar. He conseguido muchos logros a lo largo de mi vida, casi todo en lo que me he empeñado, pero la suerte no ha sido más que una triste figurante. Nunca he querido darle papeles protagonistas: ni a la buena ni a la mala suerte. Nunca he querido reprocharle nada ni tener que agradecerle nada. Y he tenido bastante suerte, la verdad.




jueves, julio 01, 2004




Estoy esperando el puente aéreo. Cuando embarque me acurrucaré en mi asiento, cerraré los ojos y dedicaré todo el tiempo del vuelo a pensar en ti. Te imaginaré sentado a mi lado y mirándome golosamente, volviéndote hacia mí y obligándome a mirarte, haciéndome asomar una risa nerviosa que me delata... y te anima a seguir. Y a llevar tu mano hacia mi cuello y a meter tus dedos entre mi pelo. Mientras, siento tu otra mano en mi rodilla, buscando un hueco en donde perderse. Y encontrándolo.







¿Sabes que cuándo no me haces caso es cuando más me pones?