miércoles, mayo 25, 2016




Mis padres se conocieron en la posada que regentaba mi abuela materna. Los Colino, la familia de mi padre, se dedicaban al comercio de telas y cada tanto mi padre y sus hermanos mayores aparecían por el pueblo para vender su género, y ellos y sus caballerías se alojaban en la posada. A mí madre le atrajo de Pepe Colino su aire de mundo y su preciosa letra, pero cuando empezó a cortejarla sintió miedo porque siempre hacía alarde de las novias que había tenido y ella temió ser una más en su lista de conquistas. Vivieron un par de años de noviazgo tranquilos, aunque a mi abuelo materno no le hacía gracia que una de sus hijas hablara con un forastero que no sabía manejar un arado ni atender al ganado como era debido, y cuando mi padre le habló de casarse, le dio largas, no sabemos si por desacuerdo o simplemente porque no quería perder a una de las mejores trabajadoras del tejar que tenían desde hace años.
Aunque a las parejas de entonces no los dejaban solos un momento, siempre bajo la vigilancia de mayores o pequeños, a finales de 1952 mi madre se quedó embarazada. Y ahí empezó el calvario. A pesar de tener tres hermanas no habló de ello con nadie, solo con su novio, y aguantó semana tras semana en silencio. Sin embargo, en los pueblos no es fácil mantener un embarazo en secreto. No sabemos de qué manera, pero las mujeres de edad son capaces de detectar cuándo una joven está preñada y una vez que lo intuyen empieza a correr el rumor de casa en casa. Un día una prima se presentó en la posada y puso en antecedentes a mi abuela de lo que se decía por el pueblo. Y mi madre tuvo que confesar lo que llevaba más de cuatro meses ocultando.
Al día siguiente, el hermano mayor, Evencio, apareció por la casa y le dio a la embarazada un bofetón que casi la tira al suelo. Mi abuelo no le puso la mano encima, pero amenazó con echarla de casa. Cuando mi abuela lo oyó gritar, se plantó ante él y le dijo: "Si se va, me voy con ella". Mi abuelo pareció no escucharla. Mi abuela insistió con firmeza: "Si Pilar se va, me voy con ella".
Y nadie se movió de la casa.
Las bodas de las embarazadas se celebraban por las noches en la iglesia, cuando todo el mundo ya estaba recogido en sus casas y las calles se habían quedado desiertas. Pero el cura de entonces era conocido de la familia de mi padre y accedió a casarlos por la tarde y a la luz del día. No hubo ni flores, ni vestido blanco, ni zapatos, ni arroz, ni celebración. Las gentes del pueblo, que esperaba en la calle para ver pasar a la novia, se quedaron con las ganas porque mis padres subieron a la iglesia en un coche que les habían prestado, algo absolutamente inusual en aquellos tiempos en los que el cortejo nupcial acostumbraba a recorrer el pueblo camino de la ceremonia. Después del oficio, las dos familias tomaron unas rosquillas en la posada y la de mi padre subió al coche que los había traído y volvió a su pueblo.
Mi padre mantuvo siempre que la había dejado embarazada a propósito para que los dejaran casarse, aunque dado su carácter fabulador lo más probable es que fuera una de sus invenciones.
La pareja tuvo una relación alejada de los cánones del pueblo. Él siempre la llamó "chati" en vez del "chacha" con que los demás se dirigían a sus mujeres, y le traía flores cuando volvía del campo.
A mediados de los sesenta mi padre se vio obligado a emigrar por temporadas al extranjero, y esas separaciones, que no solían durar más de siete u ocho meses, eran un duro golpe para ellos. La tarde antes de la partida se sentaban a la lumbre, en silencio, mirando el fuego, y recuerdo que el dolor, porque yo ya entonces podía percibirlo, era auténtico e intenso. Y nos alcanzaba a todos.




martes, mayo 10, 2016




Mi abuela materna se quedó huérfana de madre con solo tres años. Poco tiempo después murió también su padre, y ella y sus hermanos fueron repartidos entre toda la familia. Su destino fue una pequeña labranza a unos kilómetros de Buenasbodas, el pueblo donde nació, en un lugar conocido como Paniagua, que desde un principio le resultó hostil. No encontró nunca un sitio propio y ya adolescente convenció a otra de sus hermanas, que acababa de casarse en un pueblo cercano, Alcaudete, para que le buscase una casa donde servir. Y cambió esa casa olvidada en el campo por otra donde no se sentía menos ajena que lo que se había sentido en su casa de acogida. Por las tardes, Salustiana, que así se llamaba mi abuela, se iba a segar por una peseta, y poco a poco fue ahorrando para hacerse con un ajuar decente, aspiración de todas las mujeres de la época. Se había hecho novia de Daniel, también de Buenasbodas, y este siempre le reprochaba que fuera con la misma bata, pero a mi abuela no le importaban esos comentarios y se limitaba a sonreirle. La cercanía con su hermana Leandra en Alcaudete le proporcionaba el afecto que no había tenido en todos esos años de abandono, afecto que también encontraba en Alberto, el marido de su hermana.
Sin embargo, Alberto no había sido el primer amor de Leandra: tiempo antes, ésta se había enamorado de un joven, también de Buenasbodas, llamado Adrián, y de profesión carabinero, destinado en Cáceres. Los carabineros eran un cuerpo de seguridad dedicado a vigilar las fronteras y las costas en lucha contra el contrabando, y que tras la guerra civil se integró en la Guardia Civil. La tía que la acogió, en su afán por colocarla cuanto antes y asegurarle un futuro, la presionó para que se olvidara de él y se casara con Alberto, que estaba más cerca y en mejor posición. Alberto era propietario de una finca en Alcaudete con dos casas y mucho terreno de cultivo. Pero ella nunca se olvidó del carabinero. Ni él tampoco de ella. Tiempo después, en uno de sus permisos, volvió a Buenasbodas y la añoranza de Leandra le hizo caminar los veinticinco kilómetros que le separaban de Alcaudete y llamar a su casa. Abrió la puerta Alberto. Adrián se presentó y le dijo quién era y lo que quería: "Solo quiero verla", y ante la cara de estupor del marido, insistió: "Solo quiero verla". Cuando se recuperó, Alberto le dijo que él no tenía inconveniente. Y se vieron.
No sabemos nada del dolor o la alegría de ese encuentro porque pocos años después Leandra y Alberto vivieron un drama inimaginable que borró todo: sus cuatro hijos contrajeron el sarampión y murieron los cuatro en la misma semana, dos de ellos fueron enterrados juntos.
Mi abuela Salustiana se casó con mi abuelo Daniel y regresó a Buenasbodas y en pocos años abrieron una posada, donde mi padre que era un vendedor de telas ambulante conocería a mi madre, la hija de la posadera, y pusieron en marcha un tejar que fabricaba rasillas, tejas y ladrillos para todos los pueblos de los alrededores.