martes, noviembre 16, 2004




Al cumplir nueve años mis padres decidieron que dejara la escuela y estudiara el bachillerato. Me sacaron de la clase de la maestra, una gallega que se dedicaba a hacer jerseitos de punto para sus hijos en las horas de clase, y me pusieron en manos del maestro del pueblo, que preparaba a cuatro chicos más, dos o tres años mayores que yo, en los huecos que le quedaban entre sus clases, para presentarse a los exámenes libres en el instituto de Talavera. El pobre hombre, que había olvidado casi todo lo que estudió en su día, se limitaba a tomarnos la lección de memoria y a quitarse las pieles de las uñas durante las horas en que debía aguantar nuestras cantinelas.
Con las asignaturas de letras no se desenvolvía mal, pero con las matemáticas, el maestro sufría lo indecible. Nos sacaba a la pizarra por turnos a resolver los problemas que venían en el libro, rara vez nos corregía y siempre daba por válidas nuestras soluciones. El libro que utilizábamos tenía un apéndice final con los resultados de todos los ejercicios, y a veces teníamos que hacerle notar que nuestro resultado y el del libro no coincidía. En esas ocasiones se acercaba a la pizarra pensativo, repasaba las operaciones y concluía de la misma forma: "Lo habéis resuelto bien, así que será un error de imprenta". A medida que avanzábamos de curso los errores de imprenta aumentaron y ya en cuarto de bachiller adquirieron un volumen considerable. Y, claro, empezamos a sospechar de su competencia.
Eso sí, en casa nunca dijimos nada. Total, no había alternativa.