La segunda salida al extranjero de mi padre fue a Francia. Se enteró de que en Hendaya podía hacerse con un contrato y cogió de nuevo su maleta. Le ofrecieron un trabajo en la fábrica de la Citroën en París y a mi padre, que en Alemania había trabajado en una fundición aguantando temperaturas casi insoportables, le pareció el trabajo de su vida.
Todo fueron sorpresas agradables para él. El trato era correcto, le pagaban las horas extras, le regalaron una cesta en Navidad y hasta le dieron vales para elegir juguetes para sus hijos. Lo único malo es que se sentía solo. Y eso hizo que dos días antes de Nochebuena, cuando ya llevaba más de diez meses en Francia, se despidiera de la empresa y regresara a mi pueblo. Volvió con una maleta llena de regalos gentileza de la Citroën y con una bolsa que se había encontrado en el Metro.
Esa bolsa contenía unas medias de cristal, un prendedor para el pelo en forma de mariposa (que todavía conservo), una revista femenina con una página con viñetas de Tintín que durante años me dediqué a traducir sin éxito y una caja de cerillas de madera en forma de zapato con el rascador en el tacón.
Hace apenas unos meses, y sin ningún motivo, pensé que quizás esa bolsa nunca se extravió en el Metro de París.