lunes, marzo 27, 2017




Benidorm es una ciudad que no se avergüenza, no se avergonzaba cuando era un pueblo pequeño y sigue sin avergonzarse ahora que es una de las ciudades más grandes de las costa mediterránea. Está acostumbrada a sentir el menosprecio de los que nunca pusieron un pie en sus calles ni piensan hacerlo, de los que se sienten superiores al hablar de ella con desdén, esos que no saben de su luz y de los efectos que esa luz tiene en los estados de ánimo. En las grandes ciudades se toma Prozac para poder seguir viviendo, pero en Benidorm no es necesario: sus trescientos días de sol son el mejor antidepresivo.
En realidad, es más un pueblo que una ciudad, y los que viven en ella de toda la vida lo sienten así. Tiene sus fiestas patronales, sus fallas, sus moros y cristianos, sus procesiones de Semana Santa. Los que la habitan desde siempre van a comer paella donde Manolo o a tomar el aperitivo donde Enrique, ese bar junto a la iglesia, con buena música y unas vistas inmejorables, que no aparece en ninguna guía ni falta que le hace. O van el sábado a comer cuscús al restaurante del camping El Racó y en la sobremesa buscan en el horizonte al Puig Campana.
En Benidorm los rascacielos parece que nacieran de la tierra, impulsados por una fuerza invisible. Apenas se ven obras, ni grúas, y de pronto, de un día para otro, aparece un nuevo edificio estrecho y puntiagudo que se eleva hacia el cielo. Pero la gente del pueblo no les presta mucha atención, no suelen mirar hacia arriba, a esa ciudad que no conocen porque es la de los turistas, Las nuevas construcciones surgen como el enigmático monolíto de la película de Kubrick, al que la silueta del Intempo recuerda al anochecer. Es tan imponentemente alto que sus dos torres paralelas unidas por un cono invertido de tonos dorados, casi da miedo. Representa, como ningún otro, la burbuja inmobiliaria. Se alza frío y vacío, jamás acabado, esperando a un comprador que lo concluya y abra sus puertas.
Fue la primera ciudad en la que viví, con poco más de dieciséis años, y desde el primer momento me cautivó. Antes había pasado dos cursos en Talavera de la Reina, que para mí siempre fue un poblacho grande, lleno de pretensiones, provinciano y clasista. Benidorm era otra cosa, tenía mar y aunque entonces solo había un edificio alto, la torre Coblanca, ya se le veían maneras cosmopolitas, todo estaba plagado de rótulos en inglés y nadie se volvía a mirarte por la calle llevaras lo que llevaras puesto.
Cientos de miles de personas pasan por ella cada año, pero es difícil encontrar en España un lugar con tanta pulcritud en sus calles. Benidorm es una ciudad obsesionada por la limpieza, El paseo marítimo se abrillanta como si fuera el hall de un hotel neoyorquino y no hay chicles pegados y ennegrecidos en las aceras como ocurre en las calles madrileñas. Las papeleras se vacían tan a menudo que no da tiempo a que se desborden y difícilmente encontrarás una botella de plástico en el borde del mar ni una colilla enterrada en la arena. La arena de la playa se filtra todas las madrugadas mientras los buscadores de oro -cadenas, sortijas, pendientes- se afanan con sus detectores de metales esperando ese pitido que les avise del hallazgo. Antes de que salga el sol y aparezca el primer bañista la arena está impoluta, limpia de desperdicios. Y de objetos de valor.
Lo que si hay, en invierno, son muchos abuelos. No son personas de la "tercera edad" como quieren hacerles creer eufemísticamente. Son "abuelos", una palabra de mayor dignidad. Se reúnen en el parque de Elche, que ellos han rebautizado como el parque de las palomas, justo al principio de la playa de Poniente. Pasan allí la mañana, mirando a la gente. Visten de oscuro, con una formal seriedad, como cuando van de viaje, porque quizás no sepan que en Benidorm siempre es verano. O simplemente les haya dado pereza echar en la maleta ropa más acorde. También es posible que se les olvide de un año al siguiente los veinte grados de enero y que no tengan a nadie que se lo recuerde. No se acercan al borde del mar porque no llevan chanclas. Seguro que se consuelan pensando que el agua está fría y la arena se quedará pegada a todas partes y no habrá quien se libre de ella.
Miran. Miran con curiosidad a los que bajan a la playa a hacer gimnasia con la monitora del ayuntamiento o a los que cantan en el coro, y si alguien les hace un gesto de que se animen, se encogen como si no quisieran ser vistos, como si su única función allí fuera la de mirar pero no la de ser mirados.