lunes, noviembre 29, 2004




Mi hermano siempre soñó con tener una bicicleta, pero la economía familiar no podía soportar un dispendio de ese calibre y así iban pasando los años. Un día nos visitó un hermano de mi padre que trabajaba en Madrid como portero de una finca del barrio de Salamanca, y al enterarse de que mi hermano no tenía bici le prometió traerle una de la capital en su próxima visita. Nos contó que tenía tres o cuatro nuevecitas que los vecinos habían desechado, pero que él guardaba en el cuarto de la caldera porque le daba pena deshacerse de unas máquinas en tan buen estado. Tenía una, nos comentó, que a mi hermano le iba a encantar. Es única, decía, mientras a mi hermano se le abrían los ojos como platos. Llamarás la atención con ella, insistió.
A los dos meses volvió al pueblo con el regalo prometido. Mi hermano no podía contener los nervios mientras desembalaban el que había sido objeto de deseo durante años, pero cuando se la pusieron delante no pudo ocultar su decepción. La bici en cuestión era un modelo antiguo, casi una pieza de coleccionista, de esas que tenían la rueda de delante de tamaño normal mientras la de detrás era un mísero ruedín.
Se subió en ella con los ojos brillantes del disgusto y se puso a pedalear con la desesperación del que acaban de arrebatarle un sueño. Dio unas cuentas vueltas y como se dio cuenta de que aquello iba como los ángeles empezó a sonreír y una de las veces que pasó por mi lado me dijo a gritos: "Como no me voy a bajar de ella y no voy a mirar para atrás se me olvidará lo fea que es".
Y debió olvidársele porque jamás le he oído hablar de este incidente. Cuando surge la ocasión siempre recuerda que en su infancia fue muy feliz. Y debe de ser cierto porque aún lo sigue siendo.