miércoles, febrero 29, 2012




Mi abuelo materno era una persona recta y muy respetada en el pueblo. Cuando se casó con mi abuela no tenía nada propio, pero gracias al trabajo de ambos, al de sus seis hijos y, sobre todo, a su carácter emprendedor consiguió salir de la miseria. Montó un horno donde cocían tejas, ladrillos y rasillas, y por la tarde, cuando acababan la faena, él se montaba en una mula y se iba por los pueblos a buscar compradores. Mi madre nos contaba que cuando alguna noche estaban en el baile y empezaba a llover, ella y sus hermanas se ponían a temblar. En cuestión de minutos mi abuelo aparecía por la puerta del salón y todos tenían que salir corriendo carretera arriba a recoger los materiales que tenían secándose en la era. Y se veían obligadas a dejar a sus bailaores en brazos de otras.

La única de las hijas que sólo trabajaba en la casa era mi tía María y eso por motivos de salud. Sus problemas renales, arrastrados desde la adolescencia, se la llevaron por delante unas semanas antes del día de su boda. Lo único blanco que hubo en el velatorio fue su vestido de novia. Todo lo demás era negro. El novio, mis abuelos, mis padres y todos mis tíos se vistieron de luto y daban miedo cuando se movían por la casa, cuando iban y venían a la cocina o al corral. Tenías que echarte a un lado para que no te llevaran por delante porque parecía que no te veían. Yo, que sólo tenía cinco años, prefería estar al lado del féretro: es donde me sentía más segura. Me tranquilizaba mirar a mi tía: era la que estaba más serena de todos y la más guapa con diferencia. Y el vestido de novia le sentaba muy bien, a pesar de que el velo lo habían tenido que recoger con alfileres para que no arrastrara por el suelo, y quedaba un poco raro.

Aunque todos acusaron el golpe, mi abuelo fue quien peor lo llevó: María era su hija mayor, su preferida, y a partir de ese día empezaron los problemas. La desesperación lo llevó hacia la bebida, aunque eso sólo se supo después porque siempre lo ocultó y jamás consintió que nadie lo viera en ese estado. Nunca frecuentó los bares del pueblo. Cogía su botella de vino, se perdía por el campo y volvía después de dormirla. Un día, como la familia supo más tarde, le pidió ayuda al médico del pueblo para librarse de esa adicción. El médico le prometió encargar algún remedio, pero cuando días después le dijo que ya lo tenía y que podía pasarse por la consulta, mi abuelo se limitó a darle las gracias y a decirle que ya no lo necesitaba. Al día siguiente se ató de pies y manos y se tiró a un pozo.

Cuando mi abuelo se quitó la vida lo primero que me vino a la memoria fue el velo de novia de mi tía María sobresaliendo del ataúd. Le pregunté a mi madre si también al abuelo iban a vestirle de novio y le arranqué la única sonrisa que se permitió en varios meses. Le hicieron la autopsia en un cuartucho que había en el cementerio de mi pueblo y cuando devolvieron a la familia la palangana que les habían pedido, la hermana menor de mi madre se puso a gritarle al médico forense por no haber quitado los restos de sangre de ella. Esos gritos de dolor hicieron que los pequeños fuéramos conscientes del drama que estaban viviendo nuestros mayores.

No hubo oficio religioso y le enterraron en una especie de corralillo que había en el cementerio, destinado a suicidas y bebés sin bautizar. Quisieron poner en la tumba una lápida de mármol blanco como la que mi abuelo había elegido para mi tía, pero según les dijeron en ese recinto no estaba permitido ni siquiera una cruz de madera. A ese espacio no consagrado se accedía desde la calle a través de una puerta de la que nadie tenía llave, y eso obligaba a mi madre y a sus hermanas treintañeras a saltar la pared de más de un metro cada vez que querían acercarse a la tumba de su padre. Y esa es la imagen que se me ha quedado grabada: mi madre y mis tías vestidas de negro riguroso, con medias y pañuelo, haciendo equilibrios sobre una tapia.