viernes, octubre 08, 2004




Cuando mi familia emigró a Levante se encontró con un problema que no había previsto: a mi padre le rechazaban en todos los trabajos a los que se presentaba. Tenía 46 años y aunque a lo largo de su vida había trabajado en casi todo, a su edad le pedían una especialización de la que carecía. Mi hermana y yo, al contrario, teníamos decenas de ofertas para trabajar de camareras. Ante esa desigualdad se nos ocurrió ofrecernos como un pack: o los tres o ninguno.
Al día siguiente de buena mañana empezamos de nuevo a visitar hotel tras hotel. En todos la respuesta era la misma: para las chicas sí, pero para usted no tenemos nada, le decían a mi padre. Al medio día, y cuando ya estábamos a punto de desistir, visitamos un hotel que iban a inaugurar en las próximas semanas. El encargado no estaba y nos dijeron que volviéramos en una hora. Como no era cuestión de ir y volver nos sentamos debajo de un olivo en un solar al lado del hotel y nos dispusimos a esperar. El calor a esa hora del mediodía era insoportable, aquello era un descampado polvoriento con los barracones y restos de materiales de la obra del hotel y una decena de moscas aburridas que rápidamente empezaron a cebarse con nosotros. Desde donde estábamos veíamos pasar a los turistas ligeros de ropa y haciendo risas, y, afortunadamente para nosotros, ni se nos ocurrió compararnos con ellos. Nosotros estábamos a lo nuestro.
Dos horas más tarde mi padre engrosó su ya de por sí extenso curriculum y fue contratado como jardinero. Y mi hermana con dieciocho años y yo con quince nos iniciamos en el mundo laboral. Estábamos los tres tan contentos que mi padre se permitió el lujo de comprar una barra de helado de corte para celebrarlo en familia. Cuando le dijo a la chica del kiosko que pusiera también un paquetito de galletas me tuve que contener para no dar un salto de alegría.