En mi pueblo siempre hubo una gran uniformidad en cuanto al aspecto físico de sus residentes. Los niños que vivían cerca de la iglesia eran igual de guapos o de feos que los que tenían la casa por la parte alta del pueblo; los que vivían por el camino del cementerio no se diferenciaban apenas de los habitaban cerca de la carretera. Sin embargo, cuando llegué a Madrid me di cuenta de que aquí esto no funcionaba igual. Una tarde mientras veía jugar a los niños que cuidaba me di cuenta de que los tres eran muy guapos, y sus amigos del parque lo mismo, y no digamos los vecinos del segundo, y los compañeros de colegio, y sus primos que vivían dos calles más abajo en Goya esquina con Serrano...
El domingo siguiente fui a comer a casa de mi prima que vivía en Vallecas. Mientras tomábamos una clara en El Brillante me fijé en los niños que correteaban por allí y en ese barrio las cosas eran muy diferentes: había unos críos muy chulos, otros normalitos y otros decididamente feos.
Pensé que si sería el agua.