lunes, octubre 11, 2004




Mi primer viaje sola me deparó más emociones de las inicialmente previstas. Tenía catorce años y cuando llegué a Talavera a la casa de mi prima, me encontré con que no contestaban al timbre. Eran las tres de la tarde y de pronto me encontré perdida. Pregunté a una vecina y me dijo que habían salido a pasar el día fuera y que probablemente regresaran tarde.
Le pedí que me guardara el equipaje y me fui a pasear a un parque inmenso que había en el centro de la ciudad. Era domingo y sentada en un banco me dediqué a ver pasar a la gente. Algunos me miraban, quizá sorprendidos de verme sola, y esas miradas me resultaban molestas. Pensaba que se debía notar que era de pueblo, que no era uno de ellos. Así que de tanto en tanto me levantaba, daba un paseo y me cambiaba de banco. Llevaba más de cinco horas dando vueltas cuando de repente sentí unos ganas tremendas de ir al servicio. No se me ocurrió que en esos jardines quizás habia aseos, ni mucho menos entrar en un bar.
Tres horas después llegó mi prima y se extrañó al verme sentada en el portal. Pero más se sorprendió al ver la mancha que había en el descansillo de su casa. "La última vez que vine a ver si habiais llegado ya estaba", le dije y era cierto. "Seguro que es del chucho del cuarto", me dijo mi prima.
Pobre perro.