viernes, octubre 15, 2004




La primera vez que impartí un curso me presenté en el aula media hora antes. Quería revisar todo y que ningún imprevisto arruinara mi sesión inaugural. Llevaba un traje de chaqueta y me había recogido el pelo en una coleta que me daba cierto aire profesoral. El primer alumno que llegó me comentó que estaba bastante nervioso, venía de Canarias y era la primera vez que asistía a un cursillo de éstos. A punto estuve de corresponderle contándole lo mal que me sentía, pero recordé la máxima que había oído tantas veces en los cursos de formación de formadores: Jamás pidáis clemencia confesando que es vuestra primera clase.

Quince minutos después tenía a todos sentados y media hora más tarde ya no me temblaban las manos. Cuando volvimos del café hasta me permití un gesto que quizás no debí consentirme: metí un dedo dentro del coletero y con dos golpes de cabeza dejé que el pelo recobrara su posición habitual. Y al final de la mañana me quité la sobria chaqueta y dejé al descubierto mi blusa de geisha.

Cuando por la tarde me quedé sola en el aula, me senté encima de la mesa e intenté sacar conclusiones de mi bautizo docente. A la única conclusión a la que llegué era que resultaba increíble que te permitieran hablar tantas horas y encima te pagaran por eso.