miércoles, octubre 20, 2004




En mi pueblo hacía muchísimo frío en invierno. Recuerdo ir a la escuela con una lata de las grandes de sardinas con un alambre como asa y llena de brasas para ponerla debajo de la mesa y apoyar los pies sobre ella. Y un montón de jerseis superpuestos. El frío en la escuela era insoportable, sólo había una estufa de butano al lado de la mesa de la maestra y el frío se colaba por las rendijas de la puerta y de las ventanas. Eso sí cuando te sacaban a la pizarra te quedaba el consuelo de que al menos volvías a tu mesa con las piernas calientes.
Desde entonces no soporto el frío. Y no porque cuando hace frío soy más bajita, que también (me encojo tanto que pierdo dos o tres centímetros, algo que con mi metro sesenta es un inconveniente), sino porque no puedo disfrutar de muchas de las cosas que me gustan.
Aunque procuro no desplazarme en invierno a sitios donde haga frío, por motivos de trabajo tuve que viajar a Berlín un mes diciembre y a Nueva York en calidad de cónyuge cariñosa a mediados de enero. Cuando alguien me pregunta por esas ciudades sólo puedo decir que hacía mucho frío, que era horrible, que no podías callejear porque el frío (y en NY además el viento) te impedían disfrutar del paseo, que no se les ocurra visitarlas en invierno...
El frío cambia mis rutinas, de ser una persona nada perezosa con el buen tiempo, paso a demorarme por las mañanas retrasando el momento de desprenderme del edredón, y en esas mañanas entiendo que Onetti decidiera un día encamarse para siempre, si pudiera haría lo mismo desde la semana que viene cuando cambien la hora hasta Semana Santa. Pero como tengo un blog y no tengo portátil pues ni me lo planteo.