martes, octubre 05, 2004




En casa de mis padres la televisión llegó demasiado tarde. Cuando ya casi todos en el pueblo se habían hecho con uno, nosotros seguíamos sin televisor. Mi madre seguía insistiendo en que no quería que nada nos distrajera de los estudios, pero a nosotros no se nos escapaba que era un gasto que estaba fuera de nuestro alcance.

Cuando nos fuimos a Levante y por fin tuvimos uno en casa no le prestamos excesivo caso. Por eso cuando años más tarde se estropeó mis padres no se molestaron en llevarlo a reparar. Funcionaba con normalidad hasta que se calentaba, entonces empezaba a moverse la imagen y el que estaba más cerca lo apagaba y en paz. Cuando nos visitó mi tía Elisa las cosas se complicaron. Estaba enganchada a un culebrón y no venía dispuesta a perderse los capítulos donde ¡por fin! iba a enterarse de quién era hija la desdichada protagonista. Mi tía, que siempre ha sido muy resolutiva, lo solucionó de inmediato. Se sentaba a un lado del televisor con el abanico en la mano y no paraba de abanicar al trasto hasta que acababa la serie. Y funcionaba.

Una tarde subió el portero a nuestra casa y mientras hablaba con mi padre no dejó de observar a mi tía. Desde ese día empezó a mirarla con recelo y evitaba compartir el ascensor con ella.