lunes, octubre 04, 2004




Esa chica me fascinó desde el momento en que la conocí. Sofía, que así se llamaba, era una persona fuera de lo común. Siempre que veo en una película a Juliette Binoche me acuerdo de ella. Había vivido muchos años en París y tenía un aire entre ingenuo y perverso al que pocos podían resistirse. Al principio me costaba entender como todos se dejaban enredar por ella. Mariposeaba de uno a otro, sin soltar a nadie y haciéndoles ver a todos que ella era la que más sufría. Y siempre tenía a alguno dispuesto a consolarla.
Un día quedamos en encontrarnos a la salida de mi trabajo. La esperé durante media hora y como no acudió enfilé la Gran Vía hacia arriba. A diez metros me la encontré dormida en un banco en plena calle, como una clochard cualquiera. Iba impecablemente vestida de blanco y se cubría la cabeza con un sombrerito blanco también. Tenía los pies desnudos y las sandalias las había dejado en la acera bien colocadas, como hubiera hecho delante de su cama. Todos los que pasaban por delante de ella se la quedaban mirando como quien mira una aparición. Yo también la miré durante unos minutos antes de despertarla y me di cuenta de que si se lo proponía también conseguiría enredarme a mí. Por suerte o por desgracia nunca se lo propuso.