jueves, octubre 28, 2004




Mi tía Elisa se vino a Madrid a la vez que mi tía Aurelia. La primera se buscó la vida gracias a sus dotes para manejar tijeras y aguja. Empezó cosiendo para la gente de su barrio y terminó en Nueva York como modista particular de una actriz republicana que ya acusaba el declive de los años. Mi tía Aurelia, por el contrario, sintió la llamada de Dios e ingresó en una congregación de monjas de clausura. Cuando tomó los hábitos fue amadrinada por una aristócrata que pasaba mensualmente una renta al convento. Todo marchó sobre ruedas hasta que, nueve años después, la benefactora murió. Desde ese momento las monjas intentaron convencer a mi tía de que lo suyo no era la clausura. Mi tía Aurelia acabó claudicando y se fue a vivir con mi otra tía que acababa de volver de NY y se había comprado una casa por la zona de Ventas.
Desde que salió del convento mi tía se apunta a todas las peregrinaciones que organiza su parroquia. Hace dos años fue a Lourdes para pedir a la virgen salud para toda la familia pero, contra todo pronóstico, volvió con un brazo roto. Año y medio después en un viaje a Guadalupe, y mientras cubría los últimos kilómetros a pie se cayó de nuevo y se rompió una pierna. Mi tía Elisa que se siente obligada a acompañarla a médicos, fisioterapeutas y demás especialistas, y que no puede oír hablar de curas u oficios religiosos sin que se le revuelva el estómago, dice que a ver si dentro de poco se va de viaje a Fátima y se abre la cabeza.