jueves, octubre 21, 2004




En alguna de las novelas que leí me sorprendió saber que ciertos personajes tenían su pobre particular. Esta circunstancia me resultaba chocante e insólita. Sin embargo, en mis últimos años en el centro de Madrid, también yo acabé teniendo mi pobre propio. Habitaba en un banco muy cerca de la Puerta de Alcalá, a las puertas del Club 31 y no era un indigente cualquiera, ni mucho menos, era un pobre de Ciencias. Se sentaba en su banco provisto de una calculadora y prestaba más atención a sus operaciones matemáticas que a la boina destinada a recoger las monedas. No solía mirar cuando le echabas dinero, ni hacer ningún gesto de agradecimiento, él estaba a lo suyo. A veces se le veía malhumorado por algún resultado numérico no esperado, y se levantaba del banco para manifestar su contrariedad y lanzar exabruptos ininteligibles. Era un tipo de pelo largo y canoso, vestía jerséis de cuello alto y tenía una elegancia natural que muchos de los que pasaban por delante hubieran deseado para sí.

Sólo una de las veces que le eché dinero levantó la vista y se me quedó mirando. No me lo esperaba y para salir del apuro le dije que era para que se comprara pilas. Me sonrió y volvió a sus cálculos.