lunes, octubre 18, 2004




Mi amiga Isabel acusó muy pronto los efectos nocivos del tabaco. Cuando iba a visitarme a la buhardilla en la que vivía, antes de que tocara el timbre, ya sabía que se trataba de ella. Sus toses la delataban. Su médico le sugirió que dejara de fumar pero ella ni siquiera se lo planteó.

Una tarde sentadas en un café, y después de uno de sus ataques recurrentes de tos, le dije que debería tomárselo en serio y dejar de fumar. Esa vez no eludió hablar del asunto, ni se rió como en otras ocasiones, al contrario se puso muy seria y me dijo: "Lo he pensado y mucho, pero hay días, demasiados, en que mis únicas gratificaciones son las que me producen los cigarrillos que me fumo. Por eso no puedo dejarlo."