Cuando cumplí dieciocho años mi madre me animó a dejar mi trabajo de camarera en la costa y a buscarme la vida en Madrid. Ella, que siempre fue una fantástica, pensaba que ya en la misma estación de Atocha alguien me estaría esperando con un contrato de trabajo en la mano. Nunca lo supe porque me equivoqué y continué hasta Chamartín y allí, aparte de gente corriendo, no vi nada de eso.
Lo primero que hice al llegar fue ir a ver a una prima mía que trabajaba en una academia. Debió darse cuenta del apuro que tenía porque le comentó a su jefe mi problema y el buen hombre se apiadó de mí. Me dijo que no me preocupara que el jefe de personal de unos grandes almacenes era amigo suyo y que le iba a llamar para que me entrevistara. Cuando nos quedamos a solas, mi prima se sorprendió de que no estuviera dando saltos de alegría. Le confesé que trabajar de dependienta en El Corte Inglés me parecía casi un sueño pero que les había ocultado algo importante. Le dije que sentía haberles hecho perder el tiempo pero que nunca conseguiría ese trabajo: mi nivel de inglés era rudimentario.