martes, julio 06, 2004




La primera amiga que tuve al llegar a Madrid era una chica bien. Su padre tenía un bufete de abogados y vivían en un piso inmenso en el paseo de la Castellana. Me maravillaba comprobar que, a pesar de que vivían diez personas en la casa, rara vez nos cruzábamos con alguien. En ocasiones sólo veíamos a una doncella que nos abría la puerta al llegar y luego nos servía la comida a las dos en un comedor de mesa infinita. Una tarde, sin embargo, presencié un incidente que me dejó helada.

Ana y yo estábamos en una salita viendo un partido de tenis cuando entró una de sus hermanas, que ese día cumplía veintidós años. Había quedado con su novio y se había puesto de punta en blanco. Nos quedamos las dos mirándola: estaba guapísima. Tenía un tipazo de impresión. Nunca he conocido a nadie que le sentaran mejor los vaqueros. Arriba llevaba una camisa blanca finísima que se recogía con un nudo por encima del ombligo y dejaba al descubierto un vientre plano y moreno. Cuando se estaba dando la vuelta para que le diéramos nuestra aprobación entró el padre. Se la quedó mirando muy serio y le dijo que así no salía a la calle, que se cambiara inmediatamente. La cogió con fuerza de un brazo y mientras la empujaba hacia fuera le espetó: no consiento que mis hijas se vistan como putas. Ella se desasió de él y de un tirón se quitó la blusa. El movimiento fue tan brusco que le desplazó el sujetador y dejó al descubierto el pecho izquierdo. El padre salió precipitadamente desviando la vista de ese pecho blanco que pedía a gritos ser mirado y ella se dejó caer en el sofá.

Yo esperaba un ataque de llanto, de histeria o de indignación pero no pasó nada de eso. Siempre igual, musitó mi amiga, qué aburrimiento, concluyó su hermana, y mientras se metía el pecho dentro del sujetador nos preguntó que quién iba ganando, Arancha o Conchita.