La generación de mis abuelos recibía la llegada de los hijos con la misma naturalidad que las estaciones. Llegaban uno tras otro y muchos de ellos morían de pequeños. Cuando eso ocurría ponían el nombre del desaparecido al siguiente y tiraban pa'lante. Y no lo consideraban un drama, eso era algo a lo que la vida les había acostumbrado.
Mi abuela materna perdió cuatro hijos en esas circunstancias y, sin embargo, sólo se vino abajo cuando se murió mi tía María: tenía 29 años y se iba a casar veinte días después. La amortajaron con el vestido de novia y lo que más me sorprendió, al mirarla desde la puerta, fue ver que las suelas de los zapatos de tacón estaban impecables.
En situaciones así todo el mundo se olvidaba de los niños, que deambulaban perdidos de una estancia a otra con la certeza de que había ocurrido algo serio. Yo lo supe ese día porque a las cuatro de la tarde aún nadie se había acordado de hacerme las trenzas.