miércoles, julio 14, 2004




Durante años viví en el Centro de Madrid en una calle de dudosa moralidad. Ocupaba el primer piso de una casa antigua y uno de mis entretenimientos preferidos era salir al balcón a fumarme un cigarrillo mientras mi gato se sentaba a mirar a mi lado. En pocos días conocí a todas las putas que trabajaban esa calle. Oía sus conversaciones sin esforzarme y me sorprendió el tono de las mismas: nada diferente de otros trabajos, se quejaban de unos clientes y glosaban a otros, hablaban de sus hijos, de los precios de los distintos servicios, la mayoría de ellas se respetaban sus clientes fijos y, en una ocasión, me sorprendieron recaudando dinero para comprar un regalo al hijo de una de ellas que iba a hacer la Primera Comunión.

A los que nunca pude entender fue a los clientes: jóvenes, treintañeros, de mediana edad, abueletes. Tímidos o deslenguados, faltos de atractivos o sobrados de ellos... Al principio me dediqué a adivinar quienes de los que avanzaban por la calle se pararían y quienes pasarían de largo. Al final, desistí, todos eran clientes potenciales.