Cuando mis padres emigraron a Levante tuvieron que lidiar con decenas de problemas totalmente nuevos para ellos. Uno de los primeros, por la necesidad de instalarse de una manera mínimamente decente, fue el de bregar con los oficios: albañiles, fontaneros, electricistas... En el pueblo eso quedaba en familia, todos sabían de todo y eran autosuficientes.
La visita de un fontanero desasosegó a mi padre una mañana de marzo. Estaba solo y desde el primer momento se dio cuenta de que el profesional tenía menos idea que él. Llevaba casi una hora mareando la perdiz, yendo y viniendo a su furgoneta y preguntando a mi padre en qué dirección circulaba el agua en una cañería que estaba al descubierto, si de izquierda a derecha o viceversa.
Cuando llegó mi madre a casa, mi padre se la llevó al salón y se lo contó. Y además, le dijo, como facturará por horas nos va a costar un riñón: lleva desde las once dando vueltas y haciendo preguntas. Mi madre no se alteró, se olvidó de que había salido de su pueblito hacía sólo dos semanas y se fue en busca del interfecto. Entró en el baño, hizo como que se sorprendía al encontrarse con el fontanero, se volvió a mi padre y le dijo: Paco, cómo se te ha ocurrido llamar a este buen hombre si sabes que no le podemos pagar.
El fontanero recogió a toda pastilla sus útiles y mis padres se pusieron a comer.