domingo, julio 18, 2004




Lo bueno de los pueblos pequeños es que todo el mundo destaca por algo. Ya desde crío te acostumbras a vivir con esa singularidad de ser el más alto, la que mejor canta en la iglesia, el más guapo, la que mejor dibuja, el que mejor baila suelto,  el que va siempre más limpio, la más cariñosa con sus abuelos, el mejor recadero, el que hace mejor de monaguillo, la más lista en la escuela...
 
Esa última era yo. En realidad, lo que querían decir es que era la más precoz -aprendí a leer sola con tres años-, pero en mi pueblo no perdían el tiempo con ese tipo de sutilezas. Decían que era tan lista que seguro que terminaría casándome con un maestro.
 
Mi madre que no había leído El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir, ni sabía nada de Virginia Wolf y su habitación propia, les contestaba siempre lo mismo: la maestra será ella.