El año pasado viajé a Málaga por un asunto de trabajo. Estaba paseando sola a última hora de la tarde cuando recordé que debería abrir el correo y pensé que era un buen momento para conocer uno de esos lugares conocidos como cibercafés. Desde siempre me han fascinado los cafés, y estos nuevos recintos los había imaginado como espacios con poca luz donde brillaran las pantallas, con un equipo encima de cada una de las mesas, con tazas de café olvidadas y con un ambiente cargado. Pregunté en un kiosko de prensa y tras varias consultas más llegué a la puerta de uno de ellos. Nada más entrar me di cuenta de que me habían informado mal. Era una especie de bar-cafetería de ambiente familiar y un poco cutre, de esos con dos o tres mesas de formica colocadas de cualquier manera y sillas revueltas por doquier y el televisor imponiéndose sobre las voces de los parroquianos.
Me acerqué a la barra y le pregunté al camarero si conocía un cibercafé, y para mi sorpresa me señaló una especie de mampara y me dijo que detrás estaban los puestos. Le pedí un café y mientras me lo servía me asomé detrás del biombo: sentados de cara a la pared había cuatro chicos y una chica, con los codos casi rozándose y la cara metida en la pantalla. Tres de los chicos tenían puestos los cascos y ninguno hizo gesto alguno ante mi llegada. ¿Un cibercafé? Para nada, eso lo que realmente parecía era un call center. Así que pagué el café y me fui. Y seguí paseando y fantaseando.