Para teki
Durante los primeros años de mi estancia en Madrid viajaba a menudo a Levante a visitar a mis padres. Uno de esos viajes en tren lo hice junto a una señora de unos setenta años. "Acabo de pasar por un trance muy duro", me confesó nada más salir de Atocha, "me he quedado viuda y vivir sola en la casa que compartíamos los dos se me hace cuesta arriba, por eso he decidido irme a pasar unos días a Benidorm a ver si me distraigo".
Me enterneció esa confidencia y la animé a continuar preguntándole cuantos años habían estado casados. "Cinco", me contestó, y ante mi cara de sorpresa me aclaró que era su segundo marido.
"No tengo queja del primero", me dijo, "era un hombre bueno". Y señalándose las piernas me contó que siempre había tenido problemas con ellas, que se le hinchaban muy a menudo y que cuando salían a dar un paseo se le hacía interminable el camino de vuelta a casa. "Mi primer marido", me dijo, "cuando me oía quejarme me animaba y me decía que ya quedaba poco, que ya estábamos llegando y cosas así". Se recolocó en el asiento y una sonrisa de satisfacción le iluminó la cara. "Pero el segundo", continuó, "el segundo era único, hija mía: sólo tenía que abrir la boca y decir que estaba cansada y él, inmediatamente, levantaba el brazo y gritaba ¡¡Taxi!!, ¡¡taxi!!".